—Si tenemos un buen camino esta noche — dijo Riley —, alcanzaremos el río mañana.
—¿El Missouri?
—Si no tenemos otra avería —afirmó Riley con la cabeza —. Y si tenemos buen tiempo y nada ocurre.
Pero aquella noche, se encontraron con las brujas.
XIV
Lo primero que vieron de ellas, fue como un aleteo en el abanico de luz de los faros principales del camión, allá adelante, y vieron cómo volaban a la luz de la luna. No volaban exactamente, ya que no tenían alas, sino que se movían a través del aire como los peces lo hacen en el agua, y con la gracia que tienen solamente las cosas que vuelan.
Hubo un momento en que pudieron ser confundidas con ares nocturnas; pero una vez que la mente captó la verdadera imagen y se produjo la racionalización del pensamiento humano, no existía duda de lo que eran.
Eran seres humanos volando. Eran, sencillamente, levitadores Eran por tanto brujas y había todo un aquelarre de ellas.
Blaine comprobó que en el asiento donde se hallaba Riley, éste ya tenía el revólver en la mano por fuera de la ventanilla. Blaine frenó el camión. El arma disparó y el estampido sonó dentro del coche como un trueno.
El camión dio un fuerte regate al detenerse bruscamente y se quedó atravesado en la carretera. Blaine sujetó a Riley por el hombro, alterando su equilibrio, mientras que con la otra mano trató de arrancarle el revólver. Observó con una rápida mirada el rostro de Riley y vio que aquel hombre estaba aterrado y gimiendo. La mandíbula inferior le temblaba espasmódicamente y de las comisuras de los labios se le escapaban espumarajos. Tenía los ojos a punto de saltársele de las órbitas y el rostro tenso y rígido como el de una máscara en la más espantosa expresión de terror imaginable. Con los dedos como garfios, trataba por todos los medios de retener el arma.
—¡Tírala! —tronó Blaine —. ¡Son simples levitadores! Pero aquella palabra no significaba nada para un hombre como Riley. Tenía su razón y su comprensión extraviadas en la ola de terror que le había invadido totalmente el cerebro. Y mientras hablaba a Riley, Blaine se apercibió de una corriente de voces telepáticas que le llegaban claramente en la noche, voces sin sonidos que le hablaban directamente.
—Amigo, una de nosotras está herida (una raya roja goteando sangre a través del hombro). No es de cuidado, y ése tiene un revólver cargado y disparando Para mayor seguridad iremos contra el otro (la figura de un perro ladrando furiosamente, arrinconado, y dispuesto a lanzarse contra un enemigo).
—¡Espera! — gritó Blaine —. ¡Esperad! ¡Todo está en orden! ¡No habrá más disparos!
Blaine presionó con el codo la cerradura de la portezuela lateral del camión que se abrió de par en par. Empujó a Riley y cayó medio fuera del coche, sin dejar de empuñar el revólver. Se lo arrancó de las manos, lo abrió esparciendo por el suelo las balas y lo arrojó a mitad del campo. Se volvió hacia el camión y repentinamente la noche se quedó en el mayor silencio, excepto los gemidos y gruñidos de Riley dentro del coche.
—Todo está en orden — dijo Blaine —. Ya ha terminado el peligro.
Y aquellas criaturas se descolgaron desde el cielo, como si hubieran sido lanzadas desde alguna plataforma invisible, hasta tomar tierra suavemente con sus propios pies. Se movieron lentamente hacia el coche, pisando sin ruido en la noche, permaneciendo silenciosas.
—Ha sido una condenada tontería hacer eso — les dijo Blaine telepáticamente — La próxima vez una de vosotras perderá la cabeza (un cuerpo humano sin cabeza caminando como un borracho y el cuello roto colgando de un lado a otro).
Blaine se dio cuenta de que era gente joven, no más allá de los veinte años, y se vestían con algo parecido a un traje de baño y captó el aire de diversión de aquella gente joven y el perfume de su hermosura. Se movieron con precaución. Blaine miró tratando de captar algún otro signo; pero no lo hicieron.
—¿Quién eres tú? — preguntó uno de ellos.
—Sheperd Blaine, del Anzuelo.
—¿Y adonde vas?
—Hacia Dakota del Sur.
—¿En este camión?
—Y con este hombre — dijo Blaine —. Me gustaría dejarle solo.
—Nos ha disparado. Ha herido a Marie.
—No es nada — dijo Marie —. Ha sido solamente un rasguño.
—Es un hombre que está aterrado — dijo Blaine —. Dispara con balas de plata.
Y se dio cuenta de lo fantástico de aquella situación. La noche alumbrada por la luna, la carretera desierta, el camión atravesado en la calzada de la carretera general, el viento solitario que soplaba a través de la gran pradera y ellos dos, él y Riley, rodeados, no por indios sioux o comanches, o por los Pies Negros, sino por un conjunto de paranormales menores de veinte años, en una juerga nocturna. ¿Y, qué había en aquello para ser censurado reprochado?», se preguntó a sí mismo. Si en aquella pequeña acción de desafío, ellos encontraban cierta medida de autoseguridad en sus vidas perseguidas, si de tal forma hallaban la libre expresión de su dignidad, no era en fin de cuentas distinta de otra acción humana cualquiera y no era para ser condenado.
Estudió sus rostros los que podía ver de cerca, a la luz de los faros y de la luna y leyó en ellos una cierta indecisión. Desde el interior del camión llegaban los quejidos de un hombre muerto de pánico.
—¿El Anzuelo? — preguntó otro — (Los enormes edificios sobre la colina, el enorme espacio que ocupaba y el conjunto masivo, majestuoso, imponente.)
—Eso es — repuso Blaine.
Una de las chicas se apartó del grupo y se aproximó a Blaine. Le ofreció la mano.
—Amigo — dijo — No esperábamos ninguno Todos nosotros sentimos mucho haberte molestado.
Blaine alargó la suya, y al estrechar la mano de la chica pudo apreciar el fuerte apretón de sus dedos.
—No solemos encontrar ninguno en la carretera por la noche — dijo otra. —Sólo tratábamos de divertirnos un poco — dijo una tercera —. Apenas si tenemos ocasión de divertirnos.
—Ya lo sé — repuso Blaine —. Ya he visto qué pequeña oportunidad.
—Nos reverencian — dijo otra todavía.
—¿Reverenciar? Ah, sí. (Un puño golpeando en una ventana cerrada, la puerta de un jardín colgando de un árbol, un signo cabalístico tirado por el suelo.)
—Es bueno para la gente.
—Estoy de acuerdo — convino Blaine — Pero es peligroso.
—No mucho. Están demasiado asustados.
—Pero eso ayuda muy poco a resolver la situación.
—Señor, no hay nada que pueda ayudarnos.
—Pero ¿el Anzuelo? — preguntó la chica que había frente a Blaine.
Blaine la estudió mejor y se dio cuenta de que era guapísima, unos maravillosos ojos azules y un cabello dorado, con una especie de aire que en los tiempos pasados habría sido suficiente para ganar cualquier concurso de belleza, uno de los antiguos ritos paganos que habían sido felizmente olvidados en el bullicioso movimiento de la nueva adhesión al PK.
—No puedo decírtelo — repuso Blaine —. Lo siento de veras, pero no puedo aclararte nada.
—¿Un apuro? ¿Estás en peligro?
—Por el momento, no.
—Podríamos ayudarte.
—No es preciso — dijo Blaine, de la forma más indiferente que pudo aparentar.
—Podríamos llevarte a donde quisieras.
—Es que yo no soy un levitador.