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Miró a su alrededor y de nuevo sintió la satisfacción, la excitación y el orgullo que, hacía años atrás, había experimentado por primera vez, cuando fue llevado a aquella estancia. Allí se encontraba el corazón vivo, el cerebro de la organización, el Anzuelo, donde se proyectaban las mentes hacia el exterior, hacia los más remotos lugares del profundo espacio cósmico.

Pero no era cuestión de meditar sobre aquello, simplemente, debía marcharse. Acabó el vaso de leche y devolvió el recipiente a la joven que aguardaba. Se volvió hacia la puerta.

—Un momento — le dijo el hombre de la agenda —. Se olvida usted de firmar, señor.

Refunfuñando, Blaine tomó el lápiz que colgaba de la agenda y firmó. Aquello formaba parte de las mil y una cosas rutinarias del servicio, había que firmar al entrar, al salir, permanecer con la boca bien cerrada y todo en el Anzuelo actuaba como si el lugar fuese a disolverse en un montón de polvo si alguien descuidaba el más pequeño trámite.

Blaine se dispuso a marcharse.

—Perdone, señor Blaine, pero descuidó usted de anotar cuándo volverá para la evaluación.

—Mañana temprano, a las nueve — repuso brevemente Blaine.

Ya podría anotar cuanto quisiera, ya que él no pensaba volver más. Ya había perdido treinta minutos, no podía malgastar ni uno más.

El recuerdo de la memoria de aquella noche de hacía ya tres años atrás, se le hizo más agudo a medida que transcurrían los segundos. Podía recordarlo, no sólo por las palabras, sino hasta en el tono que se empleó con ellas. Cuando Godfrey Stone le había telefoneado aquella noche, allí se oían perfectamente los sonidos de unos sollozos en su garganta, como si hubiese estado corriendo desesperadamente, y en los que se notaban un sentimiento de pánico.

—Buenas noches a todos.

Se dirigió hacia el corredor y cerró la puerta tras él, hallándose el lugar completamente vacío a su alrededor. Las puertas laterales se hallaban todas cerradas, aunque algunas luces brillaban en el interior. El corredor estaba completamente desierto y todo se hallaba en la mayor quietud. Pero aun dentro de aquella quietud y soledad, se intuía una sensación de maciza vitalidad, como si todos los del Anzuelo permaneciesen a la escucha. Como si todo aquel poderoso complejo no dejara jamás de montar la vigilancia y jamás descansaran del todo, en los laboratorios y estaciones experimentales, en las factorías y en las universidades, en todas las oficinas de proyectos, en las vastas bibliotecas y en los almacenes y todo lo demás. Se detuvo un momento, considerando la situación. Todo era sencillo. Podía salir de allí y una vez hecho, nada habría que pudiera detenerle. Podría tomar su coche del aparcamiento, que se encontraba a cinco bloques de edificios más allá, y dirigirse hacia el norte, hacia la frontera. Pero aquello sería demasiado simple, demasiado fácil. Sería lógicamente el camino que los del Anzuelo supondrían que habría tomado. Y había algo más: el pensamiento machacón, la monstruosa duda. ¿Debería realmente salir corriendo?

Cinco hombres en tres años, desde aquello de Godfrey Stone… ¿era toda la evidencia?

Continuó adelante en el corredor de salida mientras que su mente iba analizando toda suerte de dudas. Llegó a la conclusión de que no había lugar para las dudas. Cualquier duda que pudiese surgir, no le impediría tener la certeza de que se hallaba en el camino recto, aunque tal rectitud fuese una posición intelectual y la duda emocional.

Se convenció a sí mismo de que todo quedaba reducido a un simple factor: no deseaba huir y escapar del Anzuelo, le gustaba quedarse allí, no deseaba salir… Pero aquello le había causado una lucha interior que duraba meses. Y había llegado a la decisión final. Llegado el momento, se iría. No importaba cuánto deseaba quedarse, tiraría todas las cosas por la borda y huiría. Godfrey Stone, en su desesperada huida, le había hecho una llamada, no de ayuda, sino de aviso.

—Shep — le había dicho, con voz sollozante y entrecortada, como si se hallase corriendo desesperadamente —. Shep, escucha y no me interrumpas. Si alguna vez comienzas a sentirte enajenado, márchate en el acto. No esperes ni un minuto más. Márchate sin pensarlo. — Y el receptor cayó sobre el aparato telefónico. Aquello fue todo.

Blaine recordaba cómo había permanecido allí, todavía con el teléfono en la mano.

—Sí, Godfrey — había respondido, aun sabiendo que al otro extremo sólo existía el silencio —. Sí, Godfrey, lo recordaré. Gracias y buena suerte.

Y no había mediado ni una sola palabra más de nuevo. Jamás había vuelto a saber nada de Godfrey Stone.

«Si llegas a enajenarte…», le había dicho Stone. Y ahora se hallaba a sí mismo convertido en un ser enajenado, extraño, ya que podía sentir la extrañeza de una fantástica criatura cósmica de otro mundo, arrinconada en un escondite secreto de su cerebro. Allí estaba la advertencia, materializada ahora de su amigo Stone. Pero, ¿qué habría ocurrido con los otros? Ciertamente que no habrían encontrado el Color de Rosa, como él, a cinco mil años luz de distancia. ¿Cuántos otros caminos podrían convertir a un hombre en un ser enajenado?

El Anzuelo sabría que él ya lo era. No había forma de poder ocultarlo, de disimularlo. Lo sabrían en cuanto pasaran los registros de la máquina estelar y le pondrían inmediatamente bajo estrecha custodia, vigilándole constantemente, ya que conocerían el hecho de haberse enajenado, aunque no se calcularan, ni el alcance, ni la manera en que se había vuelto un ser de otro mundo. Su vigilante secreto podría hablarle amistosamente, incluso con simpatía, tratando de arrancarle de su cerebro el elemento extraño insertado, para descubrir lo que pudiera ser.

Llegó al ascensor y cuando tocaba el botón, se abrió una puerta del hall.

—¡Oh, Shep, es usted! — dijo el hombre que apareció en la puerta —. Le oí bajando al hall. Me imaginaba quién podría ser…

Blaine se volvió hacia el ascensor.

—Sí, claro, es que me marchaba en este momento.

—¿Por qué no viene usted un momento?— le invitó Kirby Rand —. Es una ocasión excelente para abrir una botella y tomarse un trago.

No era momento de vacilaciones. O aceptaba la invitación de tomarse una o dos copas o se marcharía con cualquier excusa cortés. Y de ser así Rand entraría en sospechas, ya que la sospecha era el oficio de Rand. Era el jefe de seguridad del Anzuelo.

—Gracias — repuso Blaine tan naturalmente como pudo —. Por poco tiempo. Hay una chica por medio. Y no deberé dejar que me espere…

«Aquello — pensó Blaine — sería la mejor forma de bloquear una excesiva detención bebiendo y charlando, o que surgiera la invitación para cenar o ir a algún espectáculo» Oyó subir el ascensor; pero se apartó, no tenía más remedio que aceptar. Mientras pasaba a la oficina de Rand, éste le golpeó en el hombro con aire campechano. —¿Un viaje feliz, eh?

—Sin el menor inconveniente.

—¿Muy lejos?

—Sobre unos cinco mil…

Rand movió la cabeza de un lado a otro.

—Supongo que es una tontería preguntar eso — dijo—. Todos viajan ahora a grandes distancia. Hemos ido terminando las exploraciones más cercanas. Tras otros cien años a partir de ahora, y tendremos que hacerlo a diez mil años luz.

—Bah, no hay gran diferencia — repuso Blaine —. Una vez que se proyecta la mente, allá se va y la distancia no es ningún factor de importancia. Quizá más tarde se sufra algún retraso, a medio camino de la Galaxia; pero incluso entonces, cuando eso llegue, ni siquiera puede que ocurra.