—Los teóricos de casa dicen que no… — dijo Rand.
Se dirigió a través de la oficina hacia el macizo mueble que le servía de biblioteca y de uno de los compartimientos extrajo una botella que destapó.
—Usted ya sabe, Shep — continuó Rand — estamos metidos en un asunto fantástico, que queremos llevar adelante a grandes saltos, aunque a veces se convierta en una cosa aburrida para nosotros. Pero la fantasía siempre sigue teniendo su cabida en todo ello.
—Sí, precisamente porque llega tarde a nosotros — comentó Blaine —. Quizá será porque forzamos nuestra capacidad demasiado, a veces. Tenemos en nosotros todo el tiempo y nunca lo habíamos usado. Porque no era una cosa práctica, sino más bien algo fantástico. Porque no quisimos realmente creer en él. Los antiguos se aferraron al borde; pero no supieron comprenderlo. Pensaron que aquello sería lo mágico.
—Y eso es lo que todavía cree mucha gente — insinuó Rand.
Rand llenó dos vasos, puso en su interior unos trocitos de hielo del refrigerador incrustado en la pared y alargó uno a Blaine.
—Bebamos.
Rand se dejó caer en un cómodo sillón próximo a donde se hallaba.
—Siéntese, Shep — dijo a Blaine —. No creo que tenga demasiada prisa. Y permaneciendo de pie, creo que pierde algo del placer de beberse este trago.
Blaine tomó asiento.
Rand puso los pies por encima de la mesa y se echó hacia atrás confortablemente.
¡No pierdas más de veinte minutos!
Y allí sentado, con el vaso en el hueco de la mano, en el segundo que medió de silencio antes de que Rand volviese a hablar, Blaine pareció sentir una vez más que podía sentir el pulso de aquella cosa gigantesca que era el Anzuelo, asentado en la tierra madre, al norte de Méjico, como si tuviese corazón, pulmones y un sistema circulatorio palpitante viviente, que él pudiese escuchar y percibir claramente.
A través de la gran mesa de despacho, Rand hizo una mueca que quiso aparecer de graciosa genialidad.
—Ustedes son unos tipos que lo pasan en grande — dijo —. Yo les envidio muchas veces…
—Es un oficio — repuso Blaine.
—Usted estuvo hoy a cinco mil años luz de distancia Y habrá podido obtener alguna cosa de semejante experiencia.
—Supongo que habrá sido como una especie de satisfacción — contestó Blaine —. La excitación intelectual de conocer donde esta uno. Actualmente, es como si hubiera uno conseguido también algo de otra vida distinta.
—Cuente, cuéntemelo — insistió Rand.
—No es cosa que pueda contarse. Encuentro esto, cuando el tiempo va corriendo. No pude tener oportunidad alguna para hacer nada, hasta que fui traído de regreso. Debería usted también comprobar algo de eso, Kirby.
Rand sacudió la cabeza.
—Me temo que no esté a mi alcance — repuso Rand.
—Creo que el tiempo límite que se emplea no debería ser tan arbitrario. Se mantiene a un hombre la totalidad del tiempo de la experiencia, treinta horas exactamente, como a mí en este último viaje mental, y se le hace volver, sin razón aparente alguna, cuando se encuentra al borde mismo de hallar algo interesante.
Rand hizo un gesto hacia Blaine.
—No me diga usted que no puede actuar como quiera — insistió Blaine —. Y no pretenda que eso es imposible. El Anzuelo tiene docenas de científicos, clasificados y adiestrados en sólidas filas…
—Oh, supongo que eso sería posible — repuso Rand —. Nosotros nos limitamos únicamente a controlar las experiencias.
—¿Miedo de que alguno se reprima?
—Eso es bien posible — dijo Rand.
—¿Y para qué? — preguntó Blaine —. Uno no es un hombre que se encuentre nunca en el interior, sino un cuerpo humano con su mente, enjaulado en una elegante máquina.
—Nos gusta tal y como es — dijo Rand —. Después del todo, ustedes son unos individuos de gran valor, y necesitamos tomar medidas de seguridad. ¿Qué ocurriría si se perturbara a cinco mil años luz de distancia de este lugar? ¿Y qué, si ocurriese algo y usted, por ejemplo, se hallase totalmente incapacitado de ejercer ningún control? Lo perderíamos, pues. Pero por este procedimiento, todo es automático. Cuando les enviamos al exterior, sabemos el momento en que deben hallarse de vuelta.
—Nos dan ustedes un valor demasiado excesivo — dijo Blaine secamente.
—En absoluto — respondió Rand —. ¿Se da usted cuenta cuánto tenemos invertido en ustedes? ¿Tiene usted idea de a cuantos hombres debemos probar y reprobar, hasta conseguir uno que nos sirva? Uno que sea al mismo tiempo telépata y sea también al mismo tiempo una clase de teleportador, uno que tenga el equilibrio mental suficiente como para soportar el impacto de cualquier cosa extraña que descubra en las lejanías del espacio y, finalmente, que además de todo eso, sea leal al Anzuelo.
—Ustedes compran la lealtad — dijo Blaine —. No existe ninguno de nosotros que jamás haya reclamado por no estar bien pagado.
—No es a eso a lo que me refería — repuso Rand — y usted lo sabe muy bien.
«¿Y qué calificaciones tenía un tipo como Rand para la seguridad?», pensó Blaine. El atisbar era una de sus cualidades, la cualidad de mirar en la mente de los demás; pero ninguna evidencia había existido en todos aquellos años, para que Rand fuese un escudriñador de mentes ajenas. Si lo era, ¿para qué tenia a sus órdenes a aquellos hombres de su Departamento, cuyo sólo propósito consistía en la habilidad para olfatear y atisbar?
—De todos modos — repuso Blaine en voz alta —, no veo cuál sea la finalidad de todo eso, no dándonos tiempo suficiente para nuestro propio empleo, fuera del control de la máquina. Podríamos…
—Y no veo tampoco por qué tendrían ustedes que preocuparse — interrumpió Rand —. Volverá usted a su precioso planeta. Puede usted recomenzar por donde ahora ha terminado.
—Ah, sí, claro, por supuesto, volveré de nuevo. Lo encontré yo, ¿no es cierto? Eso me concede una cierta propiedad.
Blaine acabó la bebida, puso el vaso sobre la mesa e hizo intención de marcharse.
—Bien, me marcho — dijo —. Gracias por la bebida.
—Encantado, Shep — repuso Rand —. No puedo retenerle más tiempo. ¿Volverá mañana?
—A las nueve en punto — contestó Blaine.
IV
Blaine pasó a lo largo de la enorme y ornamentada entrada que daba a la gran plaza, donde en circunstancias ordinarias se habría detenido para tomarse unos cuantos tragos, en aquella interesante parte del día. Las lámparas callejeras aparecían como suaves globos de luz y los árboles murmuraban contra la brisa del crepúsculo. Los paseantes, sobre las aceras, daban la impresión de sombras escurridizas y los coches se deslizaban rápidos con una prisa sin respiro; pero sin ruido, muy quietamente. Sobre todo aquello parecía suspenderse la magia de una noche de otoño.
Blaine se dirigió hacia el aparcamiento de coches.
«Concédeme diez minutos más», se dijo a sí mismo, como si fuese una plegaria. Con aquel lapso de tiempo de diez minutos, existían una docena de sitios en donde podría esconderse para ganar un espacio de respiro, pensar y hacer planes. De todos modos, sin coche a la mano, no había planes posibles. Y habría tenido esos diez minutos, sencillamente, con la suerte de no encontrarse a nadie que hubiera podido reconocerle.
Sintió el terror surgir como un hervidero de espuma en su cerebro. No era su terror, no era un terror humano. Era algo negro y abismal, un terror aullante, cuyas garras le desgarraban la mente, y cuyo origen estaba en una mente que no podía ocultar por más tiempo los horrores de un planeta extraño; que no podía seguir ocultando dentro del suyo, un cerebro extraño igualmente; y que le había puesto en una situación insoportable. Blaine luchó contra aquel terror espantoso, apretando los dientes, sabiendo con una ráfaga intuitiva, que no era él, Sheperd Blaine, el que se hallaba presa de semejante terror, sino aquel otro, aquel espía de su cerebro. Y se dio cuenta, al pensar en ello, que apenas podría separar a los dos; y que se hallaban inexorablemente atados, ligados para encararse con un mismo y común destino.