—Dice usted que no está metido en la política — continuó —. Creo recordar que me dijo en alguna ocasión que era un viajero del espacio.
Blaine afirmó con la cabeza.
—Eso significa que sale usted al espacio cósmico y visita otras estrellas.
—Supongo que así es.
—Entonces, usted es un parakino.
—Suponía que emplearía usted esa palabra al referirse a mí; pero debo advertirle con toda franqueza que tal nombre no suele emplearse regularmente entre la sociedad educada.
La respuesta se perdió en Dalton. Era un hombre inmune a toda vergüenza.
—Bien, ¿cómo podría decirla entonces?
—Realmente, señor Dalton, yo no puedo explicárselo.
—¿Y va usted solo?
—Bien, no completamente solo. Tomo conmigo una registradora.
—¿Una registradora?
—Sí, una máquina que lleva mecanismos de registro, altamente miniaturizados, por supuesto, y que conserva informes y registros de cualquier cosa que pueda ser vista.
—¿Y esa máquina viaja con usted…?
—No, no lo comprende. Yo la llevo conmigo, al igual que usted sale de su casa con una cartera de negocios.
—Entonces, ¿viajan juntas su mente y esa máquina?
—Exactamente, sí señor. Mi mente y esa máquina.
—¡No me diga!
Pero Blaine no se molestó en volver a responderle.
Dalton tomó el cigarro, que tenía nuevamente destrozado por todas partes de mordisquearlo furiosamente, y lo tiró por un rincón, intentando meterlo dentro de una papelera.
—Y volviendo a lo que estábamos hablando antes — continuó Dalton, con tono solemne y pontifical —. El Anzuelo posee todas esas cosas de mundos extraños y supongo que estarán en su derecho. Comprendo que las comprueben completamente, antes de ponerlas en el mercado. No habría nada malo que pensar contra ellos, no señor, en absoluto, si esas mercancías, esos artículos los enviasen a los mercados a través de los sistemas regulares del comercio. Pero ellos no lo hacen. No permiten de ningún modo a nadie que venda nada. Ellos tienen su propio sistema y para añadir insulto a la injuria de su conducta, llaman a sus establecimientos de negocios Puestos Comerciales. ¡Vamos, como si estuviesen tratando con un puñado de salvajes!
Blaine sonrió entre dientes. —Hace ya tiempo que alguno, en el Anzuelo, tuvo que haber tenido un marcado sentido del humor. Créame, señor Dalton, es una cosa dura de creer.
—Artículo tras artículo — continuó Dalton irritado —, están contribuyendo a arruinarnos. Año tras año están suprimiendo o cancelando comodidades para las que existía una demanda. Es como un proceso de erosión que nos está aniquilando. No es una amenaza brutal, es más bien una segura y lenta destrucción. Y ahora he oído decir que piensan abrir al público su sistema de transporte. Y ya podrá imaginarse la catástrofe que eso acarrearía al viejo sistema comercial.
—Sí, ya lo supongo — dijo Blaine —. Con eso se pondría fuera de la circulación a los carreteros y a cierto número de líneas aéreas.
—Usted sabe muy bien que eso ocurriría. No existe sistema alguno de transporte que pudiese competir con el sistema teleportador.
—Creo — repuso Blaine — que la respuesta sería que usted montase por su cuenta un sistema teleportador también. Hace años que ha podido hacerlo. Ha podido usted echar mano de mucha gente que ya no está con el Anzuelo y que le habría enseñado a establecerlo.
—¡Chiflados, fanáticos! — repuso Dalton con repugnancia.
—No, Dalton, nada de chiflados ni de fanáticos. Sólo gentes como las demás que tienen poderes paranormales y que pusieron al Anzuelo en el lugar que hoy ocupa, esto es, los verdaderos poderes que usted ahora admira en el Anzuelo y que usted deplora, en cambio, entre la demás gente, su propia gente.
—No nos atreveríamos — contestó Dalton —. Existe una situación social.
—Sí, ya sé — añadió Blaine —. La situación social. La que acaba crucificando a las gentes sencillas y felices.
—El clima moral resulta confuso a veces.
—Sí, claro, debía haberlo imaginado — concluyó Blaine.
Dalton tomó nuevamente el cigarro y lo miró con disgusto y repugnancia. Estaba apagado por un extremo y machacado por el otro. Tras vacilar un momento, acabó por tirarlo sobre una maceta de una planta exótica. Se echó hacia atrás y se puso las manos sobre el vientre, en actitud beatífica esta vez, y se puso a mirar contemplativamente el techo.
—Señor Blaine — dijo pausadamente.
—¿Sí?
—Usted es un hombre de gran discernimiento y de integridad. Y que además siente una gran impaciencia de pensamientos y de ideas. Me ha batido usted rápidamente al tratar de dos materias de conversación y me gustaría saber cómo lo ha conseguido.
—Estoy a su disposición.
—¿Cuánto le paga esa gente?
—Bastante — fue la fría respuesta de Blaine.
—Es una expresión demasiado vaga lo de bastante. Yo nunca he visto a un hombre…
—Si está tratando de comprarme, es que debe hallarse fuera de sus cabales.
—No se trata de comprarle. Digamos, alquilarle. Usted conoce los pros y los contras del Anzuelo. Usted conoce a mucha gente, y en capacidad consultiva usted es un hombre inestimable. Deberíamos discutir esto…
—Perdone, señor — dijo Blaine —. Pero yo soy totalmente inútil para usted. Bajo las presentes circunstancias, no le prestaría el menor servicio.
«Ya permanecía demasiado tiempo allí», pensó Blaine. Había comido, bebido y charlado con Dalton. Y entonces, lo que necesitaba urgentemente era marcharse y desaparecer.
Se oyó el susurro de un tejido de mujer y una mano se puso sobre su hombro.
—Shep — dijo Charline Whitier —, ha sido encantador por tu parte el que hayas venido.
Blaine se levantó y saludó a la chica.
—Y de tu parte, también, el invitarme.
Ella parpadeó vivamente.
—¿Es que te he invitado realmente?
—No — respondió Blaine —. Seamos honrados. Freddy me trajo. Espero que no te haya importado.
—Ya sabes que siempre eres bienvenido a mi casa. — Y con la mano apretó el brazo de Blaine — Hay alguien a quien debes conocer. Nos perdonará usted, señor Dalton…
—No faltaba más. Y la chica se llevó a Blaine.
—Creo que esto es algo rudo por tu parte, Charline — dijo Blaine.
—He venido a rescatarte — le dijo la chica —. Es un tipo temible. No sé cómo ha llegado hasta aquí, ya que estoy segura de no haberle invitado.
—¿Quién es exactamente? — le preguntó Blaine —. Me temo que jamás llegaría a comprenderle.
Ella se encogió de hombros.
—Es la cabeza rectora de cierta delegación de importantes negocios. Viene aquí para tratar sus penas hacia el Anzuelo.
—Sí, ya lo ha dejado entender bien claro. Se muestra airado y de lo más desgraciado.
—Todavía no has tomado ningún trago, querido — insinuó Charline.
—Acabo de terminar uno.
—¿Has comido algo? ¿Lo estás pasando bien? Tengo un nuevo dimensino, el invento del último grito…
—Quizá vaya a verlo, Charline — repuso Blaine —. Quizá más tarde. Gracias de todos modos.
—Vamos, chico, ve y tómate otro trago. Tengo que saludar a varios otros invitados. Ya me contarás que ha sido de ti en estos últimos tiempos. Hace mucho tiempo que no te veía.
Blaine sacudió la cabeza.
—Lo lamento mucho más de lo que podría expresarte con palabras. Te agradezco mucho que me lo hayas recordado.
—Bien, te veré luego.
Y se marchó; pero Blaine se le aproximó y la detuvo. —Charline —dijo —, ¿te ha dicho alguien que eres un precioso bombón?