—Nadie — repuso la chica —, absolutamente nadie. — Y poniéndose de puntillas le besó en una mejilla —. Y ahora, ve por ahí y diviértete.
Blaine permaneció observando unos instantes cómo se alejaba graciosamente la chica y se perdía entre los invitados de la fiesta.
En su cerebro comenzó a rebullir el Color de Rosa, con una pregunta implícita en aquel leve movimiento.
«Sólo un momento — le repuso mentalmente Blaine—.Permíteme manejar esta situación un poco más lejos. Después discutiremos.»
Y sintió la gratitud, la repentina sensación de haber sido reconocida.
«Nos marcharemos — dijo nuevamente Blaine telepáticamente —, hemos de hacerlo en seguida, no te preocupes. Nos hallamos ligados el uno al otro.»
Y Blaine sintió la cosa Color de Rosa removerse de nuevo en su mente. Parecía de nuevo estar también asustada; pero en seguida cambió, aceptando la situación, aunque la situación debía resultarle horrible, ya que su lugar estaba en un sitio lejano, lleno de paz y serenidad en aquella estancia azul del lejano planeta de donde procedía.
Blaine se movió sin objetivo fijo por la habitación, dando una vuelta por el bar, deteniéndose un momento a curiosear la habitación donde se había instalado el dimensino y después se dirigió al salón de descanso. Debería marcharse inmediatamente. Antes de la luz del amanecer, o se hallaba a muchas millas de distancia o debería esconderse en cualquier parte. Pasó a lo largo de pequeños grupos de personas que charlaban, saludando a algunos conocidos o con un gesto de la mano. Le llevaría algún tiempo encontrar algún coche, en el cual, un conductor olvidadizo hubiera dejado puesta la llave de arranque. Podría ser que lo hallara; pero podría ser también que fracasara en tal propósito. Y en tal caso, ¿qué camino debería tomar? Escapar hacia las colinas, quizá, y esconderse por un día o dos, hasta resolver la situación de algún modo. Charline estaría dispuesta seguramente a prestarle ayuda; pero en el fondo sólo era una parlanchina y sería muchísimo mejor que se las arreglara por su cuenta, sin que la chica supiera nada. No existía nadie en quien pudiera confiar realmente, por el momento, para recibir una ayuda determinada. Algunos de sus compañeros del Anzuelo lo harían; pero teniendo en cuenta que no fuera algo que les resultara comprometedor personalmente. Quizá existirían muchos otros, pero era imposible determinarlo. Y habría quienes le venderían sin vacilar, si con ello ganaban alguna ventaja apreciable en cualquier aspecto.
Llegó hasta la entrada del salón de descanso y le pareció que salía del interior de un frondoso y espeso bosque a una llanura barrida por el viento limpio y puro donde poder respirar mejor. Allí, el parloteo de la gente sólo llegaba como un lejano murmullo y la atmósfera parecía más respirable. Se le fue la sensación de hallarse oprimido en medio de cuerpos y mentes y de la invisible red de intrigas que le envolvían por todas partes.
Se abrió la puerta que daba al exterior y una mujer entró en el salón.
—¡Harriet! — saludó Blaine —. Tenía que suponer que vendrías a la fiesta de Charline; ahora que recuerdo nunca te has perdido una. De paso recogerás alguna información importante y…
El impacto telepático de Harriet le hirió en el cerebro.
—Shep, eres un estúpido total. ¿Qué estás haciendo aquí? (Y la imagen de un mono con un sombrero ridículo en la cabeza, una cola de caballo y un irrisorio símbolo fálico.)
—Pero, tú…
—Por supuesto. ¿Por qué no? ¿Piensas sólo en el Anzuelo? ¿Solamente en ti mismo? Secreto, seguro, pero yo también tengo un derecho a los secretos. ¿Qué otra cosa recogería un buen periodista, montones de sucios chismes, chorros de estadísticas sin fin, con una gran oreja bien abierta para captarlo todo?
Harriet Quimby dijo con dulzura y vocalmente:
—No me perdería las fiestas de Charline por nada del mundo. Se encuentra una con gente tan sorprendente…
—Mal sistema — repuso Blaine con reprobación, ya que era un mal sistema en realidad el usar de la telepatía, y nunca, desde luego, en una función social.
—¡Al infierno con todo! — continuó Harriet telepáticamente —. Pon atención a lo que voy a decirte. Se sabe por toda la ciudad. Ellos saben dónde estás y vendrán a buscarte inmediatamente, si es que no están ya aquí mismo. Vine tan pronto como pude. Habla en voz alta, estúpido. ¡Y sigamos aquí!
—Estás perdiendo tu tiempo — dijo Blaine —. No hay aquí ninguna gente sorprendente. Es el lote de gente más pobre que Charline haya podido reunir. ¡¡¡Soplones todos!!!
—Quizá. Tenemos que intentar nuestra oportunidad. Estás en la estacada al igual que Stone. Justo como todos los demás. Estoy aquí para ayudarte.
Blaine repuso en voz alta:
—He estado charlando de negocios y ha resultado algo desagradable. Y ahora precisamente salía a respirar un poco de aire puro. ¡Stone! ¿Qué sabes tú de Stone?
—No importa ahora. En tal caso me iré. No acostumbro a perder e ^tiempo. Tengo mi coche abajo en la carretera; pero no puedes marcharte sin mí. Iré delante y tendré el coche dispuesto para salir disparados. Procura rondar un poco y disimular y vete después a la cocina (un mapa de la casa con una raya roja que conducía a la cocina).
—Sé donde está la cocina.
—No cometas torpezas. Nada de movimientos repentinos, recuérdalo. Compórtate como los demás, incluso fingiendo que estás aburrido mortalmente. (Una imagen representando a una serie de señores, con los ojos semicerrados por el alcohol y el sueño, con los hombros caídos bajo el peso de un terrible aburrimiento, unas grandes orejas abiertas para escucharlo todo y una helada sonrisa en los labios). Pero procura dirigirte cuanto antes a la cocina, y entonces toma en seguida la puerta de al lado, que conduce a la carretera.
—¿No querrás decir que vas a marcharte ahora… así? — dijo Blaine en voz alta —. Mi opinión, puedo asegurarte, es frecuentemente equivocada sobre las fiestas. Pero, ¿y tú? ¿Por qué haces esto? ¿Qué consigues con hacerlo? (Perplejidad. Una persona irritada llevando en la mano un saco vacío.)
—Te quiero. (Un mosaico con dos corazones tallados y enlazados dentro.)
—Mientes. (Una pastilla de jabón lavando enérgicamente una boca.)
—No se lo digas, Shep — dijo Harriet —. Le destrozaría el corazón a Charline. Soy un periodista y estoy trabajando en una novela de la que tú formas parte.
—Olvidas una cosa. El Anzuelo puede estar esperando en la boca del cañón.
—Shep, no te preocupes. Lo tengo todo bien preparado. Les volveremos locos.
—De acuerdo, pues — repuso Blaine —. No diré una palabra. Te veré después por la fiesta. Y gracias.
La chica abrió la puerta y se marchó, y Blaine pudo oír el sonido de sus pasos atravesando el patio y bajar después las escaleras.
Blaine se volvió lentamente hacia las habitaciones llenas de gente, en plena fiesta, y mientras atravesaba la puerta de acceso, el ruido de conversaciones estalló de nuevo dándole en el rostro como una bofetada. Era el ruido de muchas personas hablando a la vez, sin importarle mucho lo que decían, ni tampoco el sentido de sus palabras, sino el simple hecho de hablar por hablar hasta formar un mar de ruido confuso y molesto. Así, resultaba que Harriet era una telépata, algo que nunca podía haber sospechado… y además periodista y con talento. «Mujeres de boca cerrada», pensó Blaine, aunque se le ocurrió imaginar si existiría una mujer en el mundo con tal virtud. Si bien Harriet, recordó Blaine, era más periodista que mujer. Se la podía poner a la altura de los mejores escritorzuelos.
Se detuvo un momento en el bar, donde tomó un whisky con hielo y soda, permaneciendo unos momentos abstraído, mientras tomaba la bebida a tragos. Debería no aparentar tener prisa; pero también debería salvar a toda costa el obstáculo de enfrascarse en cualquier conversación que le hiciera perder el tiempo. No había tiempo para ello.