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– Yo me ocuparé de ella, señor Coyne. Envíela, que la estaré esperando -remató Craddock.

Jude la llevó a la estación Penn. La joven estuvo del mejor ánimo toda la mañana. Él sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por ser la persona que había conocido tiempo atrás, no el ser desdichado que realmente era. Pero en cuanto la miraba sentía otra vez aquella sensación seca y de frío en el pecho. Sus sonrisas de duende, la manera en que se colocaba el pelo para dejar al descubierto los muy decorados y rosados lóbulos de sus orejas, su última ráfaga de preguntas tontas, todo eso le parecían ahora frías manipulaciones que sólo conseguían alejarle aún más de ella.

Sin embargo, Anna no daba la menor señal de sospechar que él la estaba repudiando, y en la estación Penn se puso de puntillas y se apretó alrededor del cuello de Jude, en un abrazo fuerte, un abrazo sin ninguna connotación sexual. Cuando lo besó, fue con un roce de labios sobre la mejilla, como el de una hermana.

– Nos hemos divertido mucho, ¿no? -preguntó. Siempre con sus preguntas.

– Sí -respondió él. Podía haber dicho algo más…, que la llamaría pronto, que se cuidara más…, pero no le salió nada, no podía ofrecerle buenos deseos. Cuando le llegó el impulso de ser tierno, de ser compasivo, escuchó la voz del padrastro en su cabeza, cálida, amigable, persuasiva: «Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella de rock para ella».

Anna sonrió, como si él hubiera respondido con algo muy ingenioso, y le apretó la mano. Se quedó lo suficiente como para verla subir al vagón, pero no esperó la partida del tren. El andén estaba lleno de gente y había mucho ruido. Se sentía acosado, y se abrió paso casi a empujones. Además, el hedor de aquel lugar -olor a hierro caliente, orina rancia y cuerpos tibios y sudorosos- le oprimía.

Pero fuera no se sentía mucho mejor, empapado por la fría lluvia otoñal de Manhattan. La sensación de ser empujado, de estar apretado por todas partes, siguió con él todo el camino de regreso al hotel Pierre, todo el camino de regreso a la tranquilidad y soledad de su suite. Se sentía con ánimo belicoso, necesitaba hacer algo, tenía que desahogarse de alguna manera.

Cuatro horas después estaba precisamente en el lugar adecuado, en el estudio de la emisora de Howard Stern, donde insultó, intimidó y humilló a los acompañantes del locutor, tontos aduladores, cuando tuvieron la osadía de interrumpirlo. Allí pronunció su encendido sermón de perversión y odio, caos y ridículo. A Stern le encantó. Su equipo sólo quería saber cuándo podía Jude hacerles el favor de regresar.

Ese fin de semana estaba todavía en la ciudad de Nueva York, y con el mismo humor, cuando aceptó encontrarse con algunos de los tipos del equipo de Stern en un club de strip-tease de Broadway. Eran precisamente las mismas personas de las que se había burlado delante de una audiencia de millones de individuos. No consideraron que fuera algo personal. Ser objetos de burla era su trabajo. Estaban locos por él. Pensaban que había estado maravilloso.

Su humor, sin embargo, no había mejorado. Pidió una cerveza que no bebió y se sentó al final de una pasarela que parecía un largo panel de vidrio congelado, iluminado desde abajo con suaves luces azules. Las caras, en sombras, alrededor de la pasarela tenían todas mal aspecto para él, le resultaban antinaturales, enfermizas, desagradables, como rostros de ahogados. Le dolía la cabeza. Cuando cerró los ojos, vio el chocante y deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales que era el preludio de una migraña.

Cuando abrió los ojos, una muchacha cayó de rodillas frente a él, con un cuchillo en una mano. Tenía los ojos cerrados. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que la parte posterior de la cabeza tocó el suelo de vidrio y su pelo negro, suave y ligero se extendió por la pasarela. Todavía estaba de rodillas.

Movió el arma sobre su cuerpo, un cuchillo indio de caza, con un filo ancho y dentado. Llevaba un collar de perro con anillos plateados, un body con encaje por delante, que apretaba los pechos uno contra otro, y medias negras.

Cuando el mango del cuchillo estuvo entre las piernas, con la hoja apuntando al techo -haciendo sin duda la parodia de un pene-, lo lanzó al aire, sus ojos se abrieron de golpe y lo atrapó al caer. Lo hizo mientras arqueaba la espalda, levantando los senos hacia el techo, como si hiciese una ofrenda.

Cortó el encaje negro por la mitad, abriendo una cuchillada roja, oscura, como si se hubiera abierto ella misma desde la garganta hasta la entrepierna. Rodó y se quitó el traje. Debajo estaba desnuda, sólo llevaba los anillos de plata que le atravesaban los pezones y colgaban de los pechos, y un taparrabos que cruzaba sobre los huesos de la cadera. Su torso flexible y de piel delicada estaba pintado de color morado.

AC/DC estaba tocando If you want blood you got it, y lo que más excitó a Jude no fue el cuerpo joven y atlético de la chica, ni la manera en que sus pechos se balanceaban con las argollas de plata atravesando los pezones, ni siquiera su mirada directa y serena.

Fueron los labios que apenas se movían. Dudó que alguien más en todo el lugar, aparte de él, lo hubiera notado. Estaba cantando para sí misma, cantando junto con AC/DC. Se sabía todas las letras. Fue la cosa más excitante que había visto en meses.

Levantó su cerveza hacia ella, pero descubrió que la copa estaba vacía. No recordaba haberla bebido. La camarera le llevó otra unos minutos después. Ésta le informó de que la bailarina del cuchillo se llamaba Morphine y era una de las muchachas más conocidas del lugar. Le costó un billete de cien dólares conseguir su número de teléfono y enterarse de que estaba bailando allí desde hacía unos dos años, casi desde el día en que se había bajado del autobús de Georgia. Y le costó otros cien saber que, cuando no trabajaba desnudándose, respondía al nombre de Marybeth.

Capítulo 27

Jude se puso al volante justo antes de que entraran en Georgia. Le dolía la cabeza. Notaba una incómoda sensación opresiva, en los ojos más que en ninguna otra parte. El malestar era agravado por la luz del sol sureño, que refulgía prácticamente en todo lo que tocaba: guardabarros, parabrisas, señales de tráfico, carteles publicitarios, postes metálicos. Si no hubiera sido por la jaqueca, aquel cielo luminoso le habría deleitado, proporcionándole placer. No en vano estaba de un profundo, oscuro, color azul sin nubes.

Al acercarse al límite con el estado de Florida, empezó a experimentar una sensación de ansiedad expectante, un creciente cosquilleo nervioso en el estómago. A esas alturas, Testament estaba apenas a cuatro horas de viaje. Llegarían esa noche a la residencia de Jessie Price, de soltera McDermott, hermana de Anna, hijastra mayor de Craddock. Y no sabía qué iban a hacer cuando llegaran al sitio en cuestión.

Se le había pasado por la cabeza la idea de que, cuando la encontrara, el asunto podría terminar con la muerte de alguien. Incluso pensó, medio en serio, que quizá estaría bien matarla. Se lo merecía, desde luego, pero por primera vez, ahora que se acercaba el momento de estar cara a cara con ella, la idea se convirtió en algo más que una simple imaginación de un hombre enfadado.

Había matado pequeños cerdos cuando era niño. Los agarraba por las patas y les aplastaba los sesos contra el suelo de hormigón de uno de los cobertizos de la granja de su padre. La técnica consiste en voltearlos en el aire para luego golpear el suelo con ellos, haciendo cesar sus desagradables chillidos con el violento y hueco sonido de algo que se parte, el mismo ruido que hace una sandía cuando se la deja caer desde gran altura. A otros cerdos les había disparado con una pistola, imaginando que mataba a su padre.