OUIJA – TABLERO QUE HABLA – PARKER BROS.
Capítulo 29
Lo llevó a su dormitorio, donde se quitó la toalla de la cabeza y la dejó caer sobre una silla.
Era una habitación pequeña, situada debajo del tejado, con apenas espacio suficiente para ellos y los perros. Bon ya estaba acurrucada en la cama pequeña, arrimada a la pared. Georgia hizo un chasquido con la lengua, dio un golpe en la almohada, y Angus se fue de un salto junto a su hermana. Se echó.
Jude permaneció junto a la puerta cerrada -el tablero estaba en ese momento en sus manos- y se volvió, trazando un lento círculo, mirando con curiosidad el lugar donde Georgia había pasado la mayor parte de su infancia. No imaginaba que sería algo tan sólido y sano como lo que encontró. El cubrecama era una colcha de parches, con un dibujo de la bandera estadounidense. Un montón de unicornios de trapo, de aspecto polvoriento, de varios colores, estaba almacenado en una canasta de mimbre, en un rincón.
Había un tocador antiguo, de nogal, con un espejo que podía inclinarse hacia delante y hacia atrás. En el marco del espejo estaban colocadas varias fotos descoloridas por el sol, y en ellas se veía a una muchacha de grandes dientes y pelo negro. Era una adolescente de aspecto huesudo y algo varonil. En una de las fotos llevaba puesto el uniforme de los equipos juveniles, que era demasiado grande para ella, con las orejas sobresaliendo por debajo de la gorra. En otra instantánea estaba con varias amigas, todas ellas bronceadas por el sol, de pechos chatos, en bikini, en la playa de un lugar indeterminado, con un muelle en segundo plano.
La única semejanza de aquella muchacha con la persona en la que después se convirtió podía hallarse en una última fotografía, la de la ceremonia de graduación. Allí estaba Georgia, con birrete y toga negra. La acompañaban sus padres: una mujer marchita, con un vestido de flores que parecía sacado de una película antigua, y un hombre con cabeza en forma de patata, mal peinado y vestido con una barata americana deportiva de cuadros. Georgia posaba entre ellos, sonriente, pero sus ojos estaban sombríos, astutos y llenos de resentimiento. Y mientras sostenía su diploma en una mano, la otra permanecía levantada con un saludo muy heavy, con los dedos meñique e índice estirados, representando los cuernos del diablo. Destacaban la uñas pintadas de negro. Eso era todo.
Georgia encontró en el escritorio lo que estaba buscando, una caja de cerillas de cocina. Se inclinó sobre el alféizar para encender algunas velas oscuras. Impresas en la parte trasera de sus pantalones cortos llevaba las palabras «equipo universitario». La parte de atrás de sus muslos estaba tensa y era fuerte gracias a cinco años de baile.
– ¿Equipo universitario de qué? -preguntó Jude.
Ella se volvió para mirarlo, con la frente arrugada. Luego dirigió los ojos hacia dónde él estaba mirando, echó un rápido vistazo a su propio trasero y sonrió.
– Gimnasia. De ahí saqué la mayor parte de mi número.
– ¿Allí fue donde aprendiste a lanzar el cuchillo?
Cuando actuaba tiraba cuchillos de atrezo, pero también era capaz de manejar uno de verdad. En cierta ocasión, para hacerle una demostración, había lanzado un machete a un tronco, a una distancia de seis metros, y lo había clavado con un ruido sordo y sólido, seguido de un sonido metálico y ondulante: el timbre musical, bajo y armónico, del acerco que vibra.
Le dirigió una mirada tímida y habló:
– Bah, no es para tanto, Bammy me enseñó a hacerlo. Bammy tiene un brazo que parece diseñado para arrojar cosas. Bolos, pelotas de béisbol… Tiene precisión. A los cincuenta años seguía lanzando pelotas para su equipo de béisbol. Nadie podía con ella. Su padre le enseñó a lanzar el cuchillo y ella me enseñó a mí.
Después de encender las velas, abrió unos centímetros las dos ventanas de la estancia, sin levantar las cortinas blancas, lisas. Cuando la brisa sopló, éstas se movieron y la pálida luz del sol se coló en la habitación, y luego disminuyó y enseguida volvió a crecer, produciéndose suaves oleadas de tenue luminosidad. Las velas no añadieron demasiada claridad, pero el perfume que producían era agradable, sobre todo al mezclarse con el fresco olor a hierba que llegaba del exterior.
Georgia se volvió, cruzó las piernas y se sentó en el suelo. Jude se puso de rodillas frente a ella. Las articulaciones crujieron.
Puso la caja entre ellos, la abrió y sacó el tablero del juego… ¿Un tablero de ouija era un juego, exactamente? En el cuadrado de color sepia estaban todas las letras del alfabeto, las palabras SÍ y NO, en mayúsculas, un sol con una cara que parecía la de un loco que reía y una luna que simulaba un rostro de expresión enojada. Jude colocó sobre el tablero una tablilla de plástico negro con forma de naipe.
– No sabía si podría encontrarlo -dijo Georgia-. No he visto esta maldita cosa probablemente desde hace ocho años. ¿Recuerdas la historia que te conté sobre aquella vez que vi un fantasma en el patio trasero de Bammy?
– Su gemela.
– Me asustó muchísimo, pero también me produjo curiosidad. Es gracioso cómo somos las personas. Porque cuando vi a la niña en el patio trasero, al fantasma, lo único que quería era que se fuera. Pero en cuanto se marchó, sentí deseos de volver a verla. Deseé con fuerza tener otra experiencia como ésa, encontrarme con otro fantasma.
– Y ahora tienes a uno pisándote los talones. ¿Quién dice que los sueños no se convierten en realidad?
Se rió.
– Por si no se cumplían fácilmente, no mucho después de haber visto a la hermana de Bammy en el patio trasero compré esto en una tienda barata. Una amiga y yo solíamos jugar con este tablero. Interrogábamos a los espíritus sobre los chicos del colegio. Y muchas veces yo movía la tablilla a escondidas, para que dijera lo que yo quería oír. Mi amiga, Sheryll Jane, sabía que yo le estaba haciendo decir cosas, pero siempre fingía creer que hablábamos realmente con un espíritu. Abría mucho los ojos, tanto que parecía que iban a salírsele de las órbitas. Yo movía la tablilla por todo el tablero de ouija, para que le dijera que algún muchacho del colegio guardaba una prenda de su ropa interior en el armario, y ella dejaba escapar un chillido diciendo: «¡Sabía que siempre ha estado loco por mí!». Ella era dulce y buena conmigo, y siempre aceptaba los juegos que a mí me gustaban. -Georgia se frotó la nuca. Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió lo más importante-: Una vez, sin embargo, estábamos jugando y la tablilla empezó a moverse por su cuenta. Yo no la movía aquella vez.
– Tal vez lo estuviera haciendo Sheryll Jane.
– No. Se movía por su cuenta, y las dos lo sabíamos. Noté que se movía sola porque Sheryll no hacía su habitual comedia de sorpresa, ojos abiertos y todo eso. Ella quería que se detuviera. Cuando el fantasma nos contó quién era, mi amiga protestó diciendo que no le hacía gracia que yo hiciera eso. Le expliqué que yo no estaba haciendo nada, pero ella insistió, me pidió por favor que dejara de hacerlo. Pero no quitó la mano de la tablilla.
– ¿ Quién era el espíritu?
– Su primo Freddy. Se había ahorcado aquel verano. Tenía quince años. Se querían mucho… Freddy y Sheryll. Mucho.
– ¿Qué quería?
– Dijo que en el establo de su familia había fotografías de hombres en ropa interior. Nos indicó de forma precisa dónde encontrarlas, escondidas bajo una tabla del suelo. Explicó que no quería que sus padres supieran que era gay y se sintieran peor de lo que ya se sentían; que había sido por eso por lo que se había matado, porque no quería seguir siendo homosexual. Entonces contó que las almas no son ni varones ni hembras. Son solamente almas. Allí no existe condición sexual, nadie es gay ni nada por el estilo. Si su madre se enteraba de lo ocurrido se entristecería por nada. Recuerdo exactamente eso, que usó el verbo «entristecerse».