– Anna esperó que la llamaras hasta el mismo día de su muerte. Como si hubiera alguna posibilidad de que eso ocurriera. ¿Qué hiciste tú? ¿Esperaste al menos una semana antes de seguir con tu recorrido estado por estado, en busca del coño más fácil del país?
El viejo rockero se ruborizó. No, ni siquiera aguantó una semana.
– No deberías enfadarte tanto -replicó él-, sobre todo si tenemos en cuenta que el coño en cuestión fue el tuyo.
– Lo sé, y me repugna. ¡Pon… tu… mano… otra vez en el maldito tablero! No hemos terminado con esto.
Jude había retirado la mano de la tablilla parlante, pero ante el arrebato de Georgia volvió a colocarla allí.
– Estoy muy enfadada con nosotros. Con los dos. Contigo por ser como eres, y conmigo por no hacer nada para evitar que continuaras comportándote así. Ahora, llámala tú. Ella no vendrá por mí, pero podría hacerlo por ti. Te estuvo esperando hasta el fin, y si alguna vez la hubieras llamado, habría acudido corriendo. Tal vez todavía quiera hacerlo.
Iracundo, Jude miró el tablero, el alfabeto con letras de tipo anticuado, el sol, la luna.
– Anna, ¿estás por ahí? ¿Anna McDermott se hará presente para hablar con nosotros? -clamó Jude.
La tablilla parlante era un trozo de plástico muerto, inmóvil. Esa cualidad material le agradaba. Hacía muchos días que no se sentía tan en contacto con el mundo real y las cosas cotidianas. Aquello no iba a funcionar. No estaba bien. Le resultaba difícil mantener la mano sobre la tablilla. Estaba ansioso por levantarse, por terminar con el enojoso asunto.
– Jude -dijo Georgia y luego se corrigió-. Justin. No abandones. Inténtalo otra vez.
Jude. Justin.
Miró fijamente sus dedos, colocados sobre la tablilla parlante, abajo, en el tablero, y trató de discernir qué era lo que no le parecía bien. Al instante, le vino a la cabeza. Georgia había dicho que los nombres verdaderos llevaban una carga en ellos, que las palabras adecuadas tenían el poder de hacer que los muertos regresaran junto a los vivos. Entonces pensó que Justin no era su nombre verdadero, que había dejado a Justin Cowzynski en Luisiana, cuando tenía diecinueve años, y que el hombre que bajó del autobús en Nueva York cuarenta horas después era alguien completamente distinto, capaz de hacer y decir cosas que no tenían nada que ver con Justin Cowzynski. Y lo que estaban haciendo mal en ese momento era llamar a Anna McDermott. Él nunca la había llamado de esa manera. Ella nunca fue Anna McDermott mientras estuvieron juntos.
– Florida -llamó Jude, casi en un suspiro. Cuando habló otra vez, su propia voz le sorprendió, de tan tranquila y segura como era-: Acércate y habíame, Florida. Soy Jude, querida. Lamento no haberte llamado. Te estoy llamando ahora. ¿Estás ahí? ¿Estás escuchando? ¿Todavía me esperas? Estoy aquí, ahora. Estoy aquí mismo.
La tablilla parlante saltó bajo sus dedos, como si hubieran golpeado el tablero desde abajo. Georgia dio un respingo al notarlo y lanzó un gritito. Se llevó la mano herida al cuello. La brisa cambió de dirección y movió las cortinas en sentido contrario al habitual, golpeándolas contra las ventanas. La habitación se oscureció. Angus levantó la cabeza con los ojos encendidos y brillantes, matizados por un reflejo verde muy poco natural. Daba miedo, a la débil luz de las velas.
La mano sana de Georgia había quedado sobre la tablilla y, en cuanto remitió el movimiento del tablero, comenzó a moverse. Flotaba en el ambiente una sensación sobrenatural, que hizo que el corazón de Jude se acelerase. Daba la impresión de que había otro par de dedos en la tablilla parlante, una tercera mano ubicada en el espacio que quedaba entre su mano y la de Georgia, y que hacía deslizarse el objeto de un lado a otro, moviéndolo sin control. Circulaba a su antojo por el tablero, tocaba una letra, se quedaba allí durante un momento, luego giraba sobre sí misma, por debajo de sus dedos, obligando a Jude a torcer la muñeca para mantener la mano posada sobre el plástico.
– Q -dijo Georgia, visiblemente falta del aliento-… U… E…
– «Qué» -descifró Jude. La tablilla continuó encontrando letras, y Georgia siguió leyéndolas: una T, una E, una D. Jude escuchaba, concentrado en lo que estaba deletreando.
– «Qué te detuvo» -dijo Jude.
La tablilla dio media vuelta y se paró, chirriando débilmente.
– «Qué te detuvo» -repitió Jude.
– ¿Y si no es ella? ¿Si es él? ¿Cómo sabemos con quién estamos hablando?
La tablilla se movió antes, incluso, de que Georgia hubiera terminado de hablar. Era como tener un dedo sobre un disco que había comenzado a girar repentinamente.
– P… O… R… Q… U… E… E… -iba diciendo Georgia.
– «Por… qué… el… cielo… es… azul» -descifró Jude. La tablilla se quedó quieta-. Es ella. Ella siempre decía que prefería hacer preguntas y no responderlas. Llegó a convertirse en una especia de broma entre nosotros
Era ella. Innumerables imágenes pasaron de golpe por la cabeza de Jude, como una abrumadora serie de vividas instantáneas. Ella estaba en el asiento trasero del Mustang, desnuda sobre el cuero blanco, sólo con sus botas vaqueras y un sombrero cubierto de plumas, mirándolo por debajo del ala, con los ojos brillantes y traviesos. Anna le tiraba de la barba, entre bastidores, en el espectáculo de Trent Reznor, mientras él se mordía los labios para no gritar. Anna muerta en la bañera, algo que él nunca había visto, aunque sí imaginado; y el agua era tinta, y su padrastro, con su traje negro de empresario de pompas fúnebres, estaba de rodillas junto a la bañera, como si rezara.
– Vamos, Jude -insistió Georgia-. Habla con ella.
La voz de Georgia era tensa, apenas más fuerte que un susurro. Cuando Jude levantó la vista para mirarla, la chica estaba temblando y su cara resplandecía por el sudor. Le brillaban los ojos desde sus cuencas oscuras y huesudas… Tenía una terrible mirada febril.
– ¿Estás bien?
Georgia sacudió la cabeza
– Déjame tranquila. -Se estremeció furiosamente. Su mano izquierda continuaba posada sobre la tablilla-. Hablale.
El cantante volvió a mirar el tablero. La luna negra estampada en un rincón estaba riéndose. ¿No tenía la cara seria un momento antes? Un perro negro dibujado en la parte inferior del tablero aullaba a la luna. Jude tenía la certeza de que no estaba allí cuando miró por primera vez el supuesto juego.
– No sabía cómo ayudarte -dijo-. Lo siento, muchachita. Ojalá te hubieras enamorado de otro que no fuera yo. Ojalá hubieras tenido relación con un buen tipo. Alguien incapaz de despacharte a casa cuando las cosas se pusieran difíciles.
– E… S… T… A… S… -leyó Georgia, con la misma voz forzada, casi sin aliento. Jude percibía en aquella voz el esfuerzo que le costaba controlar su temblor.
– «Estás… enfadado…».
La tablilla se quedó quieta.
Jude experimentó una catarata de emociones, tantas cosas, todas juntas, que no estaba seguro de poder traducirlas en palabras. Pero sí podía, y resultó fáciclass="underline"
– Sí -respondió él.
La tablilla voló a la palabra «NO».
– No debiste hacer lo que hiciste.
– H… A… C…
– «Hacer qué» -leyó Jude-. ¿Hacer qué? Tú sabes qué. Acabaste con tu…
La tablilla saltó otra vez a la palabra «NO».
– ¿Qué quieres decir con la palabra «no»?
Georgia dijo las letras en voz alta, una Q, una U, una E.
– «Qué… tal… si… no… puedo… responder». -La tablilla se quedó inmóvil otra vez. Jude se quedó pensativo un momento. Luego entendió-. No puede responder a las preguntas. Ella sólo puede hacerlas.
Pero Georgia ya estaba deletreando otra vez.
– E… L… T… E… E… S… T…
Un temblor incontenible se apoderó de ella, sus dientes chocaban entre sí, y cuando Jude la miró, vio el vapor de su aliento entre los labios, como si estuviera metida en una cámara frigorífica. Pero la habitación no le parecía a Jude ni más fría ni más caliente que antes.