El infierno apestaría, sin duda, precisamente con ese olor, y llegarían allí juntos, padre e hijo, acompañados por el horripilante chófer de pelo plateado muy corto y traje de Johnny Cash, con la radio sintonizada en la emisora de Rush Limbaugh. Si algo anunciaba lo que sería el infierno, eran las charlas radiofónicas… y la familia.
En la sala, Bammy dijo algo con un murmullo bajo, de aire chismoso. Georgia se rió. Jude inclinó la cabeza intentando oír, y un instante después se sorprendió a sí mismo sonriendo, en una reacción automática. Cómo era posible que ella y él pudieran estar muñéndose de risa otra vez, con todo lo que se alzaba contra ellos y todo lo que habían visto. No podía creerlo, era incapaz de imaginarlo.
La frescura y la franqueza de su risa eran una cualidad que él valoraba en Georgia por encima de las demás. Le encantaba su grave y caótica musicalidad, la manera en que se entregaba completamente a ella. Le conmovía, le apartaba de sus pesares. Eran poco más de las siete, según el reloj del horno microondas. Volvería a la sala para compartir con ellas unos minutos de charla fácil, sin sentido. Luego avisaría a Georgia con una mirada significativa hacia la puerta. El camino esperaba.
Ya lo había decidido y estaba apartándose de la encimera, cuando un sonido atrajo su atención. Era una voz melodiosa y desafinada, cantando: «Adiós, adiós». Giró sobre sus talones y volvió a mirar el patio trasero de la casa.
El rincón más lejano estaba iluminado por una de las farolas del callejón. Arrojaba una luz azulada a través de la cerca de estacas puntiagudas y del enorme nogal frondoso del que colgaba la gastada soga. Una niña pequeña estaba de cuclillas sobre el césped, debajo del árbol. Era una cría de quizá seis o siete años, cubierta con un simple vestido a cuadros rojos y blancos. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo. Cantaba para sí misma la vieja canción de Dean Martin que decía que ya era tiempo de volver al camino, hacia el país de los sueños, para hundirse en la tierra de la imaginación. Cogió un vilano de diente de león, tomó aire y sopló. Las semillas se separaron, convirtiéndose en paracaídas, como cien sombrillitas que volaron para perderse en la oscuridad. En teoría, debía ser imposible verlas flotar en el aire, pero eran ligeramente luminiscentes y se dejaban llevar por la brisa como improbables chispas blancas. La niña tenía la cabeza levantada, de modo que pareció mirar directamente a Jude a través de la ventana, aunque en realidad era imposible discernir si miraba o no, porque los ojos de la pequeña estaban oscurecidos por marcas negras que se movían delante de ellos.
Era Ruth, la hermana gemela de Bammy, la que había desaparecido en la década de los cincuenta. Sus padres habían llamado a las dos chiquillas para que entrasen a almorzar. Bammy lo hizo corriendo, pero Ruth se quedó atrás, y nunca más nadie volvió a verla… con vida.
Jude abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y descubrió que no podía hablar. El aliento se juntó en su pecho y allí permaneció.
Ruth dejó de cantar, y la noche quedó en silencio. En ese momento ni siquiera se escuchaban los ruidos de las ranas o de los insectos. La fantasmal criatura giró la cabeza para mirar hacia el callejón, detrás de la casa. Sonrió y movió una mano, en un pequeño saludo, como si acabara de descubrir a alguien allí detenido, alguien a quien conocía, tal vez un amigo del vecindario. Pero no había nadie en el callejón. Sólo se veían viejas hojas de periódico esparcidas por el suelo, algunos trozos de vidrio, hierbas creciendo entre los ladrillos. Ruth se puso de pie y caminó lentamente hasta la cerca, moviendo los labios, hablando en completo silencio con una persona que no estaba allí. ¿En qué momento había dejado de oír la voz de la niña? Cuando dejó de cantar.
Mientras Ruth se aproximaba a la valla, Jude tuvo una creciente sensación de alarma, como si estuviera viendo a un niño a punto de cruzarse en el camino de un autobús. Quiso llamarla, pero no pudo. Ni siquiera era capaz de respirar.
Recordó entonces lo que Georgia le había contado sobre ella. Que las personas que veían a la pequeña Ruth siempre trataban de llamarla, querían advertirle que estaba en peligro, decirle que corriera, pero a la hora de la verdad nadie podía hacerlo. Estaban demasiado sorprendidas por la propia visión de la chiquilla muerta como para poder hablar. Le asaltó una idea repentina y disparatada, la de que aquella muchacha era todas las niñas a quienes Jude había conocido y no había podido ayudar. Era a la vez Anna y Georgia. Nada deseaba más que poder pronunciar su nombre, atraer su atención, hacerle una señal para avisarla de que estaba en peligro, que cualquier cosa era posible. Si pudiera, Georgia y él todavía serían capaces de vencer al muerto, podrían sobrevivir a la infernal trampa en la que se habían metido.
Pero a Jude le era imposible encontrar su voz. Resultaba exasperante estar allí sin hacer nada, mirando, sin poder hablar. Golpeó su mano herida y vendada contra la encimera, y sintió una oleada de dolor que atravesó la palma. Fue inútil, siguió sin poder emitir ningún sonido por el cegado túnel en que se había convertido su garganta.
Angus estaba a su lado y saltó cuando Jude golpeó la encimera de la cocina. Levantó la cabeza y lamió nerviosamente la muñeca de su amo. El contacto áspero, cálido, de la lengua de Angus sobre su piel desnuda le sobresaltó. Era algo inmediato y real que le libró de su parálisis tan rápida y repentinamente como la risa de Georgia lo había sacado de su pozo de desesperación hacía apenas unos momentos. Los pulmones se le llenaron con un poco de aire y gritó por la ventana.
– ¡Ruth! -chilló… y ella giró la cabeza. Le escuchó. Ella le escuchó-. ¡Aléjate, Ruth! ¡Corre a casa! ¡Ahora mismo!
Ruth volvió a mirar al callejón oscuro y vacío, y entonces dio un paso atrás, casi perdiendo el equilibrio, para correr de vuelta a la casa. Antes de que pudiera avanzar un poco más, su delgado y blanco brazo se alzó, como si hubiera una cuerda invisible atada a su muñeca izquierda y alguien estuviera tirando de ella.
Pero no era una cuerda invisible. Era una mano invisible. Y un instante después se despegó del suelo, arrastrada en el aire por alguien que no estaba allí. Sus piernas largas y flacas pataleaban, impotentes, y una de sus sandalias voló por el aire, para desaparecer en la oscuridad. Ella luchó y se esforzó, con los dos pies suspendidos en el aire, y fue arrastrada vigorosamente hacia atrás. Su cara se volvió hacia él, indefensa e implorante. Las marcas visibles sobre sus ojos ocultaban una mirada desesperada, mientras era llevada por fuerzas misteriosas por encima del cercado de estacas.
– ¡Ruth! -llamó otra vez, con voz tan autoritaria como lo había sido más de una vez en el escenario, cuando gritaba sin consideración alguna a sus legiones de seguidores.
La niña comenzó desaparecer mientras era arrastrada hacia el callejón. Los cuadros de su vestido eran en ese momento grises y blancos. El pelo había adquirido el color plateado de la luna. La otra sandalia se cayó sobre un charco y salpicó a su alrededor. Luego desapareció, hundiéndose, aunque las ondas del agua continuaron moviéndose por la superficie barrosa y poco profunda. Parecía haber caído, de manera increíble, directamente desde el pasado en el presente. La boca de Ruth estaba abierta, pero no podía gritar, y Jude no supo por qué. Tal vez el ser invisible que la arrastraba le había puesto una mano sobre la boca. Pasó bajo la intensa luz azul brillante de la farola y desapareció. La brisa levantó un periódico y éste aleteó por el callejón vacío, con un sonido seco y crujiente.