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Marybeth fue la primera en romper el silencio.

– No necesitas usar eso. Nos marchamos. Vamos, Jude. Salgamos de aquí. Ayúdame con los perros y vamonos.

– ¡Vigílalos, Reese! -gritó Jessica-. ¡Han venido a matarnos!

Jude cruzó la mirada con Marybeth e hizo un gesto en dirección a la puerta del garaje.

– Salgamos de aquí. -Se puso de pie, una rodilla crujió recordándole que empezaba a tener las articulaciones viejas y hubo de apoyarse en la encimera para sostenerse. Luego miró a la niña directamente a los ojos, sobre la pistola de calibre 45 que le apuntaba a la cara.

– Sólo quiero sujetar a mi perro -explicó-. Y no os molestaremos más. Bon, ven aquí.

La perra ladraba y ladraba sin parar, en el espacio que había entre Jude y Reese. El cantante dio un paso hacia ella para buscar su collar y sujetarla.

– ¡No dejes que se te acerque demasiado! -gritó Jessica-. ¡Tratará de quitarte el arma!

– ¡Retroceda! -ordenó la niña.

– Reese -dijo él, usando su nombre de pila para calmarla y generar confianza. Jude tenía alguna práctica en el terreno de la persuasión psicológica-. Voy a dejar esto -mostró la llave de cruz para que ella pudiera verla. Luego la dejó sobre la repisa-. Ahí está. Ahora tú tienes una pistola y yo estoy desarmado. Sólo quiero a mi perro.

– Vamonos, Jude -dijo Marybeth-. Bonnie nos seguirá. Salgamos de aquí.

Marybeth estaba ya en el garaje, mirando hacia atrás a través de la puerta. Angus ladró por primera vez. El sonido resonó en el suelo de hormigón y el alto techo.

– Ven conmigo, Bon -la llamó Jude, pero Bon hizo caso omiso de él, y en cambio dio un nervioso y pequeño salto hacia Reese.

Los hombros de la niña se movieron, al encogerse por el susto. Durante un momento, giró el arma para apuntar a la perra, pero enseguida la volvió hacia Jude, quien dio otro paso para acercarse a Bon. Estaba casi lo suficientemente cerca como para alcanzar el collar.

– ¡Aléjese de ella! -gritó Jessica y Jude percibió un movimiento en el borde de su campo visual.

La hermana de su antigua novia estaba gateando por el suelo, y cuando Jude se volvió, la mujer se puso de pie y cayó sobre él. El hombre vio el reflejo de algo suave y blanco en una mano. No supo qué era hasta que lo tuvo en la cara. Era una daga de porcelana, o mejor dicho un ancho trozo del plato roto, que ella dirigió al ojo de su enemigo, pero éste movió la cabeza y sólo alcanzó a herirlo en la mejilla.

Jude alzó el brazo izquierdo y le dio un codazo en la mandíbula. Arrancó el trozo de plato roto de su cara y lo arrojó lejos. Con su otra mano encontró la llave de cruz sobre el mueble de la cocina y notó que un instante después producía un ruido sordo, sólido y sustancioso. Vio que los ojos de Jessica se abrían hasta querer salirse de las órbitas.

– ¡No, Jude, no! -gritó Marybeth.

Él giró sobre sí mismo y se agachó cuando ella gritó. Tuvo tiempo de ver a la niña, con rostro de sobresalto y grandes ojos afligidos. Y entonces el arma que tenía en las manos se disparó. El ruido fue ensordecedor. Un florero, lleno de guijarros y con algunas orquídeas blancas artificiales, explotó en la encimera de la cocina. Trozos de vidrio y pequeñas piedras volaron por el aire alrededor de él.

La pequeña retrocedió, dando trompicones. Se le enganchó el talón en el borde de una alfombra y casi se cayó al suelo, Bon saltó hacia ella. Reese se había enderezado, y cuando la perra la golpeó, lo hizo con tanta fuerza que la derribó y el arma volvió a dispararse.

La bala le dio a Bon abajo, en el abdomen, e hizo que su parte trasera saltara por el aire. El salto se convirtió en una extraña vuelta completa. Rodó y se golpeó contra las puertas del armario, debajo del fregadero. Tenía los ojos muy abiertos y sólo se veía la parte blanca de ellos. Su boca también había quedado muy abierta. Entonces el perro negro de humo que había dentro del animal surgió entre sus mandíbulas, como un genio saliendo de una lámpara árabe, y atravesó a toda velocidad la habitación, pasando junto a la niña, para salir al porche.

La gata que estaba echada sobre la mesa lo vio llegar, y chilló mientras su pelo se erizaba en el lomo. Se echó a la derecha cuando el perro de humo negro rebotó sobre la mesa casi sin tocarla. La sombra de Bon echó una rápida mirada al rabo de la gata y luego saltó. Cuando el espíritu de Bon llegó al suelo, atravesó un intenso rayo de temprano sol matutino, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

Jude se quedó mirando el lugar por el que el increíble perro de sombra negra había desaparecido. Demasiado confuso como para actuar, durante unos momentos pareció paralizado. Sólo era capaz de sentir. Y lo que sintió fue la emoción del asombro, un pasmo tan intenso que pareció una especie de descarga eléctrica. Sintió que había tenido el honor de vislumbrar algo hermoso y eterno.

Y luego miró el cuerpo muerto de Bon, ya sin alma. La herida en su abdomen era un espectáculo horrible, una abertura ensangrentada, un nudo azul de intestinos desparramados. La larga cinta rosada de su lengua caía obscenamente de la boca. No parecía posible que el disparo la hubiera abierto tan completamente, de modo que no debió morir por el tiro, sino que había sido destripada. Había sangre por todos lados, en las paredes, los armarios, sobre él, derramándose en el suelo en un charco oscuro. Bon ya estaba muerta cuando chocó con el suelo. La visión de la perra le producía otra especie de choque eléctrico, una formidable sacudida para sus terminales nerviosas.

Jude volvió la mirada incrédula a la niña. Se preguntó si la pequeña habría visto al perro de humo negro cuando pasó corriendo junto a ella. Estuvo a punto de preguntárselo, pero no pudo hablar. Momentáneamente, se había quedado sin palabras. Reese se incorporó sobre los codos, apuntándole con el Colt 45 en una mano.

Nadie habló ni se movió, y en aquel silencio se oyó claramente la voz de la radio:

«Los caballos salvajes del Parque Nacional de Yosemita, en California, están hambrientos después de meses de sequía y los expertos temen que muchos morirán si no se toman medidas rápidas. Tu madre morirá si no le disparas. Tú morirás».

Reese no dio ninguna muestra de haber escuchado lo que el hombre de la radio estaba diciendo. Tal vez fuera así. Al menos de forma consciente, no le escuchaba. Jude miró hacia la radio. En la fotografía colocada junto al aparato, Craddock todavía tenía la mano sobre el hombro de Reese, pero ahora sus ojos habían sido tachados con los garabatos de la muerte.

La voz de la radio insistió:

«No dejes que se te acerque más. Está aquí para mataros a las dos. Dispárale, Reese. Dispárale».

Tenía que hacer callar la radio. Se arrepentía de no haber seguido su impulso de aplastarla un rato antes. Se volvió hacia la encimera, moviéndose demasiado rápidamente, y su tacón se deslizó, resbalando con la sangre del suelo, con un chirrido agudo. Se tambaleó y dio un paso desequilibrado hacia atrás, en dirección a Reese. Los ojos de la niña se abrieron alarmados cuando él se tambaleó hacia ella. Jude levantó la mano derecha, en un ademán cuya intención era la de calmar, tranquilizar, hasta que en el último momento se dio cuenta de que estaba esgrimiendo la llave de cruz para cambiar neumáticos, y que a ella le daría la impresión de que la usaba para atacarla. Todo ocurrió en una fracción de segundo.