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Jude se volvió cuando ella puso en marcha el coche. Ambos sentían una profunda necesidad de mirar atrás, a su perro, y a la vez deseaban con desesperación no hacerlo. Angus levantó la cabeza para mirarlo con ojos vidriosos, húmedos, inyectados en sangre. Gemía casi sin hacer ruido. Sus patas traseras estaban destrozadas. Un hueso rojo asomaba, atravesando la piel de una de ellas, justo por encima de la articulación.

Jude pasó su mirada de Angus a Marybeth. Ella mantenía firme y alta su barbilla herida; los labios eran una fina y horrorizada línea. Las vendas de su mano derecha, en terrible estado, estaban empapadas. ¡Vaya con ellos y sus manos! A ese paso tendrían que acariciarse con garfios cuando todo aquello hubiera terminado.

– Mira cómo estamos los tres -observó Jude-. ¿No formamos un trío lamentable? -Tosió. La sensación de tener clavados alfileres y agujas en su pecho estaba disminuyendo…, pero muy lentamente.

– Buscaré un hospital.

– Nada de hospitales. Vamos a la carretera.

– Podrías morir si no vamos a un hospital.

– Si vamos a un hospital, seguramente moriré, y tú también. Craddock terminará con nosotros fácilmente. Mientras Angus esté vivo, tenemos alguna posibilidad de sobrevivir.

– ¿Qué puede hacer Angus…?

– Craddock no le tiene miedo al perro. Le tiene miedo al perro que hay dentro del perro.

– ¿De qué estás hablando, Jude? No comprendo.

– Vamos. Puedo detener la hemorragia del dedo. Es sólo un dedo. Vamos a la autopista. Marchemos al oeste. -Alzó la mano derecha, a un lado de la cabeza, para disminuir la velocidad de la hemorragia. En ese momento estaba comenzando a pensar. Aunque no tenía que pensar mucho para saber adonde se dirigían. Iban al único lugar al que podían ir.

– ¿Qué mierda hay al oeste? -preguntó Marybeth.

– Luisiana -respondió-. El hogar.

Capítulo 39

E1 maletín de primeros auxilios que los había acompañado desde Nueva York estaba en el suelo, en la parte de atrás del coche. Sólo quedaban un pequeño rollo de gasa, unas pinzas y varias dosis de Motrin, el poderoso calmante muscular, en envases difíciles de abrir. Cogió primero el analgésico, abrió el envase rompiéndolo con los dientes y se tragó en seco los seis comprimidos, 1.200 miligramos. No era suficiente. Todavía sentía la mano como si fuera un montón de hierro caliente apoyado en un yunque, donde era lenta pero metódicamente aplastado a martillazos.

Al mismo tiempo, el dolor mantenía a raya la nubosidad mental, era un flotador para mantenerse a salvo, consciente, una cuerda que lo sujetaba al mundo reaclass="underline" la autopista, los carteles verdes con los kilometrajes, el zumbido del aire acondicionado.

Jude no sabía cuánto tiempo lograría mantener clara la cabeza, y quería usar el que le quedara para explicar las cosas. Habló vacilando, con los dientes apretados, mientras se colocaba la venda dándole vueltas a la mano herida.

– La granja de mi padre está justamente al cruzar el límite de Luisiana, en Moore's Córner. Podemos llegar allí en menos de tres horas. No voy a desangrarme en sólo tres horas. El viejo está enfermo, casi siempre inconsciente. Hay una anciana allí, una tía política, por matrimonio, que es enfermera profesional. Ella lo cuida. Está registrada en el colegio de enfermeras. Hay morfina. Para los dolores de mi padre. Y habrá perros. Creo que tiene… Maldita sea. Madre mía. Maldición. Dos perros. Pastores alemanes, como los míos. Salvajes. Malditos animales.

Cuando se terminó la gasa, la sujetó, ajustándola con un imperdible. Usó los dedos del pie para quitarse las botas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Puso un calcetín sobre la mano derecha. Envolvió el otro alrededor de la muñeca y lo anudó con fuerza, para hacer más lenta la circulación, pero no para detenerla. Miró detenidamente el guiñapo en que se había convertido su mano y trató de pensar si podría aprender a hacer acordes sin el dedo índice. Siempre le quedaría el recurso de tocar la guitarra con slide. O podía volver a usar la izquierda, como hacía cuando era niño. El solo hecho de pensarlo hizo que comenzara a reírse otra vez. Parecía un loco.

– Basta -dijo Marybeth.

Apretó los dientes con fuerza y se obligó a dejar de reír. Tenía que admitir que se comportaba de una manera extraña, que no resultaba normal para su compañera.

– ¿Crees que no llamará a la policía esa vieja tía tuya? ¿No te parece que se empeñará en llamar a un médico para que te vea? ¿No dices que es enfermera?

– No lo hará.

– ¿Por qué no?

– No se lo vamos a permitir.

Marybeth no dijo nada durante un rato, después de oír aquello. Condujo tranquilamente, de forma automática, pasando de un carril a otro correctamente al adelantar a otros vehículos, para continuar a una velocidad de crucero de no más de ciento diez o ciento quince kilómetros por hora. Sostenía el volante con cuidado, con su mano izquierda, blanca, arrugada, lastimada, y no lo tocaba de ninguna manera con la infectada mano derecha.

Finalmente, Georgia habló:

– ¿Cómo crees que terminará todo esto?

Jude no tenía respuesta para semejante pregunta. El que respondió fue Angus. Lo hizo con un suave y doliente quejido.

Capítulo 40

Jude trataba de mantener vigilado el camino que quedadaba detrás de ellos, atento a la policía, o a la furgoneta del muerto, pero a primera hora de la tarde no pudo más, apoyó la cabeza contra la ventanilla lateral y cerró los ojos por un momento. Los neumáticos producían un sonido hipnótico, un murmullo monótono. El aparato de aire acondicionado, que nunca antes había hecho ruidos, emitía ronroneos regulares. Los ventiladores vibraban furiosos durante un momento, para luego, cíclicamente, quedar en silencio. Eso también tenía un efecto hipnótico.

Había pasado meses reconstruyendo el Mustang, y Jessica McDermott Price lo había convertido en chatarra otra vez en apenas un instante. Le había hecho cosas que él pensaba que sólo les ocurrían a los personajes de las canciones del Oeste: destrozó su automóvil, machacó a sus perros, le hizo huir de su casa para convertirlo en un fuera de la ley. Casi era gracioso. Tal vez dejarlo a uno sin un dedo y un cuarto de litro de sangre podía ser estimulante para el sentido del humor.

No. No era gracioso. Era importante no reírse otra vez. No quería asustar a Marybeth, no quería que ella pensara que estaba perdiendo la cabeza.

– Usted está loco -dijo Jessica Price-. Usted no va a ninguna parte. Usted necesita tranquilizarse. Le daré algo para que se relaje, y hablaremos.

Al oír el sonido de su voz, Jude abrió los ojos.

Estaba sentado en un sillón de mimbre, contra la pared, en el oscuro pasillo del piso de arriba de la casa de Jessica Price. Nunca había visto la planta superior de aquella vivienda, no había llegado a entrar hasta ese lugar, pero de todas maneras supo de inmediato dónde estaba. Se daba cuenta gracias a las fotografías, por los enormes retratos enmarcados que colgaban de las paredes de oscuros paneles de madera. Uno era una foto de Reese, tomada con filtro difusor, en la escuela, cuando tenía ocho años. Posaba delante de una cortina azul y sonreía, dejando ver unos metálicos aparatos de ortodoncia en los dientes. Las orejas sobresalían, dándole un aspecto ridículo.

El otro retrato era más viejo y sus colores estaban ligeramente desteñidos. Se veía a un capitán, tieso como un palo, de hombros cuadrados, quien, con su alargada y delgada cara, sus ojos cerúleos y su ancha boca de labios finos, tenía más que un ligero parecido con Charlton Heston. La mirada de Craddock en esa fotografía era distante y arrogante al mismo tiempo. Pura disciplina.

El pasillo daba, a la izquierda de Jude, a la amplia escalera central que subía desde el vestíbulo. Anna estaba subiendo y Jessica la seguía de cerca, detrás de ella. Anna estaba sofocada, demasiado flaca. Los huesos de las muñecas y los codos sobresalían debajo de la piel, y la ropa le quedaba excesivamente grande. Ya no era gótica. Nada de maquillaje, ni pintura negra en las uñas. Nada de aretes o anillos en la nariz. Llevaba puesta una túnica blanca, desteñidos pantalones cortos de gimnasia de color rosa y zapatillas de tenis sin cordones. Daba la impresión de que su pelo no había sido cepillado ni peinado en varias semanas. En buena lógica, todo ello tendría que haberle conferido un aspecto terrible, de mujer desaliñada y hambrienta, pero no era así. Estaba tan hermosa en ese momento como el verano que habían pasado juntos en el cobertizo, trabajando en el Mustang, con los perros en medio.