Parecía imposible que Angus pudiera haber muerto de aquella manera, sin previo aviso, sin ninguna señal anunciadora. Nada, ni un estertor postrero. Jude estaba seguro de que seguía vivo hasta hacía unos pocos minutos. Permaneció de pie, sobre la tierra, junto al Mustang, convencido de que sólo tenía que esperar un momento más para que Angus se moviera, extendiese las patas delanteras y levantara la cabeza. De pronto notó que Marybeth estaba tirando otra vez de su brazo, y él no tuvo ya fuerzas para resistirse. No le quedaba más remedio que avanzar como pudiera, detrás de ella, o arriesgarse a ser derribado.
Cayó de rodillas a menos de un metro de los escalones del umbral. No supo por qué. Se apoyaba sobre los hombros de Marybeth, y ella lo sostenía con un brazo alrededor de su cintura. La mujer gimió con los labios apretados, arrastrándolo con la intención de volver a ponerlo de pie. Detrás de él, Jude escuchó la furgoneta del muerto, que se detenía en la curva. La grava crujió bajo el peso de los neumáticos.
– Eh, tú.
Craddock le había llamado desde la ventana del conductor, que estaba abierta. Jude y Marybeth se detuvieron en la puerta para mirar.
El motor de la furgoneta continuó funcionando junto al Mustang. El fantasma estaba sentado detrás del volante, rígido y formal, vestido con el traje negro de botones plateados. Su brazo izquierdo colgaba de la ventanilla. Era difícil verle la cara a través del curvo vidrio azulado.
Craddock se rió.
– ¿Ésta es tu casa, hijo? ¿Cómo pudiste alguna vez ser tan tonto como para dejarla?
La navaja en forma de media luna cayó de la mano que asomaba por la ventanilla y se balanceó en su brillante cadena.
– Tú le vas a cortar el cuello a esa mujer. Y ella será feliz cuando lo hagas. Sólo para terminar con todo. Debiste mantenerte alejado de mis niñas, Jude.
El cantante hizo girar el pomo de la puerta, Marybeth presionó hacia dentro con el hombro y se abalanzaron hacia la oscuridad del recibidor. La joven empujó con el pie la puerta, para cerrarla, en cuanto entraron. Jude echó una última mirada por la ventana que estaba al lado de la puerta… y comprobó que la furgoneta había desaparecido. Sólo se veía el Mustang en el caminillo de entrada. Marybeth se volvió hacia él y le obligó a moverse otra vez.
Empezaron a avanzar por el pasillo, uno junto a otro, sosteniéndose mutuamente. Ella chocó con la cadera contra una mesa de pared, que se tambaleó y cayó estrepitosamente al suelo. Un teléfono que reposaba sobre ella cayó sobre la tarima y el receptor se salió de su lugar.
En un extremo del salón había una puerta que daba a la cocina, cuyas luces estaban encendidas. Era la única fuente de luz que habían visto en toda la casa. Desde fuera, las ventanas se veían oscuras, y una vez que estuvieron dentro, todo fueron sombras en el salón principal. Una oscuridad cavernosa esperaba en la parte de arriba de las escaleras.
Una anciana, que llevaba una blusa de tela estampada con flores de color pastel, apareció en la puerta de la cocina. Tenía alborotado el pelo blanco, y sus gafas aumentaban el color azul de sus ojos asombrados, haciéndolos parecer enormes, cómicamente grandes. Jude reconoció a Arlene Wade de inmediato, aunque no recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que la vio. Fuera cual fuera el tiempo transcurrido, lo cierto es que ella siempre había sido así: escuálida, vieja, con una constante, por no decir eterna, expresión de sobresalto.
– ¿Qué es todo esto? -gritó. La mano derecha voló hacia la cruz que pendía del cuello, enredándose en su cadena. La mujer retrocedió, asustada, mientras ellos llegaban a la puerta, para entrar-. Dios mío -dijo, reconociéndolo al fin-, Justin. En el nombre de María y José, ¿qué te ha ocurrido?
La cocina era amarilla. Linóleo amarillo, encimeras de azulejo amarillas, cortinas de cuadros amarillos y blancos, platos decorados con margaritas que se secaban en el escurreplatos junto al fregadero. Cuando Jude vio todo eso, escuchó mentalmente aquella canción, la que había sido un éxito del grupo Coldplay hacía algunos años, la que decía que todo era amarillo.
Se quedó sorprendido, después de haber visto la casa desde el exterior, al encontrar la cocina tan llena de vivos colores, tan bien cuidada. Nunca había sido así de acogedora cuando él era niño. Lo recordaba muy bien. La cocina era el lugar en que su madre pasaba la mayor parte del tiempo, viendo la televisión y buscándose mil ocupaciones. Allí permanecía, silenciosa, casi en trance, mientras pelaba patatas o lavaba judías. Se diría que su permanente tristeza, su agotamiento emocional, había matado la vida de la estancia, convirtiéndola en un lugar donde era importante hablar en voz baja, si es que se hablaba, un espacio privado y triste por el que uno no podía pasar corriendo. De niño, la cocina era para él una especie de velatorio.
Pero habían transcurrido treinta años desde la muerte de su madre y la cocina era ahora territorio de Arlene Wade. Llevaba en la casa más de un año y muy probablemente pasaba la mayor parte de su tiempo de vigilia en aquella habitación, que ella había revivido con la simple actividad cotidiana. Le había devuelto el calor hogareño por el procedimiento de ser, simplemente, ella misma, una mujer mayor con amigos con los que hablar por teléfono, una señora que horneaba pasteles para los parientes y tenía un hombre moribundo que cuidar. A decir verdad, la cocina era tal vez un poco demasiado acogedora. Jude se sintió mareado ante tanto calor de hogar, ante el aire templado que parecía encerrado allí artificialmente. Marybeth le condujo hacia la mesa de la cocina. Él sintió una garra huesuda hundiéndose en su brazo derecho. Era Arlene, que le sujetaba con mucha energía. Le sorprendió la fuerza rígida de los dedos de la anciana.
– Tienes un calcetín en la mano -le dijo.
– Tiene un dedo amputado -explicó Marybeth.
– ¿Qué estáis haciendo aquí, entonces? -preguntó Arlene-. Deberías llevarlo a un hospital.
Jude se dejó caer en una silla. Curiosamente, incluso sentado, quieto, se sentía como si estuviera moviéndose, le parecía que las paredes de la habitación se deslizaban lentamente junto a él, que la silla que ocupaba se proyectaba hacia delante, como el aparato de un parque de atracciones. «El paseo loco del señor Jude», podría llamarse. Marybeth se instaló en una silla junto a él. Las rodillas de ambos se rozaban. La joven tiritaba. Tenía la cara brillante a causa del sudor, y el pelo parecía la cabellera de una loca furiosa, todo revuelto y erizado. Algunos mechones se le habían quedado pegados a las sienes, por el sudor, en ambos lados de la cara y en la parte posterior del cuello.
– ¿Dónde están sus perros? -preguntó Marybeth.
Arlene empezó a desatar el calcetín que envolvía la muñeca de Jude, mirando por encima de la nariz, a través de las gruesas lentes de aumento de sus gafas. Puede ser que considerase que aquella pregunta era rara o sorprendente, pero no dio señal alguna de que fuera así. Estaba concentrada en el trabajo que hacían sus manos.
– Mi perro está ahí-dijo al fin, inclinando la cabeza hacia un rincón de la cocina-. Y como puedes ver, es mi gran protector. Es un amigo viejo y feroz. Si lo conocieras, no querrías contrariarlo.
Jude y Marybeth miraron al rincón. Un rottweiler viejo y gordo estaba echado en un almohadón para perros, dentro de una cesta de mimbre. El animal era demasiado grande para ese recinto, y su culo sonrosado y ralo sobresalía por un lado. Levantó la cabeza débilmente, los miró con atención con sus ojos húmedos, inyectados en sangre, para luego bajar otra vez la cabeza y suspirar sin apenas hacer ruido.
– ¿Es eso lo que te ha pasado en la mano? -preguntó Arlene-. ¿Te ha mordido un perro, Justin?
– ¿Qué ha sido de los pastores alemanes de mi padre? -preguntó Jude, en lugar de responder.
– Hace ya tiempo que dejó de estar en condiciones de cuidar ningún perro. Envié a Clinton y a Rather a vivir con la familia Jeffery. -En ese momento sacó por fin el calcetín y respiró hondo cuando vio la venda que había debajo. Estaba empapada, saturada de sangre-. ¿Estás participando en alguna estúpida carrera con tu padre para ver quién se muere primero? -La vieja enfermera puso la mano del herido sobre la mesa, sin quitar las vendas, para verla mejor. Luego echó una mirada a la mano izquierda, igualmente vendada, de Jude-. ¿Te falta algún trozo en ésa también?