– No. A ésa sólo le he hecho una gran raja.
– Llamaré a una ambulancia -decidió Arlene. Había vivido en el sur toda su vida y pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.
Cogió el teléfono que estaba en la pared de la cocina. Sonó un ruido áspero y repetitivo en el auricular. La vieja apartó la oreja rápidamente y colgó.
– El teléfono del salón se ha quedado descolgado cuando has tirado el aparato -dijo, y se fue a la parte delantera de la casa.
Marybeth observó la mano de su compañero. Él la levantó con esfuerzo, descubrió que había dejado su silueta roja y húmeda sobre la mesa… y volvió a bajarla con claros signos de debilidad.
– No debíamos haber venido aquí -dijo la joven.
– No tenemos otro lugar adonde ir.
Marybeth giró la cabeza, y miró al gordo perro de Arlene.
– Dime que ese bicho va a ayudarnos.
– Está bien. Te lo digo: Va a ayudarnos.
– ¿Lo dices en serio?
– No. -Marybeth le dirigió una mirada inquisitiva-. Lo siento -dijo Jude-. Tal vez no he sido del todo claro con el asunto de los perros. No sirve cualquier perro. Tienen que ser míos, de mi propiedad. Ocurre como con las brujas, que cada bruja tiene un gato negro. Bon y Angus eran eso para mí, mis talismanes. No pueden ser reemplazados.
– ¿Cuándo descubriste eso?
– Hace cuatro días.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Esperaba desangrarme hasta morir antes de que Angus muriera junto a nosotros. Entonces tú estarías bien. El fantasma tendría que dejarte tranquila. Su problema con nosotros estaría liquidado. Si mi cabeza, hubiera estado más clara, no me habría vendado tan bien.
– ¿Crees que todo se arreglará si te dejas morir? ¿Crees que está bien darle lo que quiere? Maldito seas. ¿Crees que he llegado hasta aquí para ver cómo te mueres? Maldito seas.
Arlene entró por la puerta de la cocina, frunciendo el ceño, con las cejas unidas en una expresión de fastidio, o de estar pensando profundamente, o de ambas cosas a la vez.
– Algo anda mal en ese teléfono. No da tono para marcar. Todo lo que consigo cuando levanto el auricular es oír alguna emisora de radio local de onda media. Algún programa agrícola. Un tío que habla sobre cómo descuartizar animales. Tal vez el viento haya derribado algún poste y se han estropeado las líneas.
– Tengo un teléfono móvil… -comenzó a decir Marybeth.
– Yo también -replicó Arlene-. Pero no hay cobertura por esta zona. Que Justin se acueste y yo veré lo que puedo hacer por su mano ahora mismo. Luego iré en coche a casa de los McGee, para llamar desde allí.
Sin ninguna advertencia, estiró el brazo y cogió la muñeca de Marybeth, levantándole la mano vendada durante unos instantes. El vendaje estaba rígido y marrón, con manchas de sangre seca.
– ¿Qué diablos habéis estado haciendo vosotros dos? -preguntó.
– Es mi pulgar -explicó Marybeth.
– ¿Has intentado cambiártelo por un dedo suyo? ¿Algún diabólico jueguecito rockero?
– Sólo tengo una infección.
Arlene dejó la mano vendada y miró la otra, que estaba descubierta, muy blanca y con la piel arrugada.
– Nunca he visto una infección semejante. Tienes las dos manos infectadas… ¿Algún otro lugar del cuerpo afectado?
– No.
Puso una mano en la frente de Marybeth.
– Estás ardiendo. ¡Dios mío, qué dos! Puedes descansar en mi habitación, querida. Pondré a Justin con su padre. Coloqué una cama adicional en su cuarto hace dos semanas, para así poder dormitar allí y vigilarlo más de cerca. Vamos, niño grande. Tendrás que caminar un poco más. Levántate.
– Si quieres que me mueva, será mejor que traigas la carretilla y me lleves en ella -dijo Jude.
– Tengo morfina en la habitación de tu padre.
– Bien. Eso es otra cosa -dijo Jude, y puso la mano izquierda sobre la mesa, esforzándose por ponerse de pie.
Marybeth se puso de pie de un salto y le cogió por el codo.
– Tú te quedas donde estás -ordenó Arlene. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su rottweiler y la puerta abierta más allá de él, que daba a lo que alguna vez había sido un cuarto de costura, pero que se había convertido en un pequeño dormitorio-. Ve y descansa allí. Yo puedo hacerme cargo de esto.
– Está bien -dijo Jude a Marybeth-. No te preocupes, Arlene me sostiene.
– ¿Qué vamos a hacer con Craddock? -preguntó Marybeth.
Estaba de pie, apoyada en él. Jude se inclinó hacia delante, acercó la cara al pelo de la chica y la besó en la parte superior de la cabeza.
– No sé -respondió el hombre-. Demonios. Ojalá no estuvieras metida en este lío conmigo. ¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te alejaste de mí cuando todavía podías hacerlo? ¿Por qué tenías que ser tan terca e insistente con todo?
– Llevo a tu lado nueve meses -dijo. Se puso de puntillas y colocó los brazos alrededor del cuello de Jude, buscándole la boca con la suya-. Supongo que algo se me ha pegado.
Y entonces, por un momento, se mecieron dulcemente, casi bailando, uno en brazos del otro.
Capítulo 42
Cuando Jude se apartó de Marybeth, Arlene le ayudó a darse la vuelta y le obligó a caminar. Creía que la anciana le llevaría de regreso al vestíbulo, para así poder subir al dormitorio principal, en el piso de arriba, donde suponía que estaba su padre. Sin embargo, para su sorpresa, siguieron hacia delante, a lo largo de toda la cocina, en dirección al pasillo trasero, el que conducía al viejo dormitorio de Jude.
Por supuesto, su padre estaba allí, en la planta baja. El cantante recordaba vagamente que Arlene le había dicho, en alguna de sus pocas conversaciones telefónicas, que iba a trasladar a Martin abajo, al antiguo dormitorio de Jude, porque le resultaba más fácil que subir y bajar las escaleras mil veces al día para atenderlo.
Se volvió para dedicar una última mirada a Marybeth. Ella le contemplaba desde la puerta del dormitorio de Arlene, con sus ojos febriles y exhaustos…, y así continuó hasta que Jude y Arlene se alejaron, dejándola sola. A él no le gustaba la idea de estar tan lejos de Marybeth en el oscuro y deteriorado laberinto que era la casa de su padre. No parecía muy descabellado pensar en la posibilidad de que nunca pudieran volver a encontrarse.
El pasillo que llevaba a su habitación era angosto y tortuoso y tenía las paredes visiblemente torcidas. Pasaron junto una puerta cubierta con tela metálica, clausurada con clavos en el marco. La rejilla estaba oxidada y deformada hacia fuera. Daba a un embarrado corral, una pocilga habitada en ese momento por tres cerdos de tamaño mediano. Los animales miraron a Jude y a Arlene mientras pasaban, con gesto benevolente y sabio en sus caras de nariz aplastada.
– ¿Todavía tenemos cerdos? -preguntó Jude-. ¿Quién se ocupa de ellos?
– ¿Quién se te ocurre que puede hacerlo?
– ¿Por qué no los has vendido?
La veterana enfermera se encogió de hombros.
– Tu padre ha cuidado cerdos toda su vida. Así puede escucharlos desde donde está acostado. Supongo que pensé que eso le ayudaría a mantenerse en contacto con la realidad. A seguir siendo mínimamente quien era. -Levantó la vista hacia el rostro de Jude-. ¿Crees que soy tonta?
– No -respondió Jude.
Arlene empujó hacia dentro la puerta del viejo dormitorio de Jude y penetraron en un ambiente de calor sofocante, con un olor tan fuerte a mentol que los ojos de Jude lagrimearon inmediatamente.