– Espera -dijo Arlene-. Primero voy a sacar mi costura.
Le dejó apoyado contra la puerta y fue rápidamente hacia la pequeña cama pegada a la pared, a la izquierda. Jude miró al otro lado de la habitación, a un catre idéntico. Su padre estaba en él.
Los ojos de Martin Cowzynski no eran más que unas hendiduras angostas que sólo dejaban ver una parte estrecha y vidriosa del globo ocular. Tenía la boca abierta, como congelada en un amago de bostezo. Sus manos eran garras demacradas, encogidas contra el pecho, con las uñas torcidas, amarillas, afiladas. Siempre había sido flaco y fibroso. Pero Jude calculó que había perdido tal vez un tercio de su masa corporal, y apenas quedaban unos cincuenta kilos de él. Las mejillas del enfermo eran cuevas hundidas. Daba la impresión de estar ya muerto, aunque el aliento todavía brotaba tenuemente de su boca. Había hilos de espuma blanca en la barbilla. Arlene lo había estado afeitando. El tazón de la espuma reposaba en la mesilla de noche, con una brocha de mango de madera apoyada en él.
Jude no había visitado a su padre desde hacía treinta y cuatro años, y verlo así -debilitado, feo, perdido en su propio sueño de muerte- le produjo una nueva sensación de vértigo, casi de mareo. No sabía bien por qué, pero le parecía horrible que Martin siguiera respirando. Habría sido más fácil mirarlo si estuviera muerto, y no en el estado en que se encontraba en ese momento. Jude lo había odiado durante tanto tiempo que no estaba preparado para experimentar ninguna otra emoción ante él. Y menos para la lástima. Para el horror. El horror tenía sus raíces en la compasión, después de todo, en la capacidad de comprender la naturaleza del peor sufrimiento. Jude no había imaginado que podría sentir compasión o comprensión por el hombre que estaba en la cama, en el otro extremo de la habitación.
– ¿Puede darse cuenta de que estoy aquí? -preguntó Jude.
Arlene miró de reojo al padre de Jude.
– Lo dudo. No ha respondido a ningún estímulo visual desde hace varios días. Por supuesto, hace meses que perdió la facultad de hablar, pero hasta no hace mucho, en ocasiones, hacía muecas, gestos, o daba alguna señal cuando quería algo. Le gustaba que le afeitara, de modo que lo hago todos los días. Le encantaba sentir el agua caliente en la cara. Tal vez en algún profundo nivel de la conciencia todavía le guste. No lo sé. -Hizo una pausa, mirando la figura demacrada y agónica en la otra cama-. Me da pena verlo morir de esta manera, pero es peor mantener vivo a alguien cuando se traspasa cierto límite. Eso es lo que creo. Cuando llega el momento, los muertos tienen derecho a lo suyo. A irse en paz, sin sufrimientos innecesarios.
Jude asintió con la cabeza.
– Los muertos reclaman lo suyo. Sí que lo hacen.
Observó lo que Arlene tenía en las manos, el costurero que acababa de sacar de debajo de la cama vacía. Era el viejo tesoro de su madre: una colección de dedales, agujas e hilos, amontonados en desorden en una de las grandes cajas de bombones, amarillas, con forma de corazón, que su padre solía comprar para ella. Arlene apretó la tapa para cerrarla y la puso sobre el suelo, entre las dos camas. Jude miró con cautela, pero la caja no hizo ningún movimiento amenazador.
Arlene volvió junto a él y le llevó agarrado por el codo hasta la cama vacía. Había un flexo con un brazo articulado, atornillado a la mesilla de noche. La mujer movió la lámpara, que emitió un desagradable chirrido cuando el resorte oxidado se estiró. La encendió. Cerró los ojos para acostumbrarse a la súbita luminosidad.
– Veamos esa mano.
Acercó un taburete pequeño a la cama y empezó a retirar la gasa empapada de sangre, usando un par de pinzas quirúrgicas. Cuando sacó la última capa adherida a la piel, una oleada de cosquilleo helado recorrió toda la mano del herido, y luego el dedo ausente empezó, increíblemente, a arderle. Era como si estuviera todavía allí, cubierto de hormigas rojas picándolo de una forma salvaje.
La anciana enfermera clavó una aguja en la herida, inyectándolo varias veces en distintos lugares, mientras él maldecía. Luego llegó una corriente de frío intenso, gratificador, que circulaba por sus venas y se extendía hasta la muñeca, convirtiéndolo casi en un hombre de hielo.
La habitación se oscureció, luego se iluminó. El sudor que cubría su cuerpo se enfrió rápidamente. Estaba echado sobre la espalda. No recordaba haberse acostado. Vagamente, sentía tirones en la mano derecha. Cuando se dio cuenta de que los tirones eran porque Arlene estaba haciendo algo sobre el muñón de su dedo -poniéndole grapas, o ganchos, o suturándolo-, habló:
– Voy a vomitar.
Contuvo el vómito hasta que ella pudo colocar un recipiente de plástico junto a su mejilla. Luego giró la cabeza y vació el estómago.
Cuando Arlene terminó, le puso la mano sobre el pecho, para que reposara.
Envuelta en capas colocadas sobre otras capas de vendas y algodones, tenía al menos el triple de su tamaño normal. Parecía una pequeña almohada. Estaba aturdido. Le latían las sienes. La mujer volvió la fuerte y brillante luz hacia los ojos de Jude y se inclinó para observar el corte de la mejilla. Encontró una gran venda de color carne y la colocó cuidadosamente en el rostro del hombre.
– Has sangrado mucho. ¿Sabes qué grupo sanguíneo tienes? Les pediré que la ambulancia -pronunció otra vez esta palabra alargando las vocales- traiga la sangre adecuada.
– Ocúpate de Marybeth. Por favor.
– Iba a hacer eso precisamente.
Apagó la luz antes de irse. Era un alivio sumirse en la oscuridad de nuevo.
Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir no sabía si había pasado un minuto, una hora o un año. La casa de su padre era un lugar de quietud y silencio apacible. No se oía nada, salvo el súbito sonido del viento, el crepitar de la leña, el suave golpeteo de la lluvia en las ventanas. Se preguntó si Arlene habría ido a buscar la ambulancia y si Marybeth también estaría durmiendo. Se preguntó si Craddock andaría por la casa, sentado al otro lado de la puerta. Jude giró la cabeza y vio que su padre le estaba mirando.
La mandíbula del anciano colgaba, con la boca abierta, y enseñaba los pocos dientes que le quedaban, llenos de manchas marrones debidas a la nicotina. Las encías estaban visiblemente enfermas. Martin lo miraba fijamente, con sus pálidos ojos grises. Era una mirada confusa. Poco más de un metro de suelo desnudo separaba a los dos hombres.
Martin Cowzynski habló con una extraña voz, que era un resuello:
– Tú no estás aquí.
– Creía que no podías hablar -replicó Jude.
El padre parpadeó lentamente. No dio ninguna señal de haberle escuchado.
– Te habrás ido cuando me despierte.
El tono de su voz parecía reflejar deseo. Empezó a toser débilmente. Voló saliva, y su pecho pareció vaciarse, hundiéndose, como si con cada dolorosa expectoración estuviera escupiendo las tripas. Se diría que empezaba a desinflarse.
– Te equivocas, viejo -le dijo Jude-. Tú eres mi pesadilla, no al revés.
Martin continuó mirándolo con la misma expresión de asombro estúpido durante unos momentos más, y luego dirigió los ojos al techo otra vez. Jude miró con preocupación a aquel anciano en su catre monacal, con la respiración resonando penosamente en la garganta y el rostro lleno de restos secos de espuma de afeitar.
Los ojos de su padre se fueron cerrando gradualmente. Al poco rato, los de Jude hicieron lo mismo.
Capítulo 43
No tenía claro lo que le había despertado, pero lo cierto es que Jude abrió los ojos, espabilándose en un instante, y encontró a Arlene al pie de la cama. No sabía cuánto tiempo llevaba la enfermera allí. Tenía puesto un chubasquero de color rojo brillante, con la capucha quitada. Las gotitas de agua brillaban sobre el plástico. Su cara vieja y huesuda tenía una expresión inerte, casi de robot, que Jude al principio no reconoció. Necesitó algunos momentos para interpretarla como señal de miedo. Se preguntaba si ella se había ido y vuelto después, o si aún no había salido.