Jude pensó en la canción que había compuesto el otro día, en el motel de Virginia. Recordó cómo sus dedos habían sabido dónde estaban los acordes adecuados, y la sensación de tranquilidad y fuerza que lo había invadido mientras tocaba. Se sintió en un entorno de orden y control, tuvo la impresión de que el resto del mundo estaba muy lejos, mantenido a distancia por su propia pared invisible de sonidos. Pensó en lo que Bammy le había dicho: «Los muertos ganan cuando uno deja de cantar». Y, en su visión, Jessica Price había dicho que Anna cantaba cuando estaba en trance para impedir que la obligara a hacer cosas que no quería hacer, para cortar el paso a las voces que no deseaba escuchar. De repente, el muerto le dio una orden:
– Levántate. Basta ya de holgazanear. Tienes cosas que hacer en la otra habitación. Tu amiga te está esperando.
Pero Jude ya no le escuchaba. Estaba concentrado en la música que había en su cabeza, oyéndola tal como iba a sonar cuando la hubiera grabado con una banda. Percibía en su interior el suave golpear de los platillos y los tambores, el profundo y lento pulso del bajo. El anciano fantasma le estaba hablando, pero Jude descubrió que cuando fijaba la mente en su nueva canción podía ignorarlo casi completamente.
Pensó en la radio del Mustang, la vieja, la que había arrancado del salpicadero para poner en su lugar un receptor por satélite XM y un reproductor de discos DVD. La radio original había sido un receptor de onda media con tapa frontal de vidrio, que brillaba con un extraño color verde que iluminaba el asiento del conductor del coche como si fuera un acuario. En su mente, Jude podía escuchar su propia canción como si saliera de ella, podía escuchar su propia voz gritando la letra sobre el vibrante fondo, con eco, de la guitarra. Eso se oía en una emisora. La voz del viejo estaba en otra, tapada por la anterior. La segunda era una lejana radio sureña, de medianoche, de esas que hablan de Jesús, de esas que siempre tienen a alguien parloteando, cuya recepción no era demasiado buena, de modo que únicamente se oían una o dos palabras de vez en cuando, mientras el resto del tiempo sólo llegaban oleadas de interferencias.
Craddock le había dicho que se levantara. Pasó un momento hasta que Jude se dio cuenta de que no le había obedecido.
– Levántate, te digo.
Jude empezó a moverse…, pero enseguida se detuvo. En su mente estaba en el asiento del conductor, reclinado, con los pies saliendo por la ventanilla, y en la radio se escuchaba su tema, mientras los grillos cantaban en la tibia oscuridad del verano. Estaba tarareando para sí mismo y un momento después se dio cuenta de ello. Era un murmullo suave, fuera de tono, pero de todas maneras identificable como la nueva canción.
– ¿No oyes lo que te estoy diciendo, hijo?
Jude no escuchaba las preguntas del muerto. Podía darse cuenta de lo que Craddock estaba diciendo porque le veía los labios mientras su boca formaba claramente las palabras. Pero, en realidad, no podía escuchar a su enemigo muerto en absoluto.
– No -replicó Jude-. No oigo nada.
El labio superior de Craddock se encogió en un gesto despectivo. Todavía tenía una mano posada sobre el padre de Jude…, se había deslizado por el pecho de Martin, y en ese momento descansaba sobre el cuello. El viento rugía, embistiendo contra la casa, y las gotas de lluvia golpeaban, ahora furiosamente, los vidrios de las ventanas. En un momento dado, el viento amainó, y en el silencio que siguió Martin Cowzynski soltó un gemido.
Jude se había olvidado de su padre por un momento -sus pensamientos se concentraban en los adornos de la canción imaginada-, pero el gemido atrajo su atención. Los ojos de Martin estaban abiertos, desorbitados y horrorizados. Miraba a Craddock. Éste tenía la cabeza vuelta hacia él. Su gesto de desprecio se desvanecía, para dar lugar a una expresión que indicaba una reflexión profunda y serena.
Finalmente, el padre de Jude habló. Su voz era poco más que un resuello monótono:
– Es un mensajero. Un mensajero de la muerte.
El muerto pareció volver a mirar a Jude, con los garabatos negros bailando ante sus ojos. Los labios de Craddock se movieron, y por un instante su voz vaciló y sonó con claridad, sorda pero audible, por debajo del murmullo de la canción privada e interior de Jude.
– Tal vez tú puedas alejarme con la música. Pero él no es capaz.
Craddock se inclinó sobre el padre de Jude y le puso las manos sobre la cara, una en cada mejilla. La respiración del enfermo comenzó a sobresaltarse, y luego a reducirse. Cada inhalación era más breve, rápida y aterrorizada que la anterior. Sus párpados pestañearon. El muerto se inclinó hacia delante y puso su boca sobre la de Martin.
El padre de Jude apretó el cuerpo sobre la almohada, estiró los talones hacia el extremo de la cama, y empujó, como si pudiera meterse más adentro del colchón, alejándose así de Craddock. Exhaló un último y desesperado suspiro… y absorbió al muerto, metiéndolo dentro de sí. Ocurrió en un instante. Fue como ver a un mago consiguiendo que un pañuelo atravesara su puño, para hacerlo desaparecer. Craddock se contrajo, como un pliego de papel de envolver chupado por el tubo de una aspiradora. Sus negros y brillantes zapatos fueron lo último en entrar por la garganta de Martin. Por un momento, el cuello del moribundo pareció distenderse, hincharse, como lo hace una serpiente después de comerse una rata; pero luego se tragó a Craddock de un solo golpe, y su garganta volvió a su forma normal, flaca y con la piel suelta.
El padre de Jude tuvo arcadas, tosió, estuvo a punto de vomitar. Sus caderas se alzaron sobre la cama, la espalda se arqueó. Jude no pudo evitarlo: pensó de inmediato en un orgasmo. Los ojos de Martin parecían querer salirse de sus órbitas. La punta de la lengua vibraba entre los dientes.
– ¡Escúpelo, papá! -gritó Jude.
Su padre no pareció escuchar. Volvió a desplomarse en la cama, luego se arqueó una vez más, casi como si alguien se hubiera sentado sobre él y Martin estuviera tratando de sacárselo de encima. Se oían ruidos húmedos, sordos y ahogados en su garganta. Una vena azul sobresalía en el centro de la frente. Sus labios estaban estirados hacia atrás, de forma muy poco natural, dejando a la vista los dientes, en una mueca más propia de un perro.
Luego se aflojó suavemente, descendiendo sobre el colchón. Sus manos, que habían estado aferradas desesperadamente a la sábana, se abrieron poco a poco. Los ojos eran ahora de un color rojo vivo, horroroso: los vasos sanguíneos habían estallado, tiñendo la parte blanca de los globos oculares. La mirada estaba clavada, fija e inexpresiva, en el techo. La sangre le manchaba los dientes.
Jude le contempló con ansia, buscando algún movimiento, esforzándose por escuchar algún ruido de respiración. Sólo oyó que la casa crujía con el viento y que la lluvia golpeaba contra las paredes.
Con gran esfuerzo, el cantante se incorporó, luego giró para poner los pies en el suelo. No tenía ninguna duda de que su padre estaba muerto; él, que había destrozado la mano de Jude con la puerta del sótano y había puesto una escopeta contra el pecho de su madre, que había gobernado aquella granja con sus puños, usando el cinturón como látigo, con explosiones de ira y de risa, el tipo a quien el mismo Jude muchas veces había soñado con matar, estaba muerto. Por fin estaba muerto, y sin embargo no le había resultado fácil ver morir a Martin. A Jude le dolía el estómago, como si acabara de vomitar otra vez, como si algo le hubiera sido arrancado de su interior, de lo más profundo de su cuerpo, algo de lo que no quería desprenderse. Era rabia, tal vez.
– ¿Papá? -dijo Jude, convencido de que nadie iba a responder.
Se puso de pie, tambaleándose, mareado. Dio un paso arrastrando los pies, como un hombre viejo. Puso la vendada mano izquierda sobre el borde de la mesilla de noche, para apoyarse. Sentía que sus piernas podrían doblarse en cualquier momento.
– ¿Papá?-repitió.
Su padre sacudió la cabeza, resucitado, y fijó sus ojos rojos, horribles, fascinados, en Jude.