De repente habló, en un susurro tenso. Sonrió, y la sonrisa fue un espectáculo pavoroso en su rostro demacrado y atormentado.
– Justin. Mi muchacho. Estoy bien. Estoy muy bien. Acércate. Ven y abrázame.
Jude no le hizo caso. Por el contrario, retrocedió con paso vacilante e inestable. No se esperaba aquel fenómeno. Se quedó sin aire. Luego recuperó el aliento y habló:
– Tú no eres mi padre.
Los labios de Martin se abrieron para mostrar las encías enfermas y los dientes amarillos y torcidos, o mejor dicho lo que quedaba de ellos. Una lágrima sanguinolenta cayó de su ojo izquierdo, bajando por una línea roja, irregular, que recorría el pómulo hundido. El ojo de Craddock derramaba lágrimas muy parecidas, y de la misma manera, en la visión que Jude había tenido de la última noche de Anna.
El viejo poseído se incorporó y extendió la mano por encima del tazón de espuma de afeitar. Martin cerró la mano sobre la vieja navaja de afeitar, la de toda la vida, con su mango de nogal. El hijo no se había dado cuenta de que estaba allí, no la había visto detrás del tazón blanco de porcelana. Jude se alejó más, retrocediendo otro paso. La parte trasera de sus piernas chocó con el borde del camastro y se sentó en el colchón.
Entonces su padre se levantó, y la sábana se deslizó, dejándolo descubierto. Se movió con mayor rapidez de la que Jude esperaba, casi como una lagartija que pasara de la quietud total a una actividad frenética. El viejo avanzó hacia delante, casi demasiado rápido para seguirle con la vista. Sólo llevaba unos sucios calzoncillos de color indefinido, tal vez gris. Sus músculos pectorales eran pequeños y temblorosos sacos de carne, cubierta con rizados pelos blancos como la nieve. Martin dio un paso, puso el talón sobre la caja en forma de corazón y la aplastó. Ahora hablaba con la voz de Craddock.
– Ven aquí, hijo. Papá te va a enseñar a afeitarte.
Dio un golpe de muñeca y la navaja de afeitar salió del asa. Durante la décima de segundo que duró el movimiento, la hoja fue un espejo en el que Jude pudo ver fugazmente su propia cara asombrada.
Martin arremetió contra Jude, tratando de alcanzarlo con la navaja, pero Jude sacó un pie y lo metió entre los tobillos del anciano. Al mismo tiempo, se echó a un lado con una energía que ignoraba que tuviese. Martin cayó hacia delante y Jude sintió que la navaja desgarraba su camisa y los bíceps que había debajo de ella con una especie de silbido, aparentemente sin ninguna resistencia. El cantante rodó por encima de la barra oxidada del cabecero de la cama y cayó al suelo.
La habitación habría estado en silencio de no ser por sus gemidos entrecortados, tratando de recuperar el aliento, y por el silbido del viento al pasar debajo de los aleros. Su padre se subió a un extremo de la cama y luego saltó a un lado con movimientos demasiado enérgicos para un hombre que había sufrido varias apoplejías y no abandonaba su cama desde hacía tres meses. Para entonces, Jude ya retrocedía, gateando, para ganar la puerta.
Reculó hasta mitad de camino por el pasillo, se detuvo ante la puerta de vaivén con tela metálica que daba al corral de cerdos. Los animales se amontonaban contra ella, abriéndose paso a empujones para lograr una mejor ubicación. Los chillidos nerviosos atrajeron su atención por un momento, y cuando volvió a mirar atrás, Martin estaba ya casi encima de él.
El viejo le cayó encima. Echó el brazo hacia atrás para pasar la navaja de afeitar por la cara de Jude. Este se olvidó de cualquier consideración y envió su vendada mano derecha hacia la barbilla de su padre, con tanta fuerza que hizo que la cabeza del anciano se inclinara violentamente hacia atrás. El hijo gritó. Una candente descarga de dolor atravesó su mano herida y subió por el antebrazo. Fue una sensación similar a la que produciría un impulso eléctrico que llegara directamente al hueso.
Aprovechó el retroceso de su padre y lo empujó hasta la puerta de tela metálica. Martin chocó contra ella, se escuchó un sonido de madera rota y casi a la vez el ruido de unos muelles oxidados que se rompían. La tela metálica de la parte de abajo se soltó por completo y Martin cayó por el hueco resultante. Los cerdos se dispersaron. No había escalones debajo de la puerta, y el monstruoso viejo cayó sesenta centímetros, hasta quedar fuera de la vista. Golpeó el suelo con un seco y sordo sonido.
El mundo vaciló, se oscureció, casi desapareció. «No -pensó Jude-, no, no, no». Se esforzó por no perder el conocimiento, como lucha por volver a la superficie quien es arrastrado debajo del agua. Trataba, desesperadamente, de no quedarse sin aliento.
El mundo se iluminó otra vez, en una gota de luz que se ensanchó y se extendió. Fownas fantasmagóricas, grises, borrosas, aparecieron ante él, para luego recuperar gradualmente sus perfiles normales. El pasillo estaba tranquilo. Los cerdos gruñían fuera. Un sudor enfermizo se enfriaba en la cara de Jude.
Descansó un rato, mientras los oídos le seguían vibrando. Su mano también tembló. Cuando estuvo listo, usó los talones para impulsarse hasta la pared. Luego aprovechó la misma pared para sentarse reclinado en ella. Descansó otra vez.
Finalmente, logró ponerse de pie, deslizando la espalda hacia arriba con mucho esfuerzo. Miró a través de los restos de la puerta de tela metálica, pero todavía no podía ver a su padre. Debía de yacer contra el costado de la casa.
Se apartó de la pared y se asomó, hasta casi quedar colgando, a la puerta de la pocilga. Se agarró al marco para evitar caer, también él, con los cerdos. Las piernas le temblaban furiosamente. Se inclinó hacia delante, en un intento por ver si Martin estaba en el suelo con el cuello roto o algo así, y en ese momento su padre se alzó, extendió la mano a través de la puerta rota y le agarró la pierna.
Jude gritó, dio una tremenda patada a la mano de Martin y retrocedió instintivamente. Entonces se convirtió en algo así como un hombre que perdía el equilibrio en una superficie helada, haciendo girar los brazos tontamente, retrocediendo por el pasillo y la cocina, donde volvió a caerse.
Martin entró a través de la puerta destrozada. Gateó hacia Jude, caminando a cuatro patas, hasta que estuvo encima de él. La mano del viejo se levantó y luego cayó, con una brillante chispa de plata en ella. Jude levantó el brazo izquierdo y la navaja de afeitar le golpeó el antebrazo, tocando el hueso. La sangre saltó por el aire. Más sangre.
La palma de la mano izquierda de Jude estaba vendada, pero los dedos quedaban al descubierto. Salían de la gasa como si ésta fuera un guante con los dedos cortados. Su padre blandió la navaja en el aire, para atacar otra vez, pero antes de que pudiera hacerla bajar, Jude clavó los dedos en los ojos rojos y brillantes del viejo. Éste gritó, retorciendo la cabeza hacia atrás, tratando de librarse de la mano de su hijo. La hoja de la navaja se movió delante de la cara de Jude, sin tocarle. El hijo empujó hacia atrás, cada vez más hacia atrás, la cabeza de lo que había sido su padre, dejando al descubierto su escuálida garganta, preguntándose si podía presionar lo suficiente como para quebrarle el cuello al maldito bastardo.
Sostenía la cabeza del anciano tan atrás como le era posible, cuando un cuchillo de cocina golpeó el cuello de su padre.
A tres metros, de pie junto a la encimera de la cocina, al lado de una placa imantada puesta en la pared, con cuchillos adheridos a ella, estaba Marybeth. Más que respirar, sollozaba… El padre de Jude giró la cabeza, para mirarla. Burbujas de aire hacían espuma en la sangre que manaba alrededor del mango del cuchillo, hundido en la carne. Martin estiró una mano para cogerlo, cerró sus dedos débilmente sobre el arma, luego emitió un ruido, una sonora inhalación, y finalmente cayó hacia un lado.
Marybeth arrancó otro cuchillo de hoja ancha del soporte imantado, y luego otro más. Tomó el primero por la punta de la hoja y lo arrojó a la espalda de Martin, mientras éste se desplomaba hacia delante. Chocó con el suelo y el cuchillo se hundió más, con un ruido hueco, profundo, como si la hoja se hubiera clavado en un melón. Martin no se quejó ya con este segundo golpe. Sólo se oyó el silbido de un agónico aliento final. La mujer avanzó hacia él, con el último cuchillo delante de ella.