– No te acerques -ordenó Jude-. No te acerques, es un muerto viviente. -Pero ella no le escuchó.
Enseguida estuvo sobre Martin. El padre de Jude la miró y Marybeth le atravesó la cara con el cuchillo. Entró cerca de una de las comisuras de los labios y salió por el otro lado, un poco más allá de la otra comisura, ensanchándole la boca hasta convertirla en un gran tajo rojo.
Según le acuchillaba, el viejo contraatacó, lanzando la mano derecha, la que sostenía la navaja. La hoja le abrió una línea roja en el muslo, por encima de la rodilla derecha, que se le dobló.
Martin comenzó a levantarse del suelo, mientras Marybeth empezaba a caer. El viejo rugía al incorporarse. La atrapó a la altura del estómago, en un placaje casi perfecto, y Marybeth se estrelló contra la encimera de la cocina. Como pudo, la mujer clavó el último cuchillo en el hombro de Martin, hundiéndolo hasta el mango. Fue lo mismo que clavarlo en el tronco de un árbol, si se consideran los resultados que obtuvo.
Se deslizó hacia el suelo, con el padre de Jude encima de ella. La sangre todavía formaba espuma en el cuchillo clavado en su cuello. Volvió a atacarla con la navaja.
Marybeth se protegió el cuello, cubriéndolo débilmente con la mano herida. La sangre corrió entre sus dedos. Se había abierto una tosca sonrisa negra en la carne blanca de su garganta.
Se deslizó hacia un lado. Golpeó con la cabeza en el suelo. Miró a Martin y a Jude al caer. Un lado de su cara se apoyaba en la sangre, un charco de sangre espesa, de color granate.
El padre de Jude cayó y se quedó a cuatro patas. Su mano libre estaba todavía alrededor del mango del cuchillo que tenía clavado en la garganta. Parecía explorarlo a ciegas con los dedos, midiéndolo, pero sin hacer nada para sacarlo. Estaba acribillado, con un cuchillo clavado en el hombro, otro en la espalda, pero él sólo estaba interesado en el tercero, el que le atravesaba el pescuezo, sin dar señales de darse cuenta de la presencia de las otras hojas de acero metidas en su cuerpo.
Martin gateó vacilante, alejándose de Marybeth y de Jude. Los brazos cedieron primero y luego la cabeza cayó al suelo. El golpe en la barbilla fue tan fuerte que se oyó el ruido de los dientes al chocar entre sí. Trató de impulsarse para ponerse de pie y a punto estuvo de lograrlo, pero en el último instante se aflojó y rodó hacia un lado. Ocurrió lejos de Jude, lo cual fue un pequeño alivio para éste. Así no lo tendría pegado a su cara mientras moría otra vez.
Marybeth intentaba hablar. Su lengua salió de la boca, movió los labios. Los ojos imploraban a Jude que se acercara. Las pupilas se habían convertido en puntos negros.
Jude se arrastró por el suelo, avanzando con los codos, acercándose a ella. La joven ya estaba susurrando algo. Era difícil oírla por encima de los ruidos del moribundo, que de nuevo soltaba toses ahogadas y daba fuertes golpes con los talones en el suelo. Parecía dominado por una especie de diabólica convulsión.
– No ha… desaparecido -decía Marybeth débilmente-. Va a… volver… otra vez. Nunca… se irá.
Jude miró a su alrededor, buscando algo que pudiera taponar la herida de la garganta. Estaba ya tan cerca que sus manos chapoteaban en el charco de sangre que la rodeaba. Descubrió un paño de cocina colgado en el asa del horno. Lo cogió.
Marybeth le miraba a la cara, pero Jude tenía la impresión de que ya no le veía…, la sensación de que en realidad miraba a través de él, hacia una distancia inalcanzable.
– Escucho… a Anna. La escucho… llamándome. Tenemos… que hacer… una puerta. Tenemos que… dejarla entrar. «Haznos una puerta. Haz una puerta… -dice-… y yo la abriré».
– No hables. -Levantó la mano de la joven, enrolló el paño en el cuello y presionó, intentando detener la hemorragia.
Marybeth le agarró la muñeca.
– Yo no puedo abrirla… una vez que esté… en el otro… lado. Tiene que ser ahora. Yo ya estoy muerta. Anna está muerta. No puedes… salvarnos… a nosotras -dijo. Había mucha sangre, demasiada sangre-. Olvídate… de nosotras. Sálvate… tú.
Al otro lado de la habitación Jude escuchó más toses, se volvió y vio a su padre, que estaba a punto de vomitar. Escupía con un tremendo esfuerzo algo que salía por su garganta. Jude supo enseguida de qué se trataba.
Miró a Marybeth con más incredulidad que pesar. Con la mano cubrió la cara de la joven, que estaba muy fría al tacto. Le había hecho una promesa. Se había prometido a sí mismo, además de a ella, que la cuidaría, y allí estaba la pobre, con la garganta cortada, diciéndole que era ella quien lo iba a cuidar a él. Se esforzaba por vivir un poco más con cada suspiro. No podía controlar el temblor.
– Hazlo, Jude -imploró-. Simplemente, hazlo.
Levantó las manos de la chica y las puso sobre el paño de cocina, para mantenerlo presionado sobre el cuello herido. Luego se volvió y gateó por encima de la sangre de la mujer, hasta alcanzar el borde del charco. Se escuchó a sí mismo tarareando otra vez su canción, su nueva canción, la melodía parecida a un himno sureño, a una composición country. ¿Cómo se hacía una puerta para los muertos? ¿Sería suficiente simplemente dibujar una? Trataba de pensar, desconcertado, con qué dibujarla, cuando vio las huellas rojas que sus manos iban dejando sobre el linóleo. Mojó un dedo en la sangre de la chica y comenzó a trazar una línea sobre el suelo.
Cuando consideró que la había hecho suficientemente larga, empezó a dibujar otra, formando un ángulo recto con la primera. La sangre que había en la punta de su dedo se acabó, o mejor dicho se secó. Giró, arrastrándose lentamente, para regresar hacia Marybeth y el amplio y tembloroso charco de sangre en el que estaba tendida.
Miró más allá de ella y vio a Craddock, saliendo por la boca abierta de su padre. La cara del fantasma estaba horriblemente alterada por el esfuerzo. Emergía con los brazos hacia abajo, una mano sobre la frente y la otra sobre el hombro de Martin. A la altura del estómago, su cuerpo estaba aplanado y enrollado, como una soga que llenaba la boca de Martin y parecía extenderse hacia abajo, a través de su laringe atragantada. Craddock había entrado con la facilidad de un líquido que cae por una hendidura, pero estaba tratando de salir como un hombre hundido hasta la cintura en un pantano cenagoso. El muerto habló:
– Morirás. La puta morirá, tú morirás, nosotros moriremos, todos juntos iremos por la ruta de la noche, tú quieres cantar la la la, te enseñaré a cantar, te enseñaré.
Jude metió la mano en la sangre de Marybeth, mojándola por completo, y se volvió, para enseguida alejarse otra vez. No pensaba en nada. Era una máquina que gateaba estúpidamente hacia delante, mientras terminaba de dibujar la puerta. Acabó la parte de arriba del sangriento símbolo, se arrastró para dar la vuelta y empezó una tercera línea, yendo con esfuerzo en dirección a Marybeth. Trazaba como podía una línea torpe y sinuosa, gruesa en algunos lugares, apenas una delgada mancha en otros.
La parte inferior de la puerta era el charco. Cuando llegó a él, miró la cara de Marybeth. Toda su camiseta estaba empapada por delante. La cara aparecía pálida e inexpresiva, y por un momento pensó que era demasiado tarde, que estaba muerta, pero entonces sus ojos se movieron, imperceptiblemente, sólo un poco, observándolo a través de una neblina opaca mientras se acercaba.
Craddock empezó a gritar, furioso por la frustración. Casi todo él había salido ya del viejo. Sólo le faltaba una pierna. Ya intentaba ponerse en pie, pero la pierna estaba atascada en alguna parte del interior de la garganta de Martin, y eso parecía hacerle perder el equilibrio. En la mano del espectro estaba la navaja de hoja en forma de media luna. La cadena colgaba de ella dibujando un bucle brillante, que se balanceaba.