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No. Ella no estaba muerta hacía un momento, cuando abrió la puerta. No aceptaba que Marybeth hubiera desaparecido simplemente, sin dejar ningún rastro en la tierra. Gateó. Era lo único que se movía en la habitación en ese momento. La tranquilidad del lugar, después de lo que acababa de ocurrir, parecía incluso más increíble que el agujero entre diferentes mundos que se había abierto en el suelo. Sentía dolores, le dolían las manos, le dolía la cara, y tenía un hormigueo en el pecho, un escozor helado y mortal. No se asustó, porque pensó que si el destino le había reservado un ataque cardiaco para esa tarde, ya tendría que haberse producido. Aparte del continuo murmullo que lo rodeaba por todas partes, no había ningún otro ruido en absoluto, excepción hecha de sus propios suspiros, tratando de recuperar el aliento, y los arañazos de sus manos, que rascaban el suelo sin saber por qué. Se escuchó a sí mismo pronunciando el nombre de Marybeth.

Cuanto más se acercaba a la luz, más difícil le resultaba mirarla. Cerró los ojos… y se encontró con que seguía viendo la habitación ante él, como a través de una pálida cortina de seda plateada, con la luz atravesando sus párpados cerrados. Detrás de los globos oculares, los nervios latían con una cadencia regular, siguiendo aquel pulso incesante.

No podía soportar toda aquella luz y apartó la mirada girando la cabeza. Siguió gateando hacia delante, sin mirar. De modo que Jude no se dio cuenta de que había llegado al borde de la puerta abierta hasta que puso las manos y no encontró nada donde apoyarse. Marybeth (¿o había sido Anna?) había permanecido suspendida sobre la puerta abierta, como si estuviera sobre una hoja de vidrio, pero Jude cayó como un condenado a muerte que se precipita por la trampilla del cadalso. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de caer a plomo hacia la luz.

Capítulo 46

La sensación de estar cayendo (una impresión enfermiza de ingravidez, notada en la boca del estómago y en las raíces de los pelos) apenas ha pasado cuando se da cuenta de que la luz no es ya tan intensa. Levanta una mano para proteger sus ojos y parpadea hacia ella, que ahora es un polvoriento sol amarillo. Calcula que es media tarde y por la posición del sol está casi seguro de que se encuentra en el sur. Jude está en el Mustang otra vez, instalado en el asiento del acompañante. Anna va al volante, y tararea para sí misma mientras conduce. El motor emite un rugido bajo y controlado. El Mustang funciona bien. Está como recién salido de fábrica, o de la tienda de coches, en 1965.

Avanzan un kilómetro y medio más o menos. Ninguno de ellos dice nada, hasta que él finalmente identifica la carretera en la que están, la autopista estatal 22.

– ¿Adonde nos dirigimos? -pregunta por fin.

Anna arquea su espalda, estirando la columna vertebral. Mantiene ambas manos en el volante.

– No sé. Pensaba que sólo estábamos paseando. ¿Adonde quieres ir?

– No importa. ¿Qué te parece Chinchuba Landing?

– ¿Qué hay allí?

– Nada. Sólo es un lugar para quedarse un rato, escuchar la radio y mirar el paisaje. ¿Qué te parece?

– Me parece un paraíso. Debemos estar en el cielo.

Cuando Anna dice eso, a Jude le empieza a doler la sien izquierda. Desearía que ella no hubiera dicho nada. No están en el cielo. No quiere oír hablar de eso.

Durante un rato ruedan sobre una carretera de dos carriles, con el pavimento roto aquí y allá, muy descuidado. Luego él ve la salida que se acerca a la derecha, la señala y Marybeth conduce el Mustang hacia ella sin decir una palabra. El camino es ahora de tierra, y los árboles crecen cerca, a cada lado, inclinándose sobre él, convirtiéndolo en un túnel de rica luz verde. Sombras y fugaces rayos de sol pasan sobre las limpias y delicadas facciones de Marybeth. Parece muy serena, cómoda al volante del gran coche, feliz por tener toda la tarde por delante, sin ninguna obligación especial, salvo detenerse en algún lugar con Jude y escuchar música.

¿Cuándo se ha convertido en Marybeth?

Es como si él hubiera formulado la pregunta en voz alta, porque ella se vuelve y le dirige una sonrisa avergonzada.

– Traté de advertirte, ¿no? Dos mujeres por el precio de una.

– Me lo advertiste.

– Sé por qué camino vamos -dice Marybeth, sin el menor rastro del acento del sur que ha venido marcando su voz en los últimos días.

– Ya te lo he dicho. El que va a Chinchuba Landing.

Ella le devuelve una mirada perspicaz, divertida y ligeramente compasiva. Luego, como si él no hubiera dicho nada, Marybeth continúa hablando:

– Diablos. Después de todas las cosas que he escuchado sobre este camino de cabras, esperaba que fuera peor. Esto no es tan malo. Bastante bonito, en realidad. Llamándose el camino de la noche, uno espera que por lo menos reine la oscuridad. Tal vez sólo es de noche aquí para algunas personas.

Él hace una mueca de dolor…, otra aguda punzada en la cabeza. Quiere pensar que la chica está confundida, que se equivoca al referirse al lugar en el que están. No sólo no es de noche, sino que difícilmente puede decirse que se trate de un camino.

Un momento después están botando a lo largo de un par de huellas trazadas en el polvo, estrechas marcas de ruedas, con un frondoso lecho de hierbas y flores silvestres creciendo entre ambas. Las plantas chocan con el guardabarros y se aplastan bajo el chasis. Pasan junto a los restos de una furgoneta de color pálido, impreciso, aparcada debajo de un sauce, con el capó abierto y las hierbas invadiéndolo. Jude apenas la mira de refilón al pasar.

Las palmeras y el follaje se abren al llegar a la siguiente curva, pero Marybeth disminuye la velocidad, de modo que el Mustang apenas sigue avanzando. De momento continúan protegidos por la sombra fresca de los árboles que se inclinan sobre ellos. La grava cruje de manera agradable debajo de los neumáticos. Es un sonido que a Jude siempre le ha encantado, un ruido que todos adoran. Más allá del claro cubierto de hierba está el mar marrón, la superficie pantanosa del lago Pontchartrain, con el agua alborotada por el viento y los bordes de las olas lanzando destellos de acero pulido, recién enfriado. Jude se queda un poco sorprendido por el cielo, que es de un descolorido color blanco, uniforme y cegador. Es un cielo tan luminoso que resulta imposible mirarlo directamente, e incluso saber dónde está el sol. Jude aparta la mirada de él, entornando los ojos y levantando una mano para protegérselos. El dolor en la sien izquierda se intensifica, latiendo al ritmo de su pulso.

– Maldición -exclama-. Ese cielo.

– ¿No es extraordinario? -pregunta Anna desde el interior del cuerpo de Marybeth-. Uno puede ver a una gran distancia. Uno puede ver hasta la eternidad.

– No puedo ver una mierda.

– No -dice Anna, pero todavía es Marybeth al volante, es la boca de Marybeth la que se mueve-. Tienes que protegerte los ojos de esa luz. En realidad no puedes mirar ahí. Todavía no.