Nosotros tenemos problemas para mirar hacia atrás, hacia tu mundo, aunque no valga la pena. Tal vez te has dado cuenta de la presencia de unas líneas negras delante de nuestros ojos. Considera que son como gafas de sol de los muertos vivientes. -La afirmación la hace reír, con las carcajadas un poco roncas y bruscas de Marybeth.
Detiene el automóvil en el borde mismo del claro, lo aparca. Las ventanillas están bajadas. El aire que susurra sobre las ramas tiene el olor dulce de la maleza secada por el sol y de la hierba silvestre. Por debajo de ese aroma, él puede sentir el sutil perfume del lago Pontchartrain, una fragancia fresca, de pantano.
Marybeth se inclina hacia él, pone la cabeza sobre su hombro, coloca un brazo en la cintura de Jude, y cuando habla otra vez lo hace con su propia voz:
– Ojalá pudiera regresar contigo, Jude.
El hombre reacciona con un súbito escalofrío.
– ¿Qué quieres decir?
Ella le mira cariñosamente a la cara.
– Vaya. Casi lo hemos logrado. ¿No? ¿No es cierto que casi lo hemos logrado, Jude?
– Basta -dice el cantante-. Tú no vas a ninguna parte. Tú te quedas conmigo.
– No lo sé -dice Marybeth-. Estoy cansada. Hay un largo viaje de regreso, y no creo que pueda soportarlo. Te juro que este coche está usando algo de mí como combustible, y yo estoy casi exhausta.
– Deja de hablar de esa manera.
– ¿Te parece bien que escuchemos un poco de música?
Él abre la guantera, busca a tientas una cinta. Es una selección de grabaciones de prueba, una colección privada. Elige sus nuevas canciones. Quiere que Marybeth las escuche. Desea que la mujer sepa que él no lo ha abandonado todo. La primera canción empieza a escucharse. Es Drink to the dead. La guitarra suena y toca un himno country, casi un rezo acústico, dulce y solitario, un tema melancólico, hecho para llorar. Maldición, le duele la cabeza, ambas sienes en ese momento, un latido constante detrás de los ojos. Maldito sea ese cielo con su abrumadora luminosidad.
Marybeth se yergue en el asiento, pero ya no es Marybeth, sino Anna. Sus ojos están llenos de esa luz, están repletos de ciclo.
– Todo el mundo está hecho de música. Todos somos cuerdas de una lira. Resonamos. Cantamos juntos. Eso fue hermoso. Con ese viento sobre mi cara. Cuando cantas, yo canto contigo, cariño. Tú lo sabes, ¿no?
– Basta -dice él. Anna se acomoda detrás del volante otra vez, y pone en marcha el coche-. ¿Qué estás haciendo?
Marybeth se inclina hacia delante desde el asiento trasero y busca la mano de él. En ese momento las dos mujeres están separadas. Son dos personas individuales, diferentes, tal vez por primera vez en varios días.
– Tengo que dejarte, Jude. -Se acerca hasta colocar su boca sobre la de él. Los labios de la chica están fríos y temblorosos-. Hemos llegado. Aquí es donde tú te bajas.
– Nosotros -dice el hombre, y cuando ella trata de retirar su mano, él no la deja ir, aprieta con más fuerza, hasta que puede sentir los huesos que se doblan bajo la piel. Jude la besa otra vez, y habla sobre su boca-: Donde nos bajamos. Nosotros. Nosotros -insiste.
Ruido de grava bajo los neumáticos otra vez. El Mustang avanza bajo el cielo abierto. El asiento delantero se llena con una inundación de luz, una incandescencia que borra todo el mundo existente fuera del coche, que sólo deja el interior. A Jude le cuesta ver incluso lo que hay dentro del vehículo, por más que mire con los ojos entornados. El dolor que persiste detrás de sus globos oculares es sorprendente, maravilloso. Todavía tiene a Marybeth sujeta por la mano. Ella no puede irse si él no la deja, y la luz… Oh, Dios, hay tanta luz. Algo ocurre con el estéreo del automóvil, su canción va y viene, vacilante, ahogándose debajo de una palpitante armónica, profunda y baja. Es la misma música extraña que había escuchado cuando cayó por la puerta abierta entre ambos mundos. Quiere decirle algo a Marybeth, desea que sepa que lamenta no poder cumplir sus promesas, las que le hizo a ella y las que se hizo a sí mismo. Quiere decirle cuánto la ama, pero no puede encontrar su voz y le resulta difícil pensar por culpa de la luz que le da en los ojos y de ese murmullo que resuena en su cabeza. La mano de ella. Él sigue sujetando su mano. Aprieta su mano una y otra vez, tratando de decirle lo que tiene que decirle por medio del tacto. Y ella aprieta a su vez.
Y una vez en la luz, ve a Anna, la ve iluminada, brillando como una luciérnaga, la ve apartarse del volante, la ve sonreír y extender el brazo hacia él, poniendo su mano sobre la de él y la de Marybeth, y es entonces cuando dice lo inesperado:
– Maldición, creo que este peludo hijo de perra está tratando de incorporarse.
Capítulo 47
Jude parpadeó por la luz blanca, clara y dolorosa de un oftalmoscopio que apuntaba a su ojo izquierdo. Intentó, con fuerza, ponerse de pie, pero alguien lo sujetaba con una mano colocada sobre su pecho, manteniéndolo aplastado contra el suelo. Abrió la boca en busca aire, como una trucha recién pescada y lanzada a la orilla en el lago Pontchartrain. Le había dicho a Anna que podrían ir a pescar allí, lo dos juntos. ¿O había sido a Marybeth? Ya no lo sabía.
El oftalmoscopio fue retirado y se quedó mirando sin ver hacia el techo manchado de moho de la cocina. En algunas ocasiones, los locos se hacían agujeros en su propia cabeza para dejar salir a los demonios, para aliviar la presión de los pensamientos que ya no podían tolerar más. Jude comprendió ese impulso. Cada latido de su corazón era un nuevo y sorprendente golpe, sentido en los nervios de detrás de los ojos y en las sienes. Eran doloro-sas pruebas de que estaba con vida.
Un cerdo con la cara rosada y blanda se inclinó sobre él, sonrió obscenamente y habló:
– ¡A la mierda! -exclamó-. ¿Sabes quién es éste? Es Judas Coyne.
– ¿Podemos sacar a los malditos cerdos de la habitación? -preguntó otra voz.
El cerdo que tenía casi encima fue empujado con una patada y se oyó un chillido de indignación. Un hombre de prolija barba marrón, de chivo, y ojos avisados se inclinó hasta entrar en el campo visual de Jude.
– ¿Señor Coyne? Procure no moverse. Ha perdido mucha sangre. Vamos a ponerlo en una camilla.
– Anna -dijo Jude con voz temblorosa y respirando con dificultad.
Una breve expresión de dolor, y algo así como una disculpa, pasaron por los claros ojos azules del joven enfermero.
– ¿Anna era su nombre?
No. No. Jude se había equivocado. Ése no era su nombre, pero no pudo encontrar el aliento necesario para rectificar. Entonces se dio cuenta de que el hombre que se inclinaba sobre él se había referido a ella en tiempo pasado.
Arlene Wade habló en su nombre.
– Me dijo que su nombre era Marybeth.
La vieja enfermera se inclinó por el otro lado, mirándolo con sus ojos cómicamente grandes detrás de las gafas. La mujer estaba hablando de Marybeth también en tiempo pasado. Trató otra vez de sentarse, pero el enfermero de la barbita de chivo se lo impidió con firmeza.
– No trates de levantarte, querido -le recomendó Arlene.
Algo hizo un ruido metálico no muy lejos de él. Miró hacia delante, sobre su propio cuerpo, más allá de sus pies, y vio a unos hombres empujando una camilla en dirección al pasillo. Una bolsa de plástico, llena de sangre, se balanceaba de un lado a otro, sostenida por una varilla de metal fijada a la camilla. Desde su posición en el suelo, Jude no podía ver nada de la persona que estaba sobre la camilla, salvo una mano que colgaba en un lado. La infección que había arrugado y dejado blanca la palma de la mano de Marybeth había desaparecido, no quedaba rastro de ella. Su mano, pequeña y delgada, oscilaba sin fuerza, siguiendo el movimiento de la camilla, y Jude pensó en la niña de su obscena película pornográfica, en la manera en que al caer parecía no tener huesos. Se quedaba inerte, vacía, cuando la vida la abandonaba. Uno de los enfermeros que empujaba la camilla bajó la vista y vio a Jude, que miraba. Cogió la mano de Marybeth y la volvió a poner en su sitio. Los demás empujaron la camilla hasta que quedó fuera de la vista de Jude. Todos iban hablando en voz baja, nerviosos.