Andrea Camilleri
El Traje Gris
Traducción del italiano de Ma Antonia Menini Pagés
para Cario y Silvana,
amigos verdaderos de toda una vida
1
Abrió los ojos a las seis en punto como todas las mañanas. Tras incorporarse unos centímetros y volverse aun a riesgo de caerse de la cama, buscó a tientas con la mano izquierda en la mesita de noche, encontró el reloj de pulsera, lo cogió, volvió a tumbarse, encendió la luz con la otra mano, miró el reloj y tuvo la confirmación de que eran las seis. No podría haber sido de otro modo: después de más de cuarenta años, su cuerpo se había habituado a un despertador interior que nunca fallaba. Por ese motivo, y aunque la víspera se hubiera acostado con la intención de dormir una hora más que de costumbre, no había manera de cambiar ese despertador corporal que siempre sonaba a las seis en punto. Eran muchas las cosas matinales que su cuerpo hacía… ¿cómo decirlo?, de una forma automática. Pero ¿por qué, sólo a modo de ejemplo, tenía que buscar a tientas en la oscuridad hasta que las puntas de los dedos percibían la esfera del reloj, cogerlo con la misma mano, encender la luz con la otra, volver a tumbarse y mirar finalmente qué hora era? ¿No podía hacerlo sin necesidad de todo aquel jaleo? Entre otras cosas, habría sido un ahorro de energía. Y de relojes, bien mirado. Porque en el transcurso de cuarenta años, a fuerza de tantear en la oscuridad, había roto tres relojes, caídos al suelo. Sin embargo, ¿cómo se pone un despertador interior a una hora distinta? Lo mismo le ocurriría a un despertador tradicional de esos que se tienen en la me-sita de noche: después de cuarenta años con la manecilla puesta en las seis, difícilmente podría desbloquearse de aquella posición. Porque a partir de esa mañana él ya no necesitaba despertarse a esa hora. La víspera se había jubilado. No obstante, era evidente que su cuerpo no había recibido la notificación oficial del acontecimiento; tanto era así que, cinco minutos después de haberse despertado y a pesar de un tímido intento de quedarse un ratito más en la cama, se encontró, como de costumbre, levantado. Tras visitar el cuarto de baño, donde sufrió un ardor tan intenso que casi se le saltan las lágrimas, se dirigió al vestidor, una pequeña estancia estrecha y larga con un armario blanco empotrado que ocupaba toda una pared. Sobre los dos galanes de noche, Giovanni -el criado- ya le había preparado la ropa interior y el traje. La víspera no le había dado instrucciones concretas sobre las prendas que necesitaría, por lo que el criado se había atenido a la pauta habitual, es decir, traje gris oscuro, camisa blanca y corbata seria. Cuando terminó de arreglarse y se miró en el espejo, se sintió un poco incómodo. Se preguntó la razón. Y enseguida obtuvo la respuesta: iba vestido como todos los días, exactamente como si tuviera que ir al banco. Sólo que al banco ya no tenía que ir. Sin embargo, no le apetecía abrir el armario y elegir otro atuendo. Habría sido una tarea muy difícil. Hacía años que no lo abría, precisamente desde que Adele y él habían decidido dividir el piso en dos, y por tanto no sabía cómo habría distribuido sus trajes el criado en su interior. Volvió a mirarse en el espejo y esta vez se encontró francamente ridículo. Iba vestido como para asistir a un consejo de administración, cuando lo único que habría de administrar a partir de aquel momento era la enorme cantidad de tiempo que tenía a su disposición para no hacer nada. No; decididamente debía cambiarse. El armario empotrado estaba subdividido en dos secciones, cada una formada por seis compartimentos. Abrió el primero de la derecha y al punto lo cerró: eran todos trajes de verano. El segundo también. En cambio, el tercero contenía prendas de entretiempo. Ya casi nadie las llevaba porque desde hacía años los entretiempos habían desaparecido: se pasaba del calor al frío y viceversa sin solución de continuidad. Ahora ya tenía claro el orden: los trajes de invierno se encontraban en los tres compartimentos de la izquierda. Pero justo en ese momento se le pasaron las ganas de seguir buscando. Ridículo, de acuerdo. Sin embargo, ¿acaso debía rendir cuentas a alguien? Total, no pensaba salir de casa y no esperaba a nadie. Aunque por lo menos podía hacer una cosa, algo completamente distinto que rompía la cuadragésima costumbre: quitarse la corbata. Se llevó la mano al cuello y empezó a manipularla con los dedos, y el resultado fue que apretó tanto el nudo que poco faltó para que se estrangulara. Intentó aflojarlo y no lo consiguió. Era como si los dedos estuviesen llamados a efectuar un gesto antinatural y se negaran. Pero ¿cómo era posible? Por la noche, cuando se desvestía, jamás le había ocurrido. Ya, por la noche. Pero no a las siete de la mañana. A esa hora, sus dedos estaban acostumbrados a hacer el nudo, no a deshacerlo. Podía ser una explicación. Y era también la señal de que sería largo y complicado habituar a su cuerpo a ritmos difíciles e insólitos. El nudo resistió un último intento. Le costaba respirar. Entonces corrió al cuarto de baño, cogió las tijeritas de las uñas y cortó el nudo; luego, tiró los dos trozos de corbata a la papelera. Oyó llamar a la puerta con tanta discreción que, por un instante, le pareció que había oído mal. -¿Sí? -¿Todo bien, señor? -preguntó temeroso Giovanni. -Sí. -He vuelto a prepararle el café, señor. ¿Vuelto a preparar? Se había entretenido demasiado en el vestidor y había trastocado los tiempos rigurosos de las costumbres matinales. Giovanni, que había ido al estudio para retirar la bandeja, al ver que la taza seguía llena, se había tomado la molestia de hacerle café de nuevo, porque a él el café recalentado le provocaba ardor estomacal. E incluso se había atrevido a dirigirle la palabra, temiendo una repentina indisposición.
El día que empezó a prestar servicio en la casa, el asistente había recibido instrucciones precisas: jamás tenía que dejarse ver ni dirigirle la palabra al señor antes de que éste hubiera tomado su café. Él tenía aquella manía desde que trabajaba en el banco. Al despertar, todo su ser se convertía en una especie de monada; así había definido él mismo aquel estado concreto, echando mano de sus recuerdos escolares: esféricamente encerrado en sí mismo, incapaz de abrir siquiera un minúsculo respiradero al exterior sin tener una dolorosa sensación. Una voz, un gesto, un rostro lo herían. Su cerebro, protegido, envuelto en un capullo, podía entregarse por entero a los problemas a que debería enfrentarse a lo largo de la jornada, de tal manera que cuando llegaba al despacho en su mente veía claros y definitivos todos los movimientos que habría de hacer, todas las decisiones que debería tomar. En cambio, nada más beberse el café, se sentía dispuesto a acoger al mundo entero.
Cuando aún dormía con Adele, al abrir los ojos ni siquiera se volvía a mirarla, convencido de que, al ver su cuerpo perfilado por la sábana, su cerebro sería incapaz de bajar la persiana metálica que lo separaba del exterior. Se levantaba cautelosamente para no despertarla y, con el paso rápido y ligero de un ladrón, recorría los pasillos y habitaciones de la espaciosa casa que parecía desierta, puesto que el criado y la sirvienta de entonces, que habían aprendido a sincronizarse perfectamente con sus movimientos, entraban en una habitación en cuanto él salía de ella. El tiempo interrumpido de la casa se ponía en marcha diez minutos después de que él se hubiera encerrado en el estudio para beber una taza y media de café -la primera azucarada con una cucharadita rasa y la segunda sola pero aprovechando el azúcar residual del fondo-, en cuanto la persona de servicio llamaba ligeramente a la puerta y preguntaba: -¿Puedo retirar la bandeja, señor? -Sí. Y parecía que la casa respiraba de nuevo tras haber contenido un buen rato el aliento, los muebles volvían a chirriar, se oía un paso leve sobre el parquet encerado, el timbre de la puerta de servicio daba señales de vida. El empezaba a revisar los documentos de la cartera que había preparado la víspera, y cuando ya estaba más que seguro de que los había colocado todos en el debido orden, se levantaba echando un último vistazo al enorme escritorio negro de caoba (el catafalco, lo llamaba Adele) heredado de su padre y se dirigía a la antesala, donde el asistente ya lo esperaba con el sobretodo de temporada, el abrigo, el loden o el impermeable, y el sombrero en la mano. Junto a la acera, lo aguardaba el automóvil del banco, con la puerta posterior abierta y el chófer rígidamente de pie a su lado.