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Había conocido a Caruana en la universidad y, a pesar de que pertenecían a facultades distintas, se habían f hecho bastante amigos, a tal punto que pasaron un año | compartiendo una habitación de alquiler. Después, durante años, se perdieron totalmente de vista hasta reencontrarse, ya maduros: Caruana, urólogo de fama internacional y docente universitario; y él, alto directivo del banco con quien el profesor mantenía frecuente trato. Porque Caruana, con todo el dinero que había ganado, era muy aficionado a especular y ganar, y él había tenido ocasión de darle algún buen consejo. Lo telefoneó a su casa. «Si me necesitas, llámame a este número que te he escrito aquí, pero antes de las ocho de la mañana como máximo. Después salgo y es difícil localizarme», le había dicho una vez, entregándole un papelito. Le contestó una amable voz femenina, seguramente su esposa, la cual le dijo que esperara, que a lo mejor el profesor ya había salido, pero Caruana dio señales de vida resollando. -Me has pillado justo delante del ascensor. Me voy corriendo. ¿Qué te pasa? Él le explicó lo que le ocurría. -¿Desde cuándo tienes ese problema? -Desde hace cosa de un mes. -Pues has perdido tiempo. ¿Has desayunado? -Nunca desayuno. Sólo tomo un café. -¿Y te lo has tomado? -Sí. -Pues entonces hoy no podemos hacer nada. Compra en la farmacia un frasco apropiado, y mañana por la mañana, totalmente en ayunas, recoge un poco de orina y después llevas el frasco al laboratorio Ge-rratana, que son buenos y rápidos. Y ya que estás, que te hagan un análisis de sangre. Quiero el hemograma completo más las plaquetas. Ah, y también quiero el PSA, el antígeno específico de la próstata, total y libre. ¿Está claro? ¿Te acordarás? -Sí. Ahora lo apunto. ¿Y después? -En cuanto te den los resultados, me llamas. Se puso la corbata y salió sin decir nada a nadie. Total, no esperaba ni visitas ni llamadas. Por la calle ya se veía gente vestida como si fuera pleno verano. Y en efecto, el grueso traje le dio calor enseguida. La farmacia no estaba muy cerca. A paso normal tardaría más de media hora, pero no cogió el autobús; le apetecía caminar. Llegó a la farmacia empapado de sudor. Aparte de que el traje ya no era de temporada, también le pesaba la falta de ejercicio; hacía años que no daba un paseo tan largo. Tuvo que hacer cola. Había personas, sobre todo mayores, que se iban con una bolsa de plástico como de supermercado, llena a rebosar de medicamentos. Claro, no los pagaban ellos sino el Estado. Compró dos frascos. Nada más salir de la farmacia, de pronto se sintió demasiado cansado y decidió recuperar fuerzas antes de volver andando a casa. Vio un bar con unas mesitas en la acera y fue a sentarse allí. El camarero se acercó presuroso. Pidió un café. El cansancio, en lugar de remitir, parecía aumentar minuto a minuto y subirle por las piernas a todo el cuerpo. Muchos años atrás, cuando todavía era un muchacho, había caído enfermo de hepatitis. Pues ahora se sentía como aquellos primeros días de convalecencia. La misma languidez, la misma sensación de ir a la deriva. Hasta los brazos se le estaban aflojando. Empezó a preocuparse; jamás le había ocurrido. ¿Sería posible que un paseo de media hora lo dejara reducido a ese estado de piltrafa? ¡Ni que tuviera ochenta años! Aunque la mesita estaba a la sombra, él seguía sudando. Se pasó el pañuelo por la cara, pero no experimentó el menor alivio. Y de pronto la placita empezó a darle vueltas a creciente velocidad, hasta que ya no consiguió distinguir nada: hombres, casas, coches, todo se había convertido en una especie de pozo grisáceo en cuyo interior se hundió profundamente durante unos segundos. Emergió, no supo cuánto rato después, respirando afanosamente, empapado de un sudor gélido. Delante de él había una chica de unos dieciocho años, graciosa, con vaqueros, camiseta y ombligo al aire, mirándolo preocupada. -¿Se encuentra mal? -No, gracias; sólo estoy un poco cansado. -Si necesita… -No, gracias. -¿Seguro? -Quédese tranquila, gracias. La chica se alejó, no sin lanzarle un par de miradas por encima del hombro. Cuando el camarero se dignó por fin servirle el café, tuvo que emplear ambas manos para acercarse la taza a la boca. El café le hizo efecto de inmediato. Pagó, se levantó con unas piernas que todavía le temblaban, se acercó al borde de la acera y, en cuanto vio un taxi, alzó el brazo. Cuando oyó la dirección, el taxista murmuró: -Pero ¡si eso está aquí mismo! Le pagó el doble de la carrera. Al entrar en su apartamento, corrió al cuarto de baño, se desnudó y se refrescó. Después se tumbó en la cama, pensando en la jovencita del bar. ¿El habría hecho lo mismo a los dieciocho años? A los dieciocho puede que sí; a los treinta y seis, no. Y a los treinta y seis, ¿aquella misma joven se detendría? ¿Y Adele? ¿Habría sido capaz de hacerlo? Adele ni a los dieciocho, concluyó entre amargado y divertido. Pero ¿qué significaba aquel malestar? A lo mejor había una explicación y no se trataba de una enfermedad. Todos los años, los dos primeros días de vacaciones experimentaba un fuerte dolor de cabeza y un gran cansancio. Su cuerpo sufría los efectos del brusco cambio de ritmo -nada de horarios obligados, nada de discusiones y negociaciones, nada de repentinos sonidos de teléfono, nada de tensiones-, y aquellos dos días de malestar eran, por tanto, una especie de cámara de descompresión. Pero ahora su cuerpo sabía que el cambio de ritmo no duraría un solo mes, sino años y años, mientras viviera, y había reaccionado a su manera. Quizá, en los días sucesivos, aquel malestar se repetiría unas cuantas veces hasta desaparecer del todo, en cuanto su cuerpo se adaptara. Al cabo de una hora se sintió de nuevo normal. Se dirigió al estudio y, antes de ponerse a leer los periódicos, llamó a Giovanni por el interfono. -Prepáreme un traje más ligero. Por la tarde tengo que salir. A las doce menos cuarto sonó el teléfono. Era Mario Ardizzone. -Bueno pues, ¿lo ha decidido? -En general, sí. Ardizzone guardó silencio. -No, no estamos de acuerdo -dijo al cabo. -¿Por qué? -Me parece haber sido extremadamente claro con usted. Si no es de los nuestros, yo no hago ese negocio. No puede dejarme así, en la duda. -¿Qué duda, perdone? -Si usted me dice que está de acuerdo en general, en mi pueblo significa que no lo está del todo y que, por tanto, después de que yo me exponga con los de la Pides, en determinado momento usted puede echarse atrás. No. Necesito un sí o un no en firme, ahora mismo. Procure comprender mi situación. -Escuche. ¿A qué hora tiene que dar su respuesta a la Fides? A las cinco, ¿no? -Sí. -Bien. No se lo tome a mal, pero ¿podría hablar primero con su padre? -Si es una cuestión de sueldo, papá y yo estamos de acuerdo en que será usted mismo quien establezca la cifra. -No es una cuestión de sueldo. -He de advertirle que papá, oficialmente… -Lo sé, pero es que yo no quiero hablar con él oficialmente. Mario hizo una pausa. -Comprendo. Lo llamo enseguida -dijo al fin, un poco ofendido. Y al cabo de cinco minutos: -Papá lo espera en su casa a las cuatro en punto. ¿Será una cuestión breve? -Sí. -¿Sabe dónde vive? -Ya estuve una vez allí. -Después de hablar con papá, ¿será tan amable de darme una respuesta firme? -Naturalmente.