7
Apenas había tráfico. Por eso tuvo todo el tiempo del mundo para girar a la izquierda cómodamente y detenerse en la explanada que había frente a la entrada del motel. Bajó y entró. -¿Qué desea? -le preguntó el conserje, sentado delante de la consabida colmena de casillas numeradas y con un periódico deportivo abierto sobre el mostrador, mientras se hurgaba cuidadosamente la fosa nasal derecha. Él advirtió que, exceptuando dos, en las casillas no colgaban llaves. Por consiguiente, en aquel momento el motel debía de estar casi completo. Pero en la entrada, aparte del conserje, no había ni un alma y no se oía el menor ruido, ninguna voz; parecía absolutamente vacío. -Un café, por favor. -Se lo mando preparar enseguida -dijo el conserje, pulsando un timbre. Menos mal que se lo prepararía otra persona. Tuvo la tenue esperanza de que el barman llevase las manos limpias. El vestíbulo no era grande. Cabían un sofá y dos butacas de polipiel, el mostrador del conserje y, al fondo, una barra de bar con la típica exposición de botellas en los estantes de la pared. Por un arco situado a la derecha se accedía a un pasillo al que daban las habitaciones de la planta baja, y a la izquierda había una escalera que conducía a las del piso de arriba. El ambiente no era tan sucio como había imaginado, pero sí desaseado y de una dejadez desalentadora. Por una puertecita situada detrás de la barra del bar salió un hombre desaliñado. -Hazle un café al señor -le dijo el conserje. A pesar de que solamente lo había visto dos veces y varios años atrás, lo reconoció: era el mismo que había quitado de la vista el coche de Adele. Debía de ser una especie de factótum, mozo, guardacoches, barman. En las paredes había unas cuantas fotografías enmarcadas. Se acercó para examinarlas. Una cantante de categoría media, un presentador de una emisora de televisión local, un jugador de fútbol, un cómico y el pívot que sin duda había sido amante de Adele. En cada fotografía había una entusiasta dedicatoria al motel. El pívot había firmado sólo con su nombre, Geoffrey, porque así era conocido como jugador. El café estaba como para escupírselo a la cara a quien lo había preparado. -¿Geoffrey era cliente vuestro? -le preguntó al barman. Y para evitar sospechas o que el hombre lo tomara por policía o inspector de hacienda, sonrió como quien disfruta de un grato recuerdo y añadió-: ¡Qué jugador tan estupendo! ¡No había otro como él! ¿Era cliente vuestro? -Cuando estaba con nuestro equipo, a menudo venía a pasar una tarde aquí. Y a veces también se quedaba una noche. -Pero ¿no se alojaba en el hotel Des Palmes? -Sí, pero era aquí adonde venía a, ¿cómo diría?, a descansar -fue la respuesta acompañada de una sonrisa. Él fingió no haber comprendido. -¿Por qué? ¿Acaso no descansaba en su hotel? -¿Sabe que al pobrecillo siempre lo asaltaban los admiradores? No podía dar dos pasos tranquilo. Aquí por lo menos nadie le tocaba los cojones. -Yo era uno de ésos. -¿De quiénes? -De los que, como usted dice, le tocaban los cojones. -¿De veras? Pues no lo parece. -Vaya si lo era. No me perdía ni un partido. Lo seguía incluso en mis viajes de trabajo. No se lo va a creer, pero en casa tengo un álbum de fotografías suyas. E incluso la camiseta que llevaba en aquel famoso partido… -No sabía cómo seguir, y se quedó a medias como pillado por una idea repentina-. Tengo una curiosidad: cuando venía aquí, ¿pedía siempre la misma habitación? -Sí, pero no él. Era su… su acompañante, que siempre quería la misma por el cuarto de baño, por lo visto. Para estar segura, la reservaba. Estaba actuando de maravilla; se felicitó a sí mismo. Era una capacidad que había ido cultivando en el banco con los clientes difíciles. Pero nunca había tenido la oportunidad de llegar tan lejos. Sacó la cartera, cogió un billete de cincuenta euros y lo dejó en el mostrador. -¿No tiene algo más pequeño? -preguntó el barman, interpretando erróneamente su gesto. -Son para usted si me enseña la habitación de Geoffrey. El hombre lo estudió un buen rato, pues la petición no lo convencía; temía que no fuera tan inocente como parecía. Después echó un rápido vistazo al casillero y dijo: -Se podría hacer, veo que en este momento está libre. Pero primero tengo que decírselo a… Disculpe. Salió de detrás del mostrador y fue a hablar con el conserje. Este se quedó mirándolo mientras el desaliñado le hablaba, y después le hizo señas de que se acercara. -No he entendido bien lo que usted desea. ¿Quiere echar una ojeada a la habitación? -Bueno, si es posible, quisiera permanecer en ella una horita para respirar el mismo aire que Geoffrey… -contestó, depositando delante de él otro billete de cincuenta. Ambos empleados se miraron: habían encontrado a un primo, a un fan exaltado e imbécil. -Aquí no alquilamos por horas -dijo el conserje. -Pero es que yo estoy dispuesto a pagar la tarifa de toda una noche. -Sí, de acuerdo, pero debo advertirle que es la habitación más cara del motel. Es una suite, tiene un saloncito, un… -Me parece muy bien. El conserje le entregó una de las dos llaves. El a su vez tendió las de su coche al sujeto desaliñado, que las miró perplejo. -¿Y qué hago con ellas? -Es para que me lleve el coche al garaje. -El garaje se reserva para los clientes habituales, señor -explicó el conserje-. Y hoy precisamente está lleno a rebosar. O sea que Adele era una cuenta habitual. -A no ser que… -añadió el conserje. -Dígame. -A no ser que, para recrear la atmósfera de cuando estaba Geoffrey, usted tuviera compañía. Si son dos, según nuestro reglamento, se tiene derecho al garaje. Eso no se lo esperaba. -Pero ¿no me ha dicho que está lleno a rebosar? -Con buena voluntad, siempre se encuentra un sitio. -Pero es que yo no sé… -Si lo desea, yo podría encargarme. O sea que era un prostíbulo en toda regla. -No, gracias. ¿Le dejo un documento? -Si se queda sólo una hora… -No lo inscribiría en el registro y se repartiría el dinero de la habitación con el desaliñado-. La dos es la primera a la derecha -añadió, señalando el arco.
Una vez dentro, encontró una pequeña antesala con dos puertas. La de la derecha daba a un saloncito decorado con muebles suecos de cierto gusto; tenía televisor, mueble bar y frigorífico. La de la izquierda daba al dormitorio. La cama de matrimonio era espaciosa; el armario tenía un espejo de gran tamaño situado de tal manera que quien se tumbara en la cama pudiera ver su reflejo, y allí también había televisor. Pero la gran sorpresa se la llevó al entrar en el cuarto de baño, que era prácticamente tan grande como el saloncito: bañera, espejo de cuerpo entero incunable en la pared, doble lavabo. Por eso, tal como había dicho el conserje, era la habitación preferida de Adele. Un lugar digno de la ceremonia. La ceremonia de la reina del burdel. En tiempos de Geoffrey, Adele lo había avisado varias veces de que iría a dormir a casa de Gianna… En cambio, acudía al Regina, y por la mañana, el negro, sentado en el pequeño taburete de plástico… El arrebato de celos que lo asaltó fue tan grande que tuvo que tumbarse en la cama. Cerró los ojos. Y en el silencio oyó unos ruidos sofocados pero reconocibles, procedentes de la habitación de al lado. Después todo terminó y, en medio del recuperado silencio, sonó una carcajada femenina exactamente igual que la de su mujer. ¿Sería posible que Adele…? No, ni pensarlo. Sabía que él tenía que pasar por allí. ¿Y si hubiera ido a pesar de todo para provocarlo? Quita, ¿cómo iba a prever que se detendría en el motel? La mujer seguía riendo. Como si supiera que él se encontraba en la habitación contigua y se estuviera burlando. Metió la cabeza bajo la almohada y la apretó contra los oídos. Pero ¿qué había ido a hacer allí? Era la primera vez que se dejaba dominar por un impulso irracional.