Su hijo jamás le había perdonado la boda con Adele. Hijo único, siempre había estado demasiado encariñado con su madre. Y al morir Michela, el muchacho se desesperó tanto y se encerró tanto en su dolor que él, para distraerlo, lo envió un tiempo a Londres, a casa de un primo suyo que trabajaba en la City. Luigi volvió cambiado, más distante, y a menudo se lo veía como ausente, quizá cavilando alguna idea. Tras obtener la licenciatura, regresó a Londres y adiós muy buenas. Antes de la boda con Adele, no pasaba ninguna Navidad sin que Luigi se presentara en Montelusa, pero desde entonces no había regresado. Pocas cartas, llamadas trimestrales. Bien mirado, había cambiado un hijo por una esposa. ¿Había ganado o había perdido? Tal vez, ahora que en la fluctuante balanza Luigi iba a colocar el peso de un nieto… Ligera llamada a la puerta. -Los periódicos, señor. Cogió el Corriere, pero, en lugar de abrirlo por las páginas de economía, se puso a leer las esquelas. Ahora podía permitirse dar prioridad a las noticias necrológicas, recorriendo uno a uno y a conciencia los nombres que componían las interminables listas de quienes participaban en el duelo. Se abrió la puerta del estudio e, inesperadamente, apareció Adele. Debía de haberse despertado hacía un momento, pues iba en bata y zapatillas, aún envuelta en el aroma de la cama. Elegantísima y evanescente, parecía irreal, la copia exacta de una diva americana del cine en blanco y negro. ¿Desde cuándo no había ido a verlo a su apartamento? Desde hacía años, seguro. Pero ¿cuántos? ¿Cuatro? ¿Cinco? Ahora que acababa de cumplir los cuarenta, estaba todavía más guapa que el día de la boda, diez años atrás. Él experimentó un súbito y punzante deseo de su cuerpo, pero no se movió, no abrió la boca; esperó a que hablara ella. -¿Qué tal tu primer día de jubilado? -Bien. Siéntate. -No puedo; tengo que irme volando. Estoy… Quería retenerla y le dijo lo primero que le pasó por la cabeza: -Acaba de llamar Luigi. -¿Qué quería? -Anunciarme que van a tener un hijo. -Ah, qué bien. Bueno, quería decirte que hoy como con Gianna. Nos vemos esta noche a la hora de la cena. ¿Vale? -Vale. ¿Y Daniele? -Daniele almuerza en el comedor universitario. -Se detuvo en la puerta y se volvió para mirarlo-. Oye, no te has puesto corbata. Cuando Adele salió, él permaneció inmóvil, inspirando hondo para captar el leve aroma de su piel que había quedado en el aire.
2
Pero él lo sabía mucho antes de recibir el anónimo. Había sido por casualidad, justo a mediados de su tercer año de matrimonio. Acudía a una cita con uno de los clientes más importantes del banco, el commendatore Ardizzone, que se había roto una pierna y no podía moverse de casa. Administrador delegado de una destacada empresa de importación y exportación de la isla, Ardizzone había amenazado con cambiar de entidad bancaria por los reiterados desaires, a su juicio deliberados, que sufría por parte del banco. Un simple pretexto, pues el banco habría lamentado mucho perder un cliente como Ardizzone y jamás se habría permitido la más mínima grosería con él. La verdad es que al señor administrador delegado ya no le bastaba lo que el banco llevaba años pasándole bajo mano. Y por eso esta vez las negociaciones estaban siendo largas y difíciles. Ardizzone vivía en un chalet fuera de Palermo, y para llegar allí había que tomar un cruce de la carretera estatal de Catania. Él iba solo con su coche particular; si ni siquiera se enteraba el chófer del banco, mejor. «La cosa que menos se sabe es la que sale mejor», según un antiguo proverbio que él había adoptado como norma de conducta bancaria. Puesto que no conocía el camino -era la primera vez que iba al chalet de Ardizzone- conducía despacio. Nada más enfilar el cruce, a la derecha, había un sórdido motel con el letrero «Motel Regina» colgando ladeado y apagado. Entonces vio a Adele, quien, tras bajar de su coche en la explanada de acceso, se dirigió a paso rápido a la entrada del establecimiento, en cuyo interior desapareció. Por un instante estuvo seguro de haberse equivocado, pero le bastó con mirar la matrícula del vehículo para confirmar que había visto bien. Inmediatamente después, un sujeto desaliñado salió del motel, subió al coche de Adele, lo llevó hasta delante de un garaje y, tras abrir la persiana metálica con un mando a distancia, lo dejó aparcado al lado de un BMW. Sin darse cuenta, él había aminorado la marcha hasta casi detenerse. Para sujetar bien el volante antes de acelerar, tuvo que pasarse las manos por las solapas de la chaqueta, pues de golpe se le habían empapado de sudor.
Durante su reunión con Ardizzone se mostró hábil, sagaz, brillante y amablemente expeditivo como nunca antes. A Ardizzone, viendo cómo caían uno a uno todos los argumentos que aducía para justificar su voluntad de cambiar de entidad bancaria, no le quedó más remedio que aceptar la razonable propuesta que él le hacía. Una hora y media después de haber pasado por delante del motel, se encontró de nuevo en el mismo sitio. A la derecha, la carretera estaba flanqueada por un seto bastante alto y tupido de ciruelo silvestre. Dio marcha atrás, pasó por encima de un arcén poco profundo y estacionó el coche unos metros más allá, en un hueco del seto, a resguardo de miradas curiosas y con una buena vista de la entrada del motel. No había ningún coche en la explanada, pero estaba seguro de que su mujer se encontraba todavía dentro. Había transcurrido poco tiempo; seguramente Adele y su amante aún estaban retozando en la cama. Porque Adele necesitaba una hora y media sólo para empezar.
– ¡Procura pensar un poco, papá! ¡Entre tú y esa chica hay un cuarto de siglo de diferencia! -le había dicho Luigi casi a gritos-. ¡Reflexiona, por Dios! ¡Tiene la misma edad que yo! -Ella también es viuda, como yo. -¡No digas chorradas, papá! ¡Tú eres un viudo de cincuenta y cinco años, y ella, una viudita de treinta!
Cuando el presidente en persona se lo presentó, Angelo Picco era un joven treintañero y todavía soltero. -Quisiera que lo tomara como ayudante personal para que pueda aprender de alguien con su experiencia. Se lo agradeceré mucho. Él buscó información y se enteró de que el joven era el sobrino predilecto de un alto funcionario del Banco de Italia. Lo tuvo a su lado durante tres meses y al cabo se convenció de que no merecía la pena. No porque Angelo Picco fuera duro de mollera -al contrario, era rápido e inteligente-, sino porque las actividades bancarias le importaban un bledo. Lo único que lo apasionaba eran las motocicletas y todo lo que giraba a su alrededor. Tenía una potente moto con la que iba al banco y que aparcaba estratégicamente para poder verla desde su despacho. De vez en cuando se acercaba a los ventanales y le lanzaba una mirada de enamorado. Había guardado en un cajón la cajita con cien tarjetas de visita que el banco le entregó, «Dott. Angelo Picco-Asistente del Vicedirector General», y se había olvidado de ella.