Pasados cuatro meses, Angelo dejó en su escritorio una participación de boda y lo invitó a ella. Como es natural, él no asistió; se limitó a enviarle un regalo. Recibió una tarjeta: «Adele y Angelo con gratitud.» Picco se reincorporó tras un mes de vacaciones nupciales y enseguida quedó claro que el matrimonio no le había sentado bien. Estaba más distraído y desatento que antes. Decidió esperar a que Angelo cumpliera un año de trabajo antes de hablar al respecto con el presidente. Un lunes, cuando faltaba un mes para que se cumpliera el plazo, consideró adecuado comunicar a Angelo la negativa opinión que daría al presidente acerca de él. -Envíeme a Picco -le dijo a su secretaria por el interfono. -Esta mañana no ha venido. -¿Ha llamado? -No. ¿Quiere que me informe? -Sí, gracias. Cinco minutos después la secretaria entró trastornada en su despacho. -El dottor Picco murió anoche. Estrelló la moto contra un árbol. Él consideró su deber acudir personalmente a dar el pésame a la pobre chica que había enviudado ocho meses después de su boda. Se encontró ante una joven dotada de tal belleza que ni siquiera el dolor y la desesperación del duelo conseguían empañar. Vestida con un traje de chaqueta negro, con el largo y rubio cabello recogido en un moño y cubierto por una mantilla negra, su elegancia natural era tanta que incluso parecía desentonar con la situación. Dos veces durante aquella visita él tuvo que apartar los ojos de las largas piernas de Adele, que las medias negras convertían en algo absurdamente irresistible.
– Sé que Picco no tuvo tiempo para acumular una pensión, pero no podemos abandonar a la viuda a su suerte, ¿no cree? Se lo ruego, manténgase en contacto con ella y busque la manera de… de… -Lo he comprendido perfectamente, señor presidente. La segunda vez que fue a su casa, ya transcurrida una semana desde la muerte de Angelo, la encontró vestida exactamente igual que durante la primera visita. Pero sin la mantilla y con el cabello suelto sobre los hombros. Dos horas cara a cara porque tenían que abordar cuestiones delicadas, y no hubo un gesto, una mirada, un movimiento de Adele que no le alterara la sangre. No es que ella lo hiciera a propósito; cuando lo miraba, no había ningún destello de coquetería en sus ojos. Al contrario, observándolos lo poco que se atrevía, descubrió en ellos esencialmente el reflejo de su recíente y presente dolor. Tanto es así que dos veces durante la conversación derramaron unas pocas lágrimas. El señor presidente podía estar tranquilo: aunque el banco no interviniera, Adele no se quedaría desamparada. Era huérfana, pero sus padres, fallecidos en un accidente aéreo durante un viaje de placer a Honolulú, le habían dejado una modesta herencia. Aquella noche no logró conciliar el sueño, pensando constantemente en ella. ¿Ejercía el mismo efecto en todos los hombres? Lo que más le había llamado la atención, aparte de su belleza, era una especie de mal disimulada ambigüedad. El serio aunque elegante vestido negro no conseguía borrar la sensualidad de su cuerpo. Aquel vestido negro, obligado por las circunstancias, se presentaba como una camisa de fuerza que ella había querido imponerse. En todo momento se mostró reservada, circunspecta, casi distante. Y sin embargo… Tres meses después volvió a verla. Acudió al banco para firmar unos papeles, pues él había conseguido que le concedieran una suma desproporcionada. Superado el período de luto riguroso, ahora vestía un impecable traje de chaqueta gris de mujer de negocios, el equivalente femenino del suyo. Aquella vez fueron a comer juntos. Y hablaron de sus difuntos cónyuges. El le contó que tenía un hijo treintañero que trabajaba en Londres. Ella bajó la mirada. -Yo jamás tendré hijos. -¿Por qué lo dice? ¡Es muy joven! Ya verá como con el tiempo… -Soy como un desierto. Aunque lo rieguen, jamás nacerá en él un oasis. Me lo han dicho los médicos. Entonces él posó una mano en la suya para consolarla. Ella la retiró de golpe mirando alrededor, como si él hubiera actuado con inconveniencia. -Disculpe -murmuró él ruborizándose. -¿Quiere venir a cenar a mi casa la próxima semana? -le preguntó entonces Adele. Y él se presentó con un gran ramo de rosas y el corazón palpitando. Ella lo recibió vestida con unos ajustados pantalones de terciopelo negro y una camisa a rayas blancas y rojas de tipo masculino, remangada. -He cocinado yo. Cualquiera sabe lo que me habrá salido. Resultó una cena exquisita, acompañada por un vino blanco muy fresco y traicionero en su aparente inocuidad. Pasaron todo el rato conversando, deseosos de contarse los hechos más importantes de su vida. Siguieron hablando en el salón, sentados muy juntos en el sofá, bebiendo whisky de malta pura. Con la puerta ya abierta en el momento de despedirse, ella le ofreció una mejilla. El la besó y ya no logró separar los labios de su piel. Entonces Adele lo apartó bruscamente. -Disculpe… Perdóneme, Adele, yo… -Espera. Ella cerró la puerta tras echar un rápido vistazo a las otras dos puertas del rellano, se dio la vuelta y se arrojó a sus brazos con tal ímpetu que él se tambaleó.
No; Luigi se equivocaba. Ya la primera vez que se acostó con Adele supo que sí, que la edad podía tener algo que ver, pero que ni siquiera un veinteañero lograría estar a su altura. Ella hacía el amor con total desinhibición, con ardor arrollador, sin el más mínimo pudor, dispuesta a cualquier cosa, sin experimentar jamás el menor deseo de contenerse. Al final de cada noche, él estaba exhausto, y ella, más fresca que una rosa.
En los dos primeros años de matrimonio su carrera se resintió, cometió dos o tres errores que le perdonaron porque no eran nada en comparación con la abundancia de méritos; pero su físico ganó. Cuando se miraba desnudo en el espejo, se veía como renovado: habían desaparecido los michelines de la cintura, y los músculos que empezaban a aflojarse se habían endurecido. ¿La juventud era contagiosa? No; Adele, aparte de la pasión, no estaba regalándole una nueva juventud sino perdonándole unos cuantos años de vejez, eso sí. Por la noche, si dormía cuatro horas, gracias. Varias veces se habían quedado dormidos mientras todavía estaban haciéndolo. Por la mañana él no se levantaba cansado, sino absolutamente incapaz de trenzar sus pensamientos para concentrarse en el trabajo que lo esperaba en el banco. Porque su cerebro también estaba enteramente ocupado por Adele, no hacía más que repasar todo lo que habían hecho unas horas antes; y lo más maravilloso era que bastaba con que él lo quisiera para que aquel pasado reciente volviera a ser un presente inmediato.
Una mañana, cuando acababa de ducharse, oyó una especie de quejido desde el dormitorio. Seguramente Adele estaba teniendo una pesadilla. Volvió a la habitación con sigilo. Adele había apartado la sábana y estaba con los ojos cerrados y la boca entreabierta, desnuda, con la espalda arqueada, con la mano derecha en la entrepierna y la izquierda pasando de un pezón al otro mientras el quejido se tornaba inconfundible. Él regresó cautelosamente al cuarto de baño. De pronto se sintió un poco humillado. Pero después, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que el problema no era suyo sino de Adele. Y, con la lucidez que siempre lo había caracterizado, supo que llegaría el día en que Adele no tendría más remedio que traicionarlo.
Habían transcurrido tres horas. Seguramente en aquel momento Adele estaba vistiéndose. Fue entonces cuando experimentó el único y verdadero ataque de celos. Conociéndola, el hecho de que se hubiera dejado poseer por otro entraba dentro de lo inevitable. Pero que también le concediera a su amante la posibilidad de presenciar la ceremonia, eso ya era demasiado. Porque el acto de vestirse, al que a él le era dado asistir sólo el domingo por la mañana, era una auténtica ceremonia que empezaba con una larga purificación del cuerpo. Para lavarse, Adele utilizaba dos jabones. Con uno se enjabonaba por completo delante del lavabo. Después se duchaba, procurando que no le quedara en parte alguna del cuerpo el menor rastro de espuma. A continuación, siempre bajo el chorro de la ducha, utilizaba el segundo jabón. Una vez él se había atrevido a decir: -¿Me dejas meterme? -Tenía ganas de enjabonarla toda y por todas partes, por delante y por detrás, de abrazarla estrechamente para sentir que resbalaba contra su cuerpo como una anguila. -¡Ni se te ocurra! Una orden seca y cortante, que no admitía réplica. El había obedecido y se había limitado a mirarla a través del cristal opaco de la mampara, sentado en el borde del jacuzzi que ella raras veces utilizaba. Después Adele salía de la ducha y se secaba mirándose en el espejo que ocupaba toda la puerta. Tras lanzar al suelo la gran toalla, cogía un tarrito de una crema especialmente preparada en la herboristería y se la aplicaba largo rato en los pechos. Él veía cómo durante el masaje se le endurecían y erguían los pezones. Ya desde la primera vez Adele había establecido que él podía asistir al ritual siempre que no participara, ¿cómo decirlo?, emocionalmente. Por eso, para evitar cualquier riesgo, en cuanto ella tiraba la toalla al suelo, él la recogía y se la colocaba sobre las rodillas. Después de los pechos era el turno de brazos y piernas. Antes de proceder a la depilación de las axilas con una maquinilla de afeitar verde, Adele cogía una lupa y se exploraba milímetro a milímetro las extremidades en busca de algún pelo inexistente, pues tenía la piel tan lisa como una bola de billar. Si creía ver alguno, lo extraía con una pequeña pinza. Las ceras, que también tenía, eran totalmente inútiles. Luego se masajeaba largo rato con otra crema personal. Después, sentada en el taburete blanco de plástico, con los pies apoyados en el borde de la bañera, las rodillas dobladas, un espejito en la mano izquierda y en la otra una maquinilla -esta vez rosa-, eliminaba o reducía el vello rubio pelirrojo que circundaba sus partes íntimas. Se aplicaba otra crema en las nalgas y la cara interna de los muslos. Seguían los pies, untados con otro tipo de crema. En las uñas se ponía algo que les confería mucho brillo. A continuación, todavía desnuda, pasaba al gran vestidor contiguo al cuarto de baño. Él la seguía, y tenía derecho a un taburete. Sentada en el puf del tocador, Adele se retocaba un poco las cejas y se aplicaba una leve capa de carmín rosa en los labios. No lo necesitaba en absoluto, pero lo hacía a pesar de todo. El único momento en que él podía participar era cuando ella le tendía el cepillo para el cabello. Entonces, de pie tras su esposa, le cepillaba el pelo media hora. Después regresaba a su sitio. A continuación, ella se volvía de espaldas al espejo del tocador y, sentada, enrollaba la primera media. Luego, inclinada hacia delante, con unos pechos tan turgentes que ni siquiera en aquella posición se movían, introducía la punta del pie en la media y empezaba a desenrollarla despacísimo. Y no menos despacio alzaba la pierna conforme la media subía desde el tobillo hasta la pantorrilla y al muslo. Por fin, con la pierna completamente levantada, como una bailarina, daba el último tirón para que la media se ajustara a la perfección a la tersa piel. Tras haber enfundado la otra pierna, se ponía el sujetador. Acto seguido se levantaba con las bragas en la mano y le daba la espalda para ponérselas. Después abría las puertas del armario y se paseaba por delante, murmurando una cancioncilla con la boca cerrada. Cuando decidía qué ponerse, ya no cambiaba de opinión. Sólo que, curiosamente, los gestos que hacía para vestirse resultaban mucho más provocadores que los de un striptease. Si, por ejemplo, se ponía pantalones, los sinuosos movimientos de la pelvis y las caderas imitaban despiadadamente aquel otro movimiento.