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Se levantó para abrir la ventana del estudio. Empezaba a hacer un calor estival y no estaban ni siquiera a mediados de mayo. ¿Dónde habría decidido Adele pasar aquel año las vacaciones? El ya no tenía el problema de fijar por adelantado la fecha y la duración de las vacaciones para comunicarlo oportunamente al departamento de personal. Por regla general, eran cosas que decidía junto con Adele, pero cuando ya había facilitado la información al banco, ella casi siempre cambiaba de idea veinticuatro horas después. -¿No podríamos retrasar unos diez días la salida? Pues claro que podían, pero eso significaba, aparte de la molestia del calor en la ciudad, consumir diez días de las vacaciones en el jardín o la terraza. Aunque, en el fondo, tampoco le habría molestado demasiado. El otro cambio de idea ocurría la víspera del final de las vacaciones: -¿No podríamos quedarnos aquí una semanita más? ¿Y quién se lo decía al banco? Ahora ese problema ya no existía. El era libre de hacer y deshacer y no tenía que rendir cuentas a nadie; podría satisfacer los caprichos de Adele. En cualquier caso, jamás se trataba de escoger entre mar y montaña, pues su mujer no resistía una altitud superior a los doscientos metros. Por tanto, la elección se limitaba al lugar, seguramente del extranjero. A él le daba miedo volar. Ella, en cuanto el aparato alcanzaba la fase de crucero, se quedaba dormida. Y dormida llegaba, incluso tras quince horas seguidas de sueño. En realidad el destino de las vacaciones no lo elegía Adele, sino que era la consecuencia directa de lo que oía decir a sus amigas del círculo de bridge: -Este verano he estado en una islita de las Seychelles que… -¡Nada como las Canarias! -En Cuba hay un hotel a la orilla del mar… Casi nunca veraneaban solos. Iban en compañía de alguna otra señora del círculo y su cónyuge; unas veces la vicepresidenta Ágata Locurto y su marido, otras la tesorera Maria Trizzino y su marido, otras la marquesa Arduino della Troffa y su marido marqués… Las socias del círculo eran unas malas pécoras sexagenarias maquilladas como si fueran treintañeras, con mucha base de maquillaje, carmín y joyas, aficionadas a las seducciones exóticas y los masajes especiales; sus esposos -directores generales, empresarios, honorables diputados o simples cabrones que habían conseguido ganar dinero no se sabía cómo- no les iban a la zaga: todos querían parecer jóvenes treintañeros. Por consiguiente: ejercicios cotidianos, kilométricos paseos por la playa, gimnasio, sauna, masajes, chorradas varias. Él jamás participaba. -¿Será posible que no consigas alternar en sociedad? -le reprochaba siempre Adele, enfurruñándose. A él la sola expresión le tocaba tremendamente las narices. Por si fuera poco, el sol le hacía daño. Tenía la piel delicada, como todos los pelirrojos. A los diez minutos de exposición, los rayos solares lo dejaban hecho una langosta. Permanecía bajo el parasol con expresión enfadada, y la reverberación del calor desde la arena bastaba para asarlo a fuego lento. Al poco rato se le empezaba a evaporar el sudor. Cuando faltaba un cuarto de hora para regresar al hotel, corriendo de puntillas porque la arena quemaba, se lanzaba al mar. Pero la leve sensación de frescor experimentada no bastaba para superar el tramo de playa que lo separaba del hotel. Llegaba a su habitación agotado y se metía en la bañera mientras Adele ocupaba la ducha. En los primeros tres años de matrimonio, en cuanto regresaban al hotel desde la playa, antes del baño y la ducha tenían que hacer una variante, un juego inventado por Adele que se llamaba «el refresco de las zonas blancas». Ella se quitaba el bañador y él debía refrescar, lamiéndolas, todas las partes que no habían estado expuestas al sol, previa introducción en la boca de un cubito de hielo sacado del frigorífico de la habitación. Después los papeles se invertían. Casi nunca conseguían terminar el juego.

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Pero por la noche había otro tormento. Él no sabía bailar, no sabía jugar a las cartas ni a ningún otro juego. No sabía contar chistes y a duras penas lograba beberse un par de whiskys. Si rebasaba la dosis, le entraba dolor de cabeza. -Mi osito -le decía Adele, abrazándolo con una sonrisa entre amorosa y compasiva. El comportamiento de su mujer durante las vacaciones era irreprochable, siempre dueña de sí misma, incluso cuando bailaba. Y su belleza iluminaba la pista más que un reflector. En la playa solía lucir trajes de baño de una pieza, raras veces biquinis, y siempre más bien discretos. Y detestaba el topless, lo consideraba absolutamente inconveniente, y eso que tenía una delantera capaz de provocar taquicardias a todos los varones presentes. Jamás una falda por encima de la rodilla; era la ligereza del tejido lo que daba frescor, no su reducción a la mínima expresión. Y seguía poniéndose un vestido de tirantes para tomar el sol, cuando ya ninguna mujer los llevaba. Claro que le hacían la corte, pero ella sabía mantenerlos a raya con graciosa elegancia. Durante las vacaciones, él disfrutaba del beneficio de ser el único hombre al alcance de su mano. Y tenía también permiso para asistir a la ceremonia todas las mañanas, no sólo los domingos. Era una ceremonia abreviada, puesto que en el hotel sólo contaba con la mitad de las cosas que utilizaba en Palermo, aunque bien es cierto que la menor cantidad de cremas se veía compensada por la mayor entrega de la oficiante.

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Estaba seguro de que durante las vacaciones ella había intentado engañarlo sólo una vez. Habían ido a la isla de Gauguin con una amiga de Adele y su marido. Un día vieron entrar en el restaurante del hotel a un inglés cuarentón, alto, guapo, vestido con mucha elegancia, de aire soñador. No lo acompañaba ninguna mujer. Se mantenía apartado y llevaba siempre un cuaderno de notas, en el que de vez en cuando escribía algo. No se bañaba en la playa, por la mañana se iba a recorrer el interior de la isla. Se enteraron de que era un destacado poeta que estaba allí porque quería escribir una especie de biografía en verso del célebre pintor. Cuando entraba en el restaurante, saludaba a todos y a nadie en particular con una levísima inclinación de cabeza. Lo mismo hacía al salir. Jamás dirigía la palabra a nadie, pero no podía evitar mirar de vez en cuando a Adele, la cual, sin embargo, aunque percibiera su mirada, nunca levantaba los ojos del plato. Cuatro días antes del final de las vacaciones, la amiga de Adele recibió una llamada: su madre no estaba bien y tenía que regresar a casa de inmediato. Se fue a la mañana siguiente con su marido. Para Adele fue como una señal de vía libre. A la hora de comer, cuando el poeta posó los ojos en ella, levantó la vista del plato y le devolvió una larga mirada. Él, un tanto violento por el descaro de su mujer, fingió estar absorto en la lectura del menú. Por la noche, cuando bajaron al restaurante, encontraron al inglés a punto de empezar el segundo plato. Entre él y Adele hubo otra larga mirada. Cuando terminó de comer, el inglés se levantó y, en lugar de salir para fumar en pipa como solía hacer, se acercó a su mesa y se presentó tendiéndoles la mano. Dijo que se marchaba a la mañana siguiente y que quería despedirse. Él lo invitó a sentarse, pero el inglés declinó el ofrecimiento amablemente y se retiró. Estaban esperando a que les sirvieran el segundo plato cuando Adele dijo: -Ya no tengo apetito. Tú quédate aquí disfrutando tranquilamente; yo me voy a la habitación. Y él le leyó en los ojos aquella determinación, fría y a la par ardiente, que tan bien conocía. Para ella era una ocasión ideal, lejos de la mirada indiscreta de su amiga y su marido, con un momentáneo compañero de cama al que jamás tendría ocasión de volver a ver. Tardó deliberadamente una hora en terminar de comer. Después se dirigió a su habitación con la certeza de que Adele no estaría, dominado por la curiosidad de saber qué pretexto encontraría más tarde para justificar su ausencia. Sin embargo, la encontró en la cama, desnuda y con un deseo arrollador. ¿Sería posible que se hubiera equivocado? A la mañana siguiente le preguntó al conserje si el inglés se había ido. Sí, por desgracia, el señor inglés se había ido. Y al decir «por desgracia» miró significativamente a un camarero veinteañero, un poco bajito pero con unos músculos de miedo, que estaba allí cerca con expresión afligida. Pero entonces, si el inglés era homosexual, ¿por qué había mirado a Adele de una manera que la había inducido a un divertido equívoco? Quizá porque era poeta y a los poetas les gusta admirar la belleza.