– No podía -me explicó mientras saludaba a Paola y al resto de la tripulación-. Estaba atrapado en mi propia trampa.
– ¿Qué trampa? -me extrañé. Glauser-Róist se había quedado hablando con el piloto mientras nosotros ocupábamos nuestros asientos habituales. Pensé que debería asearme un poco antes de dejarme caer en aquella pulcra tapicería blanca, pero sentía una gran curiosidad por lo que me estaba diciendo Farag y no quería que llegara Glauser-Róist antes de que terminara.
– Bueno… La de Doria, ya sabes.
En sus ojos brillaba una sonrisa burlona que no comprendí.
– No, no lo sé. ¿De qué trampa de Doria estás hablando?
– ¡Bueno, Ottavia, no te pongas tan seria! -bromeó-. ¡A fin de cuentas salió bien!
– Espero que no sea lo que estoy pensando, Farag -le advertí, muy seria.
– Me temo que sí, Basileia. Tenía que hacer algo para que reaccionaras. ¿No estás contenta?
– ¡Contenta! Pero ¿cómo quieres que esté contenta? ¡Me hiciste pasar un infierno!
Farag estalló en carcajadas como un niño feliz.
– ¡Esa era la idea, Basileia! ¡Dios mío, pero si en Atenas creí que lo tenía todo perdido! No quieras saber lo mal que lo pasé cuando te pusiste en pie en aquella carretera y me dijiste «¿Vamos?». En aquel momento, mirándote, supe que, para convencer a una mujer tan terca como tú, tenía que usar una bomba nuclear. Y Doria resultó perfecta, ¿no es cierto? Lo malo es que, después de cañonearte, ni siquiera me mirabas y, si lo hacías, era con… – la Roca hizo acto de presencia-. Luego seguiré.
– No es necesario -repliqué muy digna, levantándome y sacando el neceser de la bolsa-. Eres un tramposo.
– ¡Pues claro! -exclamó, divertido-. Y otras muchas cosas también.
La Roca se dejó caer en su sillón y le oí resoplar.
– Voy a asearme un poco -anuncié sin volverme.
– Acuérdese de que tiene que estar sentada aquí cuando vayamos a despegar.
– No se preocupe.
Tardamos unas tres horas en llegar al aeropuerto de Alejandría. Durante el viaje comimos, hablamos, nos reimos y Farag y yo casi organizamos un motín cuando el capitán, sacando la Divina Comedia de su mochila, nos propuso preparar el siguiente círculo del Purgatorio. A pesar de encontrarme fresca y descansada después de casi doce horas de sueño, me sentía mentalmente exhausta. Si hubiera sido posible, habría pedido unas vacaciones y me habría ido con Farag al último rincón del mundo, a algún lugar donde nada ni nadie me recordara la vida que iba dejando atrás. Después, quizá convertida ya en otra persona, hubiera estado más dispuesta a terminar las pruebas que faltaban para llegar hasta el dichoso Paraíso Terrenal. Tenía la extraña sensación de haber soltado amarras sin disponer de otro muelle en el que atracar. Mi casa era ahora aquel avión; mi familia, Farag y el capitán Glauser-Róist; mi trabajo, la caza de aquellos sorprendentes ladrones de reliquias que cruzaban los siglos como quien cruza una calle… Recordar Sicilia me hacía daño, me entristecía, y sabía que jamás volvería al piso de la Piazza delle Vaschette. ¿Qué haría cuando todo esto terminara? Menos mal que tenía a ese tramposo sin escrúpulos de Farag Boswell, pensé mirándole. Estaba segura de que me amaba y de que estaría a mi lado hasta que reconstruyera mi vida. Él era ahora lo único que quería.
Alrededor de las cinco de la tarde, el comandante de la nave anunció por los altavoces que estábamos a punto de aterrizar en el aeropuerto Al Nouzha. El tiempo era soleado y la temperatura alcanzaba los treinta grados en las pistas.
– ¡Ya estamos en casa! -exclamó Farag alborozado.
No hubo manera de mantenerlo en el asiento mientras tomabamos tierra, y eso que la pobre Paola se lo suplicó cien veces. Pero él quería ver su ciudad, quería llegar antes que el avión y por nada del mundo hubiera consentido que alguien se lo impidiera.
Ni en mis más extraños sueños hubiera imaginado que Alejandría se convertiría en un lugar especial porque terminaría enamorándome de un hombre de allí. Por supuesto, había leído a Lawrence Durrelí y a Konstantinos Kavafis y sabía, como cualquiera, algunas curiosidades sobre la ciudad fundada por Alejandro Magno en el año 332 antes de nuestra era: había oído hablar de su famosa Biblioteca, que llegó a albergar más de medio millón de volúmenes sobre todos los ámbitos del conocimiento humano; también de su Faro, que fue una de las Siete Maravillas del Mundo y que guiaba a los cientos de mercantes que entraban en su puerto, el más grande de la Antigüedad clásica; sabía que, durante siglos, había sido, no sólo la capital de Egipto y del Mediterráneo, sino también la capital literaria y científica más importante del mundo, y que sus palacios, mansiones y templos eran admirados por su elegancia y riqueza. Fue en Alejandría donde Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra, donde Euclides sistematizó la geometría y donde Galeno escribió sus obras de medicina, y fue asimismo en Alejandría donde se amaron Marco Antonio y Cleopatra. El propio Farag Boswell era un claro ejemplo de lo que había sido Alejandría hasta no hacía demasiado tiempo: descendiente de ingleses, judíos, coptos e italianos, acumulaba una mezcla de culturas y de rasgos que le conferían, al menos para mí, una condición única y maravillosa.
– ¿Vamos a tener comité de bienvenida, capitán? -pregunté a la Roca, que se había pasado un buen rato hablando desde el teléfono del avión.
– Por supuesto, doctora. Nos recogerá un vehículo del Patriarcado greco-ortodoxo de Alejandría, en cuya sede nos reuniremos con el Patriarca, Petros VII, con Su Beatitud Stephanos II Ghattas y con Su Santidad el Papa Shenouda III, líder de la Iglesia copto-ortodoxa. Está confirmada también la presencia de nuestro viejo amigo el arzobispo Damianos, abad de Santa Catalina del Sinaí.
– Esto empieza a parecer una fiesta… -gruñí-. ¿Sabe una cosa, capitán? Jamás hubiera creído que existiera tal cantidad de Papas, Santidades y Beatitudes. En este momento mi cabeza es un revoltijo de Santos Pontífices.
– ¡Y los que no va a conocer, doctora! -replicó con ironía, cruzando las piernas-. Para los ortodoxos todos los apóstoles eran iguales y tenían la misma autoridad a la hora de gobernar a su grey.
– Lo sé, pero me resulta difícil equipararlos al Papa de Roma porque, como católica, he sido educada en la creencia de que sólo hay un sucesor legítimo de Pedro.
– Hace mucho tiempo que aprendí que todo es relativo -me explicó en uno de esos raros arranques suyos de confianza-. Todo es relativo, todo es temporal y todo es mutable. Quizá por eso busco la estabilidad.
– ¿Usted? -me sorprendí.
– ¿Qué le pasa, doctora? ¿No puede creer que alguien como yo sea humano? No soy tan malo como le dijo su hermano Pierantonio.
Enmudecí porque me había pillado con las manos en el tarro de las galletas.
– Siempre hay una explicación para lo que hacemos y para lo que somos -prosiguió-. Y, si no, mírese usted misma.
– ¿También sabe lo de mi familia? -musité, bajando la cabeza, e inmediatamente me di cuenta de que no quería hablar de aquello con nadie y mucho menos con Glauser-Róist.
– ¡Naturalmente! -dijo soltando una de sus también raras carcajadas-. Ya lo sabía cuando la conocí a usted en el despacho de Monseñor Tournier. Como también sabía que era hermana de Pierantonio Salina, el Custodio de Tierra Santa. Ese es mi trabajo, ¿recuerda? Yo lo sé todo y lo vigilo todo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio y me tocó a mí. No me gusta, no me gusta nada, pero ya estoy acostumbrado. No es usted la única que va a dar un giro a su vida. Algún día, yo también me marcharé y viviré tranquilo en una pequeña casa de madera junto al lago Leman, dedicándome a lo que de verdad me gusta: cuidar la tierra, probar nuevos cultivos y sistemas de producción. ¿Sabe que estudié ingeniería agrícola en la Universidad de Zurich antes de convertirme en militar y guardia suizo? Esa era mi verdadera vocación, pero mi familia tenía otros planes para mí y no siempre es fácil escapar a lo que te inculcan desde pequeño.