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– Lo comprendo, hermana Sarolli, pero le he dado muchas vueltas y estoy segura de que no podría volver a ser feliz si continuase con la vida religiosa.

– ¡Pero esa vida consiste en seguir a Cristo! -Giulia Sarolli no podía entender que yo renunciara voluntariamente a tan alta meta y hablaba como si cualquier otra opción no fuera digna de tenerse en consideración-. Usted fue llamada por Dios, ¿cómo puede hacer oídos sordos a la voz de Nuestro Señor?

– No se trata de eso, hermana. Comprendo que sea difícil de entender, pero las cosas no son siempre tan sencillas.

– No se habrá enamorado de un hombre, ¿verdad? -preguntó con voz tétrica, después de unos segundos de silencio.

– Me temo que sí.

El silencio persistió algunos segundos más.

– Usted hizo unos votos -recalcó acusadoramente.

– No los he incumplido, hermana. Por eso quiero que usted me explique qué debo hacer exactamente para reintegrarme en la vida seglar.

Pero tampoco esta vez hubo suerte. Sarolli no entendía, o no quería entender, que cuando ciertas cosas llegan a su fin, no hay camino de retorno. Así que siguió intentando convencerme de que debía recapacitar un poco más antes de adoptar una decisión tan grave. Sabía que aquella conversación telefónica sería larga, pero no sospeché que tanto.

– Debe confiar en que Dios la sigue llamando -me repetía.

– Escuche, hermana -le dije, molesta y cansada-. Dios, seguramente, me sigue llamando, pero yo la estoy llamando a usted desde Egipto y usted tampoco me responde, así que estamos en las mismas. Por favor, ¡dígame de una vez qué debo hacer para dejar la Orden!

La subdirectora enmudeció, pero debió darse cuenta de que, puesto que no había nada que hacer, ya era hora de quitarme de en medio:

– El próximo mes de diciembre, cuando hable usted con la Superiora de su comunidad para la revisión anual, dígale que no quiere renovar los votos el siguiente Cuarto Domingo de Pascua y ya está.

– Pero ¿qué dice? -me espanté-. ¿Hasta la revisión anual? Hermana Sarolli, esa solución ya la conocía. Le estoy preguntando qué debo hacer para dejar la Orden ahora.

La oí suspirar a través del cable teléfonico. También escuché la lejana sirena de una ambulancia que debía estar pasando por debajo del despacho de la hermana Sarolli, allá en Roma.

– Necesita usted una dispensa del obispo -gruñó-. Le recuerdo que no hace ni un mes que renovó sus votos.

Una pequeña luz se encendió al final del túnel.

– No, hermana Sarolli, no renové los votos.

– ¿Qué dice? -se sobresaltó.

– El Cuarto Domingo de Pascua fue el 14 de mayo, y ese día tuve que ir a Sicilia, al funeral de mi padre y de mi hermano, que murieron en un accidente… de tráfico.

– ¿Y no los renovó tampoco al domingo siguiente? ¿No llegó a firmar el papel?

– La misión que estoy llevando a cabo para el Vaticano no me lo permitió. Hice, eso sí, una renovación in pectore.

La oí abrir y cerrar cajones y revolver papeles. Luego, tapó el micrófono con la mano y la escuché decir algo a alguien que se encontraba cerca. Yo empezaba a sufrir por lo que le iba a costar a Farag aquella larga llamada internacional. Al cabo de un tiempo, al parecer convencida por fin de la verdad de mis palabras, con voz resignada me dio la noticia:

– Legalmente, hermana, no tiene usted que hacer nada. Otra cosa es su contrición ante Dios. Eso es personal y lo asumirá en soledad. Lo correcto sería, en cualquier caso, que enviara usted una carta a la directora general comunicando su decisión y otra a la superiora de su comunidad, que es la hermana Margherita. Esas cartas quedarán archivadas en su expediente y, desde ese mismo momento, daremos por terminada su pertenencia a esta Orden.

– ¿Así de sencillo? ¿Estoy fuera? ¿Ya está? -no podía creer lo que oía.

– Lo estará en cuanto recibamos esas cartas. Si no quiere nada más, hermana… -su voz vaciló al pronunciar esta última palabra.

– ¿Y mi sueldo? ¿Empezaré a recibirlo íntegro y directamente desde el Vaticano?

– No se preocupe por eso. Lo arreglaremos todo en cuanto recibamos esas cartas. De todos modos, recuerde que su contrato con el Vaticano se fundamenta en su condición de religiosa. Me temo que tendrá que arreglar este asunto con el Prefecto del Archivo Secreto, el Reverendo Padre Guglielmo Ramondino. Y creo que es bastante probable que tenga que buscarse otro empleo.

– Ya lo sabía. Gracias por todo, hermana Sarolli. Enviaré esas cartas lo antes posible.

Colgué el teléfono y me invadió el vértigo. Tenía un precipicio frente a mí y el lado opuesto estaba demasiado lejos para dar un salto y alcanzarlo. Retroceder, sin embargo, no era posible y, desde luego, tampoco lo deseaba. Suspiré y eché una ojeada a la habitación de Farag. Cuando mi madre lo supiera no le daría un ataque al corazón, no; le darían dos o tres por lo menos y no podía ni imaginar la reacción de mis hermanos. Quizá Pierantonio fuera el único capaz de comprenderlo. Yo sólo quería estar con Farag el resto de mi vida pero el espíritu práctico de los Salina me impulsaba a sopesar cualquier eventualidad: a pesar de todos los pesares, volver a Palermo era una opción real. Allí siempre tendría un lugar en el que cobijarme. También tendría que buscar trabajo, aunque eso no me preocupaba porque, con mi historial profesional, mis premios y mis publicaciones, no resultaría muy difícil. Y ese trabajo, naturalmente, también determinaría el lugar donde tendría que vivir. Volví a suspirar. El miedo no entraba en la partida, no estaba permitido. De una manera u otra, saldría adelante y encontraría la forma de cruzar el precipicio.

La puerta de la habitación se abrió despacito y la barba de Farag apareció por el resquicio.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó-. Hemos oído en el otro teléfono que habías colgado.

– No te lo vas a creer -repuse enarcando las cejas-. Soy libre.

Farag abrió la boca de par en par y así la dejó, solidificándose en ese gesto como una estatua de sal. Yo me puse en pie y avancé hacia él.

– Vamos a cenar. Luego te lo contaré con detalle.

– Pero, pero… ¿ya no eres monja? -balbució.

– Técnicamente, no -le expliqué, empujándole hacia el pasillo-. Moralmente, sí. Por lo menos hasta que envíe mi renuncia por escrito. Pero vamos a cenar, por favor, que la comida estará fría y me siento culpable por tu padre y por el capitán.

– ¡Ya no es monja! -gritó cuando entramos en el salón-comedor. Butros sonrió, bajando la cabeza, expresando así una íntima alegría que debía estar muy relacionada con la de su hijo, y la Roca, con los ojos entornados, se quedó mirándome fijamente durante un buen rato.

La cena transcurrió en un ambiente muy agradable. Mi nueva vida no podía haber empezado mejor y comprendí, al margen de toda duda, por qué los staurofílakes habían elegido Alejandría para purgar el pecado de la gula. Hubiera sido difícil encontrar platos más suculentos ni mejor condimentados que aquellos típicamente alejandrinos. Antes del baba ghannoug, el puré de berenjenas hecho con tahine [53] y zumo de limón, y del hummus bi tahine, puré de garbanzos con el mismo aliño, probamos un surtido de ensaladas a cual más sabrosa y elaborada, acompañadas por una buena cantidad de queso y de fuul (unas enormes judías de color marrón). Según nos explicó Butros, los alejandrinos eran herederos directos de las cocinas romana y bizantina, pero habían sabido añadir, además, lo mejor de la comida árabe. No había guiso sin especias, y el aceite de oliva, la miel, el laurel, el yogur, los ajos, el tomillo, la pimienta negra, el sésamo y la canela no faltaban nunca en sus platos.

Tuve ocasión de comprobarlo. Desde el pan, esas sabrosas aish u hogazas preparadas con distintas harinas que acompañaban a los purés, hasta el gambari, unas deliciosas gambas gigantes con salsa de ajo que me dejaron con las frustradas ganas de chuparme los dedos, todo lo que comimos aquella noche estaba francamente delicioso. Hasta Glauser-Róist parecía más que encantado con la cena que nos estaba ofreciendo Farag y ni por un momento se tragó el cuento de que nosotros hubiéramos preparado aquellas maravillas culinarias. Butros siguió contándonos que, para él, los platos más sabrosos eran los de carne, aunque, salvo el delicioso hamam -pichones rellenos de trigo verde y asados a fuego lento-, no había ninguno más sobre la mesa. Sin embargo, nos dijo, los guisos de cordero eran los más apreciados por los propios egipcios y por los extranjeros, y los pescados, siempre frescos y bien condimentados, no se quedaban atrás.

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[53]Salsa o pasta blanca hecha de sésamo