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– No te preocupes, papá.

Farag ocupó su sillón de trabajo en el despacho y encendió el ordenador, mientras la Roca quitaba una pila de revistas de encima de una silla y la acercaba hasta la máquina. Yo, que no tenía ninguna gana de acordarme de los staurofílakes, me puse a curiosear los libros de las estanterías.

– Muy bien, aquí estamos -oí que decía Farag-. «Introduzca su nombre de usuario.» Kenneth -reveló en voz alta-. «Introduzca su clave de acceso.» Oxirrinco. Fantástico, las ha aceptado. Estamos dentro -anunció.

– ¿Puede buscar imágenes?

– No, en realidad no. Pero puedo buscar textos concretos y acceder a las imágenes relacionadas. Buscaré «serpiente barbuda».

– ¿En qué idioma haces las búsquedas? -le pregunté sin volverme.

– En árabe y en inglés -me explicó-, pero suelo usar el inglés porque me resulta más cómodo con este teclado en caracteres latinos. Tengo otro en árabe dentro de aquella vitrina -la señaló con el dedo-, pero no lo uso casi nunca.

– ¿Puedo verlo?

– Por supuesto.

Mientras ellos se lanzaban a la caza y captura de serpientes barbudas, yo saqué de un rincón el teclado en árabe. Nunca había visto una cosa tan extraña y me hizo muchísima gracia. Era, naturalmente, igual que los nuestros, pero en lugar del alfabeto latino, presentaba los caracteres árabes en las teclas.

– ¿De verdad sabes escribir con esto?

– Sí. No es tan complicado. Lo más difícil es cambiar la configuración del ordenador y de los programas, por eso trabajo siempre en inglés.

– ¿Qué dice ahí, profesor? -inquirió la Roca sin quitar los ojos del monitor.

– ¿Dónde? A ver… Ah, sí, esa es la colección de imágenes de serpientes barbudas que hay en el museo.

– Perfecto. Adelante.

Se enfrascaron en la contemplación de fotografías de reptiles y culebras esculpidas o pintadas en los objetos artísticos pertenecientes a los fondos del Museo Grecorromano. Después de bastante tiempo llegaron a la conclusión de que ninguna de aquellas imágenes guardaba relación con el dibujo de los staurofílakes, así que empezaron de nuevo.

– Quizá no esté aquí -aventuró Farag, un tanto inseguro-. Nosotros sólo abarcamos seiscientos años de historia, contando desde el 300 antes de nuesta era. Puede que sea posterior.

– Los elementos del dibujo son grecorromanos, Farag -apunté mientras hojeaba una revista de arquelogía egipcia-, así que entran, a la fuerza, en ese lapso de tiempo.

– Ya, pero no hay nada por aquí, y eso es bastante extraño.

Decidieron consultar también los catálogos generales de arte alejandrino, elaborados por el museo para el gobierno de la ciudad y disponibles en la base de datos. Aquí tuvieron algo más de suerte. Sin ser exacta, encontraron una serpiente barbuda investida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto que se parecía bastante a la de nuestro dibujo.

– ¿En qué yacimiento se encuentra esta obra, profesor? -preguntó la Roca que estaba pendiente de la copia que salía en esos momentos por la impresora.

– Oh, en… las Catacumbas de Kom el-Shoqafa.

– ¿Kom el-Shoqafa…? Creo que acabo de ver algo sobre eso por aquí -dije volviendo sobre mis pasos para inspeccionar las tres inestables columnas de ejemplares atrasados de la revista National Geographic. Recordaba lo de «Shoqafa» porque me había sonado a konafa, el enorme hojaldre con miel que había engullido Farag.

– No te preocupes, Basileia. No creo que Kom el-Shoqafa tenga nada que ver con la prueba.

– ¿Y eso por qué, profesor? -preguntó la Roca friamente.

– Porque yo he trabajado allí, Kaspar. Fui el director de las excavaciones realizadas en 1998 y conozco el recinto. Si hubiera visto la imagen reproducida en el dibujo de los staurofílakes lo recordaría.

– Pero te resultó familiar -comenté, mientras seguía buscando la revista.

– Por la mezcla de estilos, Basileia.

A pesar de la hora que era, reanudaron con inusitada energía el examen del catálogo de arte alejandrino de los últimos mil cuatrocientos años. Parecían no cansarse nunca y, por fin, al mismo tiempo que yo daba con el ejemplar del National Geographic que estaba buscando, ellos tropezaron con un segundo dato importante: un medallón que guardaba en su interior una cabeza de Medusa. Por la exclamación del capitán, que no hacía otra cosa que cotejar el manoseado dibujo a carboncillo con lo que salía en pantalla, supe que habían hecho un hallazgo significativo.

– Es idéntico, profesor -dijo-. Observe y verá.

– ¿Una medusa de estilo helenístico tardío? ¡Es un motivo bastante común, Kaspar!

– ¡Sí, pero esta es exacta! ¿Dónde se encuentra ese relieve?

– Déjeme ver… Humm, en las Catacumbas de Kom el-Shoqafa -dijo muy sorprendido-. ¡Qué curioso! No recordaba…

– ¿Tampoco recuerdas el tirso del dios del vino? -le pregunté, levantando en el aire la revista, abierta por la página en la que se veía una reproducción ampliada-. Porque este de aquí es idéntico al que sale de los anillos de ese repugnante animal y también está en Kom el-Shoqafa.

El capitán se levantó rápidamente de su asiento y me quitó el ejemplar de las manos.

– Es el mismo, no cabe duda -sentenció.

– El lugar es Kom el-Shoqafa -afirmé muy convencida.

– ¡Pero eso no es posible! -objetó Farag, indignado-. La prueba de los staurofílakes no puede ser allí porque ese recinto funerario era totalmente desconocido hasta que, en 1900, el suelo se hundió de repente bajo las patas de un pobre borrico que pasaba en ese momento por la calle. ¡Nadie sabía que aquel lugar existía y no se ha encontrado ninguna otra entrada! Estuvo perdido y olvidado durante más de quince siglos.

– Como el mausoleo de Constantino, Farag -le recordé.

Me miró fijamente desde el otro lado del monitor. Estaba echado hacia atrás en su asiento y mordisqueaba la punta de un bolígrafo con un rictus enojado en la cara. Sabia que yo tenía razón, pero se negaba a reconocer que él estaba equivocado.

– ¿Qué quiere decir Kom el-Shoqafa? -pregunté.

– Se le puso ese nombre cuando fue descubierto en 1900. Significa «montón de cascotes».

– ¡Pues vaya ocurrencia! -repuse, sonriendo.

– Kom el-Shoqafa era un cementerio subterráneo de tres pisos, el primero de los cuales estaba dedicado exclusivamente a la celebración de banquetes funerarios. Se le llamó así porque se encontraron miles de fragmentos de vasijas y platos.

– Mire, profesor -apuntó la Roca, volviendo a ocupar su asiento pero sin devolverme el National Geographic-, usted dirá lo que quiera, pero hasta eso de los banquetes y las vajillas parece estar relacionado con la prueba de la gula.

– Es cierto -apunté yo.

– Conozco esas catacumbas como la palma de mi mano y les aseguro que no puede ser el lugar que buscamos. Piensen que fueron excavadas en la roca del subsuelo y que han sido exploradas en su totalidad. Esta coincidencia con ciertos detalles del dibujo no resulta significativa porque existen cientos de esculturas, dibujos y relieves por todas partes. En el segundo piso, por ejemplo, hay grandes reproducciones de los muertos que están enterrados en los nichos y sarcófagos. Les aseguro que impresiona.

– ¿Y el tercer piso? -quise saber, curiosa, intentando reprimir un bostezo.

– También estaba dedicado a los enterramientos. El problema es que en la actualidad se encuentra parcialmente inundado por aguas subterráneas. De todos modos, les aseguro que ha sido estudiado a fondo y que no esconde ninguna sorpresa.

El capitán se puso en pie mirando su reloj.

– ¿A qué hora se pueden empezar a visitar esas catacumbas?

– Si no recuerdo mal, se abren al público a las nueve y media de la mañana.

– Pues vayamos a descansar. A las nueve y media en punto tenemos que estar allí.

Farag me miró desolado.

– ¿Quieres que escribamos ahora esas cartas para tu Orden, Ottavia?

Yo me encontraba bastante cansada, sin duda por todas las emociones nuevas que me había deparado ese primer día del mes de junio y del resto de mi vida. Le miré tristemente y denegué con la cabeza.