El segundo o tercer día -no podría precisarlo-, me di cuenta de que estábamos en un barco. Las oscilaciones y el ruido del agua contra el casco, cerca de mi cabeza, dejaron de formar parte sólo de mis pesadillas. También por aquellos días recuerdo haber buscado a Farag con la mirada y haberlo encontrado junto a mí, desvanecido, pero no tenía fuerzas para incorporarme y aproximarme a él. En mis sueños le veía iluminado por una luz anaranjada y le oía decir con voz triste: «Vosotros, al menos, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida. Yo dormiré para siempre.» Estiraba mis brazos hacia él para cogerle, para pedirle que no me abandonara, que no se fuera, que volviera conmigo, pero él, sonriendo con nostalgia, me decía: «Durante bastante tiempo tuve miedo de la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? Los hermanos gemelos, Hipnos, el sueño, y Thánatos, la muerte, hijos de la Noche… ¿te acuerdas?» Su imagen se convertía entonces en el perfil borroso que había visto antes de desvanecerme en la sala de banquetes funerarios de Kom el-Shoqafa.
Debimos estar muy cerca de no despertar jamás pero, mientras el agua y la cerveza que nos daban de continuo y las gachas, que pronto empezaron a llevar trozos de pescado desmenuzado, cumplían su saludable función en nuestros débiles cuerpos, el barco atracó una noche cerca de la playa y los hombres, cargándonos a hombros envueltos en lienzos, nos sacaron de aquella cabina y nos transportaron, por tierra, hasta el carro de un vendedor de shai nana. Aspiré el fuerte olor a té negro y a menta, y vi la luna, de eso estoy segura, y era una luna creciente en un interminable cielo estrellado.
Cuando, después de aquello, volví a recuperar la conciencia, estábamos otra vez dentro de un barco, pero uno diferente, más grande y con menos oscilaciones. Me erguí a pesar de que me costó un trabajo sobrehumano porque tenía que ver a Farag y saber qué estaba pasando: rodeados de sogas, velas viejas y montañas de redes que olían a pescado podrido, él y el capitán yacían a mi lado profundamente dormidos, cubiertos hasta el cuello -como yo-, por una fina tela de lino amarillento que les protegía de las moscas. Aquel esfuerzo fue demasiado agotador para mi endeble cuerpo y caí de nuevo sobre el jergón, más débil que antes. La voz de uno de aquellos hombres que cuidaban de nosotros gritó algo desde la cubierta en una lengua que no sonó como el árabe pero que no pude reconocer. Antes de volver a dormirme creí escuchar algo parecido a «Nubiya» o «Nubia», pero era imposible estar segura.
Después de muchas y breves vigilias en las que jamás coincidía despierta ni con Farag ni con la Roca, llegué a la conclusión de que la comida que nos daban contenía algo más que pescado, verduras y trigo. Aquella forma de dormir no era normal y ya estábamos bastante restablecidos físicamente como para permanecer aletargados durante tantas horas. Me daba miedo, sin embargo, dejar de comer, así que seguía tragando aquellas gachas y bebiendo aquella cerveza cuando me las traían los hombres del barco, unos hombres que, por cierto, también eran bastante peculiares. Por toda indumentaria vestían, sobre sus pieles morenas, unos taparrabos que destacaban extrañamente por su inmaculada blancura y que, bajo los efectos de las drogas, me hacían delirar reviviendo la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, cuando sus ropas adquirieron una blancura fulgurante y un brillo intenso mientras se oía una voz desde el cielo que decía: «Este es mi hijo muy amado en quien Yo me complazco. Escuchadle.» Los hombres cubrían, además, sus cabezas con unos finos pañuelos, también blancos, que sujetaban con un lazo en la nuca dejando colgar las puntas sobre la espalda. Hablaban muy poco entre ellos y, cuando lo hacían, usaban un extraño lenguaje del que no conseguía entender nada. Si alguna vez era yo quien, farfullando, se dirigía a ellos, para pedirles algo o para ver si aún era capaz de articular alguna palabra, me respondían agitando las manos en el aire, en sentido negativo, y repetían con una sonrisa: «¡Guiiz, guiiz!» Siempre se mostraban amables y me trataban con mucha consideración, dándome de comer o de beber con una delicadeza digna de la mejor madre. Sin embargo, no eran staurofílakes porque sus cuerpos estaban libres de escarificaciones. El día que me di cuenta de este detalle, no sé muy bien cómo, tuve que tranquilizarme diciéndome que si hubieran sido bandidos o terroristas ya nos habrían matado y que, en definitiva, todo aquello debía responder a los retorcidos planes de la hermandad. ¿Cómo, si no, habíamos llegado hasta sus manos desde Kom el-Shoqafa?
Cambiamos de embarcación cinco veces -siempre por la noche-, antes de realizar un tramo largo por tierra, adormilados en la parte trasera de un viejo camión que transportaba madera. No nos despegamos, sin embargo, de la orilla del río, pues al otro lado, a poca distancia detrás de la cadena oscura de palmeras, se vislumbraba la inmensidad vacía y fría del desierto. Recuerdo haber pensado que estábamos remontando el Nilo hacia el sur, y que esos periódicos cambios nocturnos de barco sólo tenían sentido si se trataba de superar las peligrosas cataratas que fragmentaban su cauce. De ser cierta mi suposición, a aquellas alturas debíamos hallarnos, como mínimo, en Sudán. Pero, entonces, ¿y la prueba de Antioquía? Si viajábamos hacia el sur nos estábamos alejando de nuestro siguiente destino.
Por fin, un día, dejaron de drogarnos. Me desperté definitivamente cuando sentí los labios de Farag sobre los míos. No abrí los ojos. Me dejé mecer por la dulce sensación del sueño y de sus besos.
– Basileia…
– Estoy despierta, amor mío -musité.
El azul marino de sus ojos me atravesó como un rayo cuando levanté los párpados. Estaba demacrado, pero seguía tan guapo como siempre. Y creo que no exagero si digo que olía peor que una de aquellas sucias redes de pesca que había junto a nosotros.
– Cuánto tiempo sin oírte, Basileia -murmuró sin dejar de besarme-. ¡Estabas siempre tan dormida!
– Nos han estado drogando, Farag.
– Lo sé, mi amor, pero no nos han hecho daño. Y eso es lo importante.
– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté, separándome de él y acariciándole la cara. Su barba rubia ya tenía más de un palmo de longitud.
– Perfectamente. Estos tipos se harían ricos si comercializaran las drogas que usan para las pruebas.
Sólo entonces me di cuenta de que las paredes de aquel nuevo y lujoso camarote parecían estar hechas de papel y que dejaban pasar tanto la luz como los ruidos de fuera.
– ¿Y la Roca?
– Ahí le tienes -me indicó con un gesto del mentón, señalando hacia la pared de enfrente-. Sigue durmiendo. Pero no creo que tarde mucho en despertarse. Algo está a punto de pasar y nos quieren despiertos.
Aún no había terminado de hablar, cuando la cortinilla de lino que cubría uno de los lados de aquel compartimiento se plegó para dejar paso a los hombres que habían estado cuidando de nosotros. Curiosamente, aunque era capaz de reconocerlos, sólo entonces me parecía estar viéndolos de verdad, como si en todas las ocasiones anteriores mi vista hubiera estado nublada por sombras. Eran altos y delgados, casi esqueléticos, y todos lucían una tupida barba corta que les conferia un fiero aspecto.
– Ahian wasahlan -dijo el que parecía encabezar el grupo, cruzando las flacas piernas morenas antes de dejarse caer con un movimiento ágil y natural a nuestro lado. Los demás permanecieron firmes.
Farag contestó al saludo e iniciaron una prolija conversación en árabe.
– ¿Estás preparada para una sorpresa, Ottavia? -me preguntó, de pronto, Farag, mirándome con ojos desconcertados.
– No -dije sentándome, dejando las piernas bajo el lienzo. Estaba vestida sólo con una corta túnica blanca y mi dignidad me prohibía el exhibicionismo. Pero entonces caí en la cuenta de que alguno de aquellos silenciosos tipos debía haber estado limpiando las partes más intimas de mi cuerpo durante esos días y quise morir.