– Bueno, pues lo lamento pero te lo tengo que contar -prosiguió Farag sin darse cuenta del brusco cambio del color de mi cara-. Este buen hombre es el capitán Mulugeta Maríam y los otros son los miembros de su tripulación. Este barco, el… ¿Neway? -preguntó, inseguro, mirando al tal Mulugeta, que asintió impertérrito con la cabeza-, es uno de los muchos que posee a lo largo del Nilo para transporte de mercancías y pasajeros entre Egipto y, como él la llama, Abisinia. O sea, Etiopía.
Yo iba abriendo los ojos de par en par conforme Farag me contaba todas aquellas cosas.
– Desde hace cientos de años, su pueblo, los anuak de Antioch, en la región de Gambela, cerca del lago Tana, en Abisinia, recoge pasajeros dormidos en el Delta del Nilo y los transporta hasta su aldea…
– ¿Quién se los entrega? -le interrumpí.
Farag repitió mi pregunta en árabe y el capitán Maríam respondió lacónicamente:
– Starofilas.
Nos quedamos en suspenso, mirándonos sobrecogidos.
– Pregúntale -balbuceé- qué harán con nosotros cuando lleguemos.
Se produjo un nuevo intercambio de palabras y, por fin, Farag me miró:
– Dice que tendremos que superar una prueba que forma parte de la tradición de los anuak desde que Dios les entregó la tierra y el Nilo. Si morimos, quemarán nuestros cuerpos en una pira y entregarán las cenizas al viento y, si sobrevivimos…
– ¿Qué? -me asusté.
– Starofilas -concluyó, imitando tenebrosamente la forma de hablar de Maríam.
Aturdida, no supe hacer otra cosa que mover la cabeza de un lado a otro y pasarme las manos por el pelo, que estaba sucio y hecho una pieza en la que no podía meter los dedos.
– Pero… Pero se suponía que nosotros sólo debíamos descubrir dónde estaba el Paraíso Terrenal para capturar a los ladrones -era el miedo el que hablaba por mi boca-. ¿Cómo vamos a avisar a la policía si nos tienen prisioneros?
– Todo encaja, Basileia, piénsalo. Los staurofílakes no podían dejar que saliéramos libres del séptimo circulo. Ni nosotros ni ninguno de los supuestos aspirantes. Es muy fácil cambiar de opinión o dejarse comprar o traicionar un ideal en el último momento, cuando la meta está al alcance de la mano. Ante un peligro así, ¿qué pueden hacer ellos? Es obvio, ¿no? Debimos sospechar que la última cornisa iba a ser diferente a las otras. En nuestro caso, además, ¿qué iban a hacer…? ¿Dejarnos superar la prueba y entregarnos la pista definitiva para que llegáramos por nuestros propios medios hasta el Paraíso Terrenal? Hubiera bastado, como dices tú, con comunicar a las autoridades la situación del escondite para que un ejército completo cayera sobre ellos. Y no son tontos.
Mulugeta Maríam nos miraba sin entender una palabra de lo que decíamos, pero no parecía estar en absoluto impresionado. Como si hubiera vivido aquella situación infinidad de veces, se mantenía tranquilo y firme. Por fin, ante nuestro prolongado silencio, soltó una larga retahila de palabras que Farag escuchó atentamente.
– Dice el capitán que ya no falta mucho para llegar a la aldea de Antioch y que por eso nos han despertado. Por lo visto, hace unos días que dejamos el Nilo y entramos en uno de sus afluentes, el Atbara, que, según este buen hombre, pertenece, como el Nilo, a los anuak.
– ¿Pero cómo hemos llegado hasta Etiopía? -chillé-. ¿ Es que ya no hay fronteras entre los países? ¿Ya no hay policía aduanera?
– Cruzan las fronteras por la noche y son expertos en navegación con falucas, las embarcaciones a vela típicas del Nilo que pueden pasar silenciosamente junto a los puestos de policía sin despertar sospechas. Supongo que también harán uso de los sobornos y cosas así. En estos lugares es una práctica normal -murmuró, pinzándose el labio inferior.
Yo casi no podía respirar.
– ¿Y dónde se supone que estamos exactamente? -conseguí articular a duras penas. Tenía la sensación de encontrarme perdida en algún punto inexplorado de la inmensidad del globo planetario.
– Nunca había oído hablar de los anuak ni de una aldea llamada Antioch, pero sí sé dónde está el lago Tana, en el que nace el gran Nilo Azul [63], y te aseguro que no es precisamente una zona ni civilizada ni de fácil acceso. Olvídate de que estás a punto de entrar en el siglo XXI. Retrocede unos mil años y te acercarás más a la verdad.
Ya no podía abrir más los ojos, que me dolían de tenerlos tanto tiempo de par en par, pero no hubiera podido cambiar ese gesto de mi cara ni aunque hubiera querido.
– ¿Qué demonios está diciendo, profesor? -gruñó la Roca, removiéndose como un niño bajo la frazada-. ¿Qué demonios se supone que está diciendo? -repitió, indignado.
Mulugeta, Farag y yo le miramos mientras el pobre intentaba espabilarse dando grandes cabezazos contra el aire caliente y las moscas de la cabina.
– Que estamos en Etiopía, Kaspar -dijo, tendiéndole una mano para ayudarle a incorporarse, una mano que el capitán, sin embargo, rechazó-. Según el capitán Maríam, hace varios días que cruzamos la frontera sudanesa y estamos a punto de llegar a Antioch, la ciudad de la siguiente prueba.
– ¡Maldita sea! -gruñó, pasándose las palmas de las manos por la cara, intentando salir del sopor. También él estaba pidiendo a gritos una buena cuchilla de afeitar-. ¿Pero no teníamos que ir a Antioquía?
– Bueno… Eso pensábamos -repuse yo, tan perpleja como él-. Pero no se trata de la antigua Antioquía, en Turquía, sino de una aldea etíope llamada Antioch.
– Por si no lo saben -suspiró Farag, más resignado que nosotros a este giro inesperado de los acontecimientos-, Antioquía y Antioch es lo mismo. Son las dos formas correctas del nombre. Y hay varias ciudades llamadas Antioquía o Antioch en el mundo. Lo que yo no sabía era que una de ellas se encontraba en Abisinia.
– Ya me parecía raro -comenté, pasándome la mano por el pelo áspero-, que nos hicieran viajar desde Turquía a Egipto y, luego, volver otra vez a Turquía. Era un tirabuzón muy extraño para un peregrino medieval que debía hacer el camino a pie o a caballo.
– Pues ya tienes la explicación, Basileia -declaró Farag, estrechando la mano del capitán Mulugeta, que se despedía de nosotros para seguir encargándose de la navegación-. Y ahora, ¿qué tal si salimos de aquí, respiramos aire puro y nos refrescamos en el río?
– Me parece una idea excelente -convine, poniéndome en pie-. ¡Huelo fatal!
– A ver… -quiso comprobar Farag, acercándose a mí.
– ¡Vade retro, Satanás! -grité, escapándome por la cortinilla de lino hacia el exterior.
La Roca murmuró algo relativo al círculo de la lujuria que, en mi precipitación, no llegué a entender. Maríam nos aseguró que no correríamos peligro si nos zambullíamos en las aguas azules del Atbara, así que nos lanzamos desde la cubierta y yo sentí renacer todos mis músculos y también mi pobre y aturdido cerebro. El agua estaba fresca y parecía limpia, pero la Roca nos recomendó que no bebiéramos ni un sorbo, porque la malaria, el cólera y el tifus eran enfermedades endémicas en la mayoría de los paises africanos. Nadie lo hubiera dicho contemplando aquel curso suave y transparente, pero, por si acaso, le obedecimos al pie de la letra. El aire era tan puro que parecía que nos saneaba por dentro y el cielo tenía un color azul tan increiblemente perfecto que, mirándolo, entraban ganas de volar. Las dos riberas, separadas por una buena distancia, aparecían cubiertas hasta la misma orilla por una verde espesura de la que sobresalían muchos árboles altos y frondosos llenos de pájaros que volaban en bandadas de una copa a otra. Por todo sonido, sólo se oían sus graznidos y sus trinos, y, sobrando, el eco de nuestros chapoteos y voces en el río. Era todo tan hermoso que hubiera jurado que podía oir, en el viento, un grandioso coro de voces cantando al ritmo del aire y de la corriente del río, combinando notas musicales según la armonía del cielo y del agua.