Aunque no me quité la dalmática blanca para echarme al agua, la prenda flotaba a mi alrededor y tanto me hubiera dado no llevarla. De todos modos, como Farag y la Roca sí que se habían quitado las suyas, preferí dejármela puesta aunque no cumpliera su cometido. Si los hombres del barco, que en aquel momento arriaban y sujetaban al doble mástil el velamen triangular de la nave, me veían desde su altura como Dios me trajo al mundo, me daba igual, pues no debía ser la primera vez y, además, tampoco parecían muy interesados. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!», me dije condescendiente, nadando como una sirena de un lado a otro. Yo, una monja que me había pasado toda la vida encerrada, estudiando o trabajando bajo tierra en los sótanos del Archivo Secreto Vaticano, entre pergaminos, papiros y códices antiguos, ahora flotaba, braceaba y me sumergía en las aguas de un río de vida en medio de una naturaleza salvaje, y, lo mejor de todo: a pocos metros de mí, podía ver la cabeza del hombre al que amaba con toda mi alma y que me devoraba con los ojos sin osar acercarse. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!»
Para que mi felicidad hubiera sido completa, sólo me hubiese hecho falta un poco de gel y de champú; tuve que conformarme, sin embargo, con una pastilla de jabón de glicerina que la Roca había sacado de su impagable mochila de salvamento y que tanto los staurofílakes como los anuak habían respetado. Cuando, después del chapuzón, subimos a bordo, nuestras ropas nos esperaban limpias y plegadas -aunque no planchadas- en el interior del infecto camarote. Me sentí como una reina cuando, ya vestida y limpia, los hombres pusieron en mis manos un plato con un sabroso y enorme pescado que acababa de salir del río y de pasar por el fuego.
Aquella tarde nos sentamos en cubierta con el capitán Mulugeta Maríam, quien nos informó de que llegaríamos a Antioch esa misma noche. No era hombre de muchas palabras, pero las pocas que decía tenían la virtud de ponerme nerviosa:
– Nos pide que recemos mucho antes de empezar la prueba -tradujo Farag-, porque su pueblo sufre cada vez que un santo o una santa tienen que ser incinerados.
– ¿Qué santo? -preguntó la Roca, que no lo había pillado.
– Nosotros, Kaspar, nosotros somos los santos. Los aspirantes a staurofílakes.
– Mire a ver si puede sonsacarle información sobre esos ladrones de reliquias.
– Ya lo he intentado -objetó Farag-, pero este hombre piensa que está cumpliendo una misión sagrada y antes se dejaría matar que traicionar a los staurofílakes.
– Starofilas -pronunció con reverencia el capitán Maríam. Luego nos miró y le preguntó algo a Farag, que soltó una carcajada.
– Quiere saber cosas sobre usted, Kaspar.
– ¿Sobre mí? -se extrañó la Roca.
Mulugeta continuó hablando. No hubiera podido precisar su edad ni siquiera por esa mancha canosa que tenía en la barba. Su rostro parecía joven y su piel negra brillaba, tersa como el metal, bajo la luz del sol, pero había un no sé qué de anciano en su mirada que se acusaba con esa delgadez extrema de su cuerpo.
– Dice que usted es dos veces santo.
No pude evitar que se me escapara una carcajada.
– ¡Está loco! -gruñó la Roca con un bufido.
– Y quiere saber qué hacía usted antes de ser santo.
Farag y yo intentábamos, sin éxito, contener las agonías de la risa.
– ¡Dígale que soy soldado y que de santo no tengo ni un pelo! -tronó.
Mulugeta protestó airadamente cuando Farag, haciendo un esfuerzo, le tradujo las palabras de Glauser-Róist. Al oir lo que decía, Farag se quedó inmóvil de golpe.
– Quítese la camisa, Kaspar.
– ¿Pero es que también usted se ha vuelto loco, profesor? -bramó indignado. Yo estaba sorprendida por el cambio de actitud de Farag-. ¡Quítesela usted, hombre!
– ¡Por favor, Kaspar! ¡Hágame caso!
La Roca, tan sorprendido como yo, empezó a desabrocharse los botones. Farag se inclinó hacia él de una manera muy extraña y, apoyando su mano izquierda en el hombro del capitán, le dobló hacia el suelo para mirarle la espalda.
– Fíjate en esto, Ottavia. Maríam dice que Glauser-Róist es dos veces santo porque los staurofílakes lo han marcado con… esto -y puso el dedo índice sobre las vértebras dorsales del capitán, que parecía un toro a punto de embestir.
– ¿Qué tonterías está diciendo, profesor?
En el centro exacto de la espalda de la Roca, podía verse con total claridad una escarificación en forma de pluma, en lugar de la cruz habitual.
– ¿Qué te han grabado a ti, Farag? -pregunté incorporándome para levantarle la camisa. Al contrario que la Roca, Farag tenía, bajo los troncos de la cruz ebrancada que nos habían escarificado en Constantinopla, la esperada cruz ansata egipcia sobre las dorsales. Igual que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus.
– ¡Abi-Ruj Iyasus era etíope! -dejé escapar fascinada por mi súbito descubrimiento.
– Cierto -dijo la Roca, más calmado después de volver a cubrirse-. Y estamos en Etiopía.
– ¿Estará aquí el Paraíso Terrenal? -aduje, pensativa-. ¿Será Etiopía el origen y el final del misterio?
– Ya no falta mucho para que lo averigüemos -comentó Farag, arrugándome la blusa en la nuca-. Tú también tienes una cruz ansata. En realidad, esta cruz es el símbolo anj del lenguaje jeroglífico egipcio, el símbolo que representa la vida.
Su mano acariciaba mi escarificación (innecesaria y agradablemente, debo añadir), mientras yo…
– ¡Pues claro! -exclamó de pronto-. ¡La pluma de avestruz! ¡Eso es lo que lleva usted en las dorsales, Kaspar! Nosotros, en Alejandría, hemos sido marcados con una cruz ansata que es, en origen, un jeroglífico egipcio. Usted ha sido marcado con otro, la pluma de avestruz, la pluma de Maat, cuyo significado es la justicia.
– ¿Maat…? ¿La justicia? -vaciló la Roca.
– Maat es la regla eterna que rige el universo -explicó Farag, exaltado-. Es la precisión, la verdad, el orden y la rectitud. La principal obligación de los faraones egipcios era hacer que Maat se cumpliera para que no reinara el desorden y la iniquidad. Su símbolo jeroglífico era la pluma de avestruz. Esa pluma se ponía en uno de los platillos de la balanza de Osiris durante el juicio del alma. En el otro, se ponía el corazón del muerto, que debía ser tan ligero como la pluma de Maat para poder tener derecho a la inmortalidad.
– ¿Y me han tatuado todo eso en la espalda? -articuló, estupefacto, la Roca.
– No, Kaspar. Sólo el jeroglífico de la pluma de Maat -le tranquilizó Farag, quien sin embargo, frunció el ceño para añadir-: El capitán Maríam asegura que por eso es usted dos veces santo. O sea, más santo que nosotros, que no la llevamos.
– Todo esto es muy raro -dije, preocupada. Farag, sin embargo, se rió.
– ¿Más raro que todo lo que nos ha pasado hasta ahora? ¡Vamos, Basileia!
Pero la pluma de Maat no estaba tampoco en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus y yo sabía que el capitán -militar de carrera, policía y mano negra del Vaticano-, era el único de nosotros que, efectivamente, entrañaba un peligro real para los staurofílakes. ¿No era inquietante que, precisamente él, hubiera sido marcado con un jeroglífico que simbolizaba la justicia?
No conseguí librarme de esta sospecha ni siquiera mientras preparábamos el último circulo del Purgatorio con ayuda de la Divina Comedia y el barco, el Neway, se acercaba lentamente hasta el embarcadero de Antioch, un sencillo muelle de palos en la orilla derecha del Atbara.
Como nosotros tres, Dante, Virgilio y el poeta napolitano Estacio, que se les había unido en el ascenso hacia el Paraíso Terrenal, se aproximaban a su último destino. Caía la noche y debían darse prisa para llegar al séptimo circulo, el de los lujuriosos, antes de que oscureciera:
Ya habíamos llegado al último tormento
y nos dirigíamos hacia la derecha,
cuando nos llamó la atención otro cuidado.
Aquí disparaba el muro llamaradas,
y por la cornisa soplaba un viento de lo alto