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– Tampoco tú me has contado los problemas que tenéis los franciscanos con Su Santidad, y mira que te lo he pedido -me zafé.

– Hagamos un trato -propuso alegremente, sujetándome por el brazo y obligándome a caminar de nuevo-. Yo te cuento por qué he venido y tú me cuentas de qué conoces al todopoderoso Secretario de Estado.

– No puedo.

– ¡Sí puedes! -alborotó, feliz como un niño con zapatos nuevos. ¡Quién diría que aquel explotador de hermanas pequeñas tenía cincuenta años!-. Bajo secreto de confesión. En la capilla tengo los ornamentos. Vamos.

– Escucha, Pierantonio, esto es muy serio y…

– ¡Fantástico, me encanta que sea muy serio!

Lo que más rabia me daba era saber que yo misma me había descubierto, que sólo con que hubiera disimulado un poquito más no me habría encontrado en aquella situación. Era yo quién había levantado la liebre para aquel pesado e incansable perro perdiguero, y, cuanta más angustia demostraba, más crecía su curiosidad. ¡Pues bien, se había terminado!

– Basta ya, Pierantonio, en serio. No puedo contarte nada. Precisamente tú, más que nadie, deberías comprenderlo.

Mi voz debió sonar realmente severa porque le vi retroceder en sus intenciones y cambiar drásticamente de actitud.

– Tienes razón… -concedió con cara arrepentimiento-. Hay cosas que no pueden contarse… ¡Pero nunca hubiera imaginado que mi hermana estuviera metida en los entresijos del poder vaticano!

– Y no lo estoy, es sólo que han requerido mis servicios para una extraña investigación. Algo muy raro, no se… -murmure pensativa, pinzándome el labio inferior con el pulgar y el índice de la mano-, lo cierto es que me encuentro desconcertada.

– ¿Algún documento extraño…? ¿Algún códice misterioso…? ¿Algún secreto vergonzante del pasado de la Iglesia…?

– ¡Qué más quisiera yo! De esos ya he visto muchos. No, es algo bastante más inusitado, y lo peor es que me ocultan la información que necesito.

Mi hermano se detuvo y me observó con un gesto de determinación en la cara.

– Pues pasa por encima de ellos.

– No te comprendo -le dije, deteniéndome yo también y sacudiendo un bichito de la hierba con la punta del zapato. Hacía fresco a esa hora del anochecer. Pronto encenderían las luces del jardín.

– Que pases por encima. ¿No quieren un milagro? Pues dáselo. Mira, yo tengo muchos problemas en Jerusalén, más de los que puedas imaginar -se puso de nuevo en marcha, lentamente, y yo le seguí. De repente, mi hermano parecía más que nunca un importante jefe de Estado agobiado por las responsabilidades-. La Santa Sede nos ha encomendado, a los franciscanos de Tierra Santa, tareas muy diversas y difíciles, desde el restablecimiento del culto católico en los Santos Lugares hasta la acogida de peregrinos, pasando por el impulso de los estudios bíblicos y las excavaciones arqueológicas. Tenemos escuelas, hospitales, dispensarios, casas de ancianos y, sobre todo, la propia Custodia, que entraña multitud de conflictos políticos con nuestros vecinos de otras religiones. ¿Sabes cuál es, en estos momentos, mi problema principal…? El Santo Cenáculo, donde Jesús instituyó la Eucaristía. Actualmente es una mezquita y está administrada por las autoridades israelíes. Pues bien, el Vaticano me presiona continuamente para que negocie un acuerdo de compra. ¿Y acaso me da el dinero…? ¡No! -exclamó enfadado; la frente y las mejillas empezaban a coloreársele de un rojo intenso-. Ahora mismo tengo trescientos veinte religiosos, de treinta y seis países diferentes, trabajando en Palestina-Israel, Jordania, Siria, Líbano, Egipto, Chipre y Rodas, y no pases por alto que Tierra Santa es una zona muy conflictiva, donde se lucha a golpe de fusil, bombas y repugnantes maniobras políticas. ¿Cómo sostengo todo este tinglado de obras religiosas, culturales y sociales…? ¿Crees que mi Orden, que no tiene una lira, puede ayudarme? ¿Crees que tu riquísimo Vaticano me da algo…? ¡Nada, nadie me da nada! El Santo Padre desvió dinero de la Iglesia, millones y millones entregados bajo mano, a través de testaferros, empresas falsas y transferencias bancarias en paraísos fiscales, para sostener al sindicato polaco Solidaridad y hacer caer el comunismo en su país. ¿Cuántas liras crees que nos entrega a nosotros a cambio de lo que nos pide, eh…? ¡Ninguna! ¡Nada! ¡Cero!

– Eso no es del todo cierto, Pierantonio -musité apenada-. La Iglesia realiza una colecta anual en todo el mundo para vosotros.

Me miró con ojos llameantes de ira.

– ¡No me hagas reír! -soltó despectivamente, dándome la espalda y tomando el camino de regreso hacia la casa.

– Está bien, pero, al menos, termina de explicarme cómo puedo conseguir la información que necesito -le rogué mientras se alejaba de mí a pasos descomunales.

– ¡Sé lista, Ottavia! -exclamó sin volverse-. Hoy día el mundo está lleno de recursos para obtener lo que uno desea. Sólo tienes que priorizar, que valorar lo que es importante y lo que no lo es. Averigua hasta qué punto estás dispuesta a desobedecer o a actuar por tu cuenta, al margen de tus superiores e, incluso… -vaciló- e, incluso, a pasar por encima de lo que te dicta tu propia conciencia.

La voz de mi hermano tenía un profundo tono de amargura, como si tuviera que vivir permanentemente con el peso insoportable de actuar contra su propia conciencia. Me pregunté si yo sería capaz, si tendría el valor de contravenir las instrucciones recibidas y conseguir por mi cuenta la información que deseaba. Pero antes de articular el pensamiento ya sabía la respuesta: sí, por supuesto que sí, pero ¿cómo?

– Estoy dispuesta -declaré en mitad del jardín. Debí recordar esa frase que dice: «Ten cuidado con lo que deseas porque lo puedes conseguir.» Pero no lo hice.

Mi hermano se volvió.

– ¿Qué quieres? -bramó-. ¿Qué es lo que quieres?

– Información.

– ¡Pues cómprala! ¡Y si no puedes comprarla, obtenla por ti misma!

– ¿Cómo? -pregunté, desorientada.

– Investiga, indaga, pregunta a la gente que esté en posesión de ella, interrógales con inteligencia, busca en los archivos, en los cajones, en las papeleras, registra los despachos, los ordenadores, las basuras… ¡Róbala si es preciso!

Pasé la noche muy inquieta, sin dormir, dando vueltas y vueltas en mi vieja cama. A mi lado, Lucia descansaba a pierna suelta y roncaba suavemente con el sueño de los benditos. Las palabras de Pierantonio me golpeaban en la cabeza y no veía cómo podría llevar a cabo esas cosas terribles que me había sugerido: ¿cómo interrogar con inteligencia a ese peñasco rocoso de Glauser-Róist? ¿Cómo registrar los despachos del Secretario de Estado o del Arzobispo Monseñor Tournier? ¿Cómo entrar en los ordenadores del Vaticano si no tenía la más remota idea de cómo funcionaban esas dichosas máquinas?

Me dormí, por puro agotamiento, cuando ya entraba la luz a través de las celosías de la ventana. Soñé con Pierantonio, eso sí lo recuerdo, y no fue un sueño agradable, así que me alegré infinitamente cuando, a la mañana siguiente, lo vi fresco y lozano, con el pelo todavía mojado por el agua de la ducha, celebrando misa en la capilla de casa.

Mi padre, el homenajeado del día, se sentaba en el primer banco junto a mi madre. Veía sus espaldas -la de mi padre mucho más encorvada e insegura- y me sentí orgullosa de ellos, de la gran familia que habían formado, del amor que nos habían dado a sus nueve hijos y que ahora daban también a sus numerosos nietos. Los miré y pensé que llevaban toda la vida uno al lado del otro, con sus disgustos y sus problemas, por supuesto, pero indestructibles en su unidad, inseparables.

A la salida de misa, los más pequeños se pusieron a jugar en el jardín, cansados de la inmovilidad de la ceremonia, y los demás entramos en la casa para desayunar. En un rincón de la larga mesa del comedor, formando un grupo al margen de los adultos, se sentaron mis sobrinos mayores. En cuanto se me presentó la ocasión, sujeté por el cuello a Stefano, el cuarto de los hijos de Giacoma y Domenico, y me lo llevé a una esquina: