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– Los starofilas -decía Berehanu- llegaron por el Atbara hace cientos de años en grandes barcos… los anuak la palabra de Dios. Aquellos hombres de… la fe y nos enseñaron a mover las piedras, a labrar… a fabricar cerveza y a construir barcos y casas.

– ¿Estás seguro de que ha dicho eso? -susurré.

– Sí, y no me interrumpas, que no oigo a Maríam.

– Pues, entonces, no entiendo por qué compran cerveza embotellada, la verdad.

– Los starofilas nos hicieron cristianos -continuó el jefe- y nos enseñaron todo lo que sabemos. Sólo nos pidieron a cambio… su secreto y que trajéramos a los santos desde Egipto hasta Antioch. Los anuak hemos… que dio Mulualem Bekela en nombre de nuestro pueblo. Hoy, tres santos… por las aguas del Atbara, el río que Dios entregó a… somos responsables de… y los starofilas esperan que cumplamos con nuestro deber.

Súbitamente, la gente estalló en una ovación atronadora y un piquete de quince o veinte hombres jóvenes se puso en pie y emprendió una loca carrera a través de las casas, desapareciendo en la oscuridad.

– Vayan, pues, los hombres a preparar el camino de los santos -tradujo Farag con retraso.

Todo el mundo había empezado a bailar al ritmo de los tambores y, en mitad de la fiesta, unas manos nos cogieron a Farag, a la Roca y a mí y nos separaron, llevándonos a casas distintas para prepararnos de cara a la ceremonia que venía a continuación. Las mujeres que me habían raptado, me quitaron las sandalias y los pantalones y luego la blusa y la ropa interior, dejándome completamente desnuda. Después me rociaron con agua que asperjaron sobre mi cuerpo con un haz de ramas y, a continuación, me secaron con lienzos de lino. Hicieron desparecer mi ropa, así que tuve que conformarme con una camisa -por supuesto, blanca- que, por suerte, me llegaba hasta las rodillas, y se negaron a devolverme mi calzado, de modo que, cuando me sacaron de la casa, caminaba como si pisara alfileres. No me consoló mucho descubrir que Farag y la Roca tenían el mismo triste aspecto que yo. Me sorprendió, sin embargo, mi propia reacción ante la visión de Farag, y es que todavía no estaba acostumbrada a las desconcertantes reacciones de mis hormonas: los ojos se me quedaron pegados a su piel morena, iluminada por las antorchas, a sus manos, de dedos largos y suaves que retiraban de la cara las greñas rubias, a su cuerpo, alto y esbelto, y, cuando, por fin, nuestras miradas se encontraron, mi estómago se encogió en un nudo doloroso. ¿Qué le habían puesto a aquella dichosa carne cruda de la cena?

Entre aclamaciones y golpes de tambor, nos condujeron por las callejas oscuras hacia el lugar de las grandes humaredas, del que ahora salía un inquietante resplandor púrpura. El cielo de la noche estaba lleno de estrellas y, contemplándolas con esa aguda percepción que propicia el miedo, observé que eran mucho «mayores y más claras de lo acostumbrado», tal y como había notado Dante mientras estaba tumbado en las escaleras que subían al Paraíso Terrenal. Farag me cogió la mano para tranquilizarme y me la apretó suavemente, pero el temor había hecho mella en mi ánimo por culpa de tanto preparativo y tanto tambor, y me sentía como Jesús camino del Calvario con la cruz a cuestas. ¿Con la llamada Vera Cruz, aquella que los staurofílakes estaban recuperando a pedacitos? No, ciertamente no. Pero por ella, aunque fuera falsa, estábamos allí y yo sentía como me temblaban las piernas, me sudaba el cuerpo y me rechinaban los dientes.

Por fin llegamos a una nueva explanada alrededor de la cual el pueblo de Antioch permanecía de pie y silencioso. Varias hogueras inmensas agotaban sus últimos troncos con grandes chisporroteos mientras los jóvenes que habían salido corriendo al final del discurso de Berehanu Bekela extendían en el suelo una gruesa rueda de ascuas con la ayuda de unas lanzas largas y afiladas. Golpeando las brasas con esas lanzas, rompían los pedazos más grandes y alisaban la superficie, que tendría unos veinte centímetros de espesor por unos cuatro o cinco metros de longitud desde el interior hasta el exterior. Habían dejado, sin embargo, un pasillo sin cubrir, una especie de porción por la que se podía llegar hasta el centro y, cuando Mulugeta Maríam le dirigió unas palabras a Farag, no me hizo falta la traducción para saber exactamente lo que le estaba diciendo: Mulugeta era, en aquel momento, el alegre ángel de Dios que se aparece a Dante en el séptimo circulo y le indica que debe entrar en el pasillo de fuego.

Apreté con más fuerza la mano de Farag y apoyé la mejilla en su hombro, tan asustada que apenas podía respirar. Me sentía, en efecto, «como aquel al que meten en la fosa».

– ¡Ánimo, amor mío! -me susurró él valientemente, hundiendo la nariz en mi pelo y besándolo con suavidad.

– ¡Tengo tanto miedo, Farag! -lloré, cerrando los ojos y provocando, de esta manera, que se desbordara un lago de lágrimas.

– Escucha, cariño, saldremos de ésta como hemos salido de todas las pruebas anteriores. ¡No te asustes, Ottavia! -pero yo estaba inconsolable, no podía parar el martilleo de mis dientes-. ¡Recuerda que siempre hay una solución, Basileia, amor mío!

Contemplando aquella inmensa rueda de fuego, sin embargo, esa solución parecía más una fantasía que una certidumbre. Podía admitir que había infringido, en mayor o menor grado, los seis pecados capitales anteriores en algún momento de mi vida, pero de ninguna manera estaba dispuesta a aceptar que tuviera que morir por el pecado de la lujuria, del cual era completamente inocente hasta ese mismo día. Y, además, si moría en el fuego, jamás tendría ocasión de pecar como Dios manda contra el sexto mandamiento, cometiendo, con Farag, esos famosos actos impuros de los que tanto hablaba la gente.

– ¡No quiero morir! -gemí, estrechándome contra él.

Glauser-Róist, silenciosamente, se había aproximado a nosotros por la espalda:

– «Hijo -recitó-, puede aquí haber tormento, mas no muerte. Cree ciertamente que si en lo profundo de esta llama aun mil años estuvieras, no te podría ni quitar un pelo

– ¡Oh, vamos, capitán! -chillé con acritud.

Mulugeta Maríam insistió. No podíamos quedarnos ahí toda la noche; debíamos cruzar aquel pasillo. Caminé como el condenado que avanza hacia la horca, ayudada por el brazo firme de Farag, que me sujetaba. A dos metros del tapiz de ascuas el calor era ya tan insoportable que notaba cómo se me abrasaba la piel. En cuanto pisamos el corredor que llevaba al centro, sentí, literalmente, que me incineraba y que mi sangre iba a entrar en ebullición. Era inaguantable. Las barbas de la Roca y de Farag ondulaban suavemente, inflamadas por el aire caliente, y había un rumor ahogado que salía de aquel lago rojo y chispeante.

Por fin llegamos al centro y, no bien lo hubimos hecho, el grupo de hombres jóvenes que había preparado todo aquello cubrió el camino con otro cúmulo de rescoldos que removieron, juntaron y alisaron usando de nuevo las lanzas. Acorralados como animales, Farag, la Roca y yo mirábamos aturdidos el lejano círculo que formaban los anuak, a varios metros de distancia del anillo de brasas. Parecían fantasmas impasibles, jueces sin piedad iluminados por un resplandor infernal. Nadie se movía, nadie respiraba, y menos que ellos, nosotros, que sentíamos el aire ardiente en los pulmones.

De pronto, un canto extraño surgió de la multitud, una primitiva cadencia que, al principio, los crujidos de la madera al rojo vivo no me permitieron percibir con claridad. Era una sola frase musical, siempre la misma, que repetían incansablemente como una letanía, lenta y meditadamente. Los brazos de Farag, que me rodeaban el cuello por la espalda, se tensaron como cables de acero y la Roca se removió inquieto sobre sus pies desnudos. Un grito, emitido por Mulugeta Maríam, nos devolvió a la realidad. Farag dijo:

– Tenemos que cruzar el fuego. Si no lo hacemos, nos matarán.

– ¡Qué! -exclamé, horrorizada-. ¿Matarnos…? ¡Eso no nos lo habían dicho! ¡Pero si es imposible caminar por encima de eso! -y miré la capa de ascuas que se estaba poniendo ligeramente negra por la parte de encima.