– Piensen, por favor -suplicó la Roca-. Si sólo se trata de echar a correr, lo haré ahora mismo, aunque termine muerto, con quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo. Pero antes de suicidarme, quiero saber con certeza que no existe ninguna otra posibilidad, que no hay nada en sus cerebros que pueda ayudarnos.
Giré el cuello para mirar la cara de Farag, que también se había inclinado un poco para mirarme a mí y, así, observándonos, nuestros cerebros repasaron en décimas de segundo todas las enseñanzas que habíamos acumulado a lo largo de la vida. Pero no, no guardábamos la menor referencia a extrañas caminatas sobre el fuego. Lo confirmaron nuestros rostros que, al poco, reflejaron una total decepción.
– Lo siento, Kaspar… -se disculpó Farag. Sudábamos copiosamente y el sudor se evaporaba de inmediato. No necesitábamos la ayuda de los anuak para morir; nos moriríamos solos, deshidratados, si seguíamos allí.
– Sólo tenemos el texto de Dante -musité apesadumbrada-, pero no recuerdo nada que pueda ayudarnos.
Un agudo silbido cortó el aire y una lanza, una de las que habían usado para distribuir las brasas, se clavó limpiamente entre mis pies. Creí que mi corazón no volvería a latir.
– ¡Dios! -gritó Farag, hecho una fiera-. ¡Dejadla en paz! ¡Disparadnos a nosotros!
El canto monótono que emitía la muchedumbre se hizo más fuerte y se escuchó con mayor claridad. Me pareció que cantaban en griego, pero pensé que era una alucinación.
– El texto de Dante -repitió la Roca, pensativo-. Quizá esté ahí.
– Pero cuando Dante entra en el fuego, capitán, sólo dice que se hubiera echado en vidrio hirviendo con tal de refrescarse.
– Es cierto…
Se oyó otro silbido que se acercaba peligrosamente y el capitán se quedó con la frase a medio terminar. Una nueva jabalina se había clavado en el suelo, esta vez en el pequeño hueco que formaban nuestros tres pares de indefensos pies. Farag se volvió loco, gritando en árabe un montón de insultos que, afortunadamente, no comprendí.
– ¡Aún no quieren matarnos! -dijo, al fin, muy exaltado-. ¡Si quisieran ya lo habrían hecho! ¡Sólo están incitándonos a empezar!
La frase musical subió de intensidad. Las voces de los anuak podían escucharse ahora nítidamente: Macárioi hoi kazaroí ti kardia.
– ¡«Bienaventurados los limpios de corazón»! -exclamé-. ¡Están cantando en griego!
– Eso es también lo que cantaba el ángel mientras Dante, Virgilio y Estacio están dentro del fuego, ¿no es verdad, Kaspar? -preguntó Farag, y, como la Roca, que había perdido el habla con la segunda pica, asintiera con la cabeza, se animó a seguir-. ¡La solución tiene que estar en los tercetos dantescos! ¡Ayúdenos, Kaspar! ¿Qué dice Dante del fuego?
– Pues… Pues… -la Roca titubeaba-. ¡No dice nada, demonios! ¡Nada! -estalló, desesperado-. ¡Lo único que aparta el fuego es el viento!
– ¿El viento? -Farag frunció el ceño, intentando recordar.
– «Aquí disparaba el muro llamaradas, y por la cornisa soplaba un viento de lo alto que las rechazaba y alejaba de él» -recordó.
Una extraña imagen mental con aspecto de dibujo animado se formó en mi cabeza: un pie que caía velozmente desde lo alto cortando el aire.
– Un viento que sopla desde lo alto… -murmuró Farag, pensativo, y, en ese momento, otra lanza rompió el fulgor rojizo de las brasas para venir a hincarse justo delante de los dedos del pie derecho del dos veces santo, que dio un respingo de casi un metro de altitud.
– ¡Malditos sean! -bramó.
– ¡Escúchenme! -gritó Farag, muy excitado-. ¡Lo tengo, ya sé cómo hacerlo!
Macároi hoi kazaroí ti kardia, repetía una y otra vez, fuerte y grave, el pueblo de Antioch.
– ¡Si caminamos pisando muy fuerte, pero muy, muy fuerte, crearemos una bolsa de aire en la planta de los pies y cortaremos durante unos segundos la combustión! El viento que sopla desde lo alto, rechaza las llamas y las aleja. ¡Eso es lo que estaba diciéndonos Dante!
La Roca permaneció inmóvil, intentando que la idea adquiriera sentido en su dura cabeza. Pero yo lo comprendí enseguida, se trataba de un simple juego de física aplicada: si el pie caía desde lo alto con mucha fuerza y chocaba contra las brasas durante un brevisimo espacio de tiempo, el aire acumulado en la planta y retenido por el zapato de fuego que se formaba alrededor de la piel, impediría las quemaduras. Pero, para conseguir eso, se debía pisar con muchísima fuerza, como había dicho Farag, y con rapidez, sin distraerse ni perder el ritmo, porque, en ese caso, nada podría impedir que la piel quedara calcinada y las ascuas devoraran la carne en un santiamén. Era muy arriesgado, desde luego, pero también era lo único que se ajustaba a las indicaciones de Dante Alighieri y, por descontado, la única idea que teníamos. Además, el tiempo se había acabado. Lo anunció a gritos Mulugeta Maríam desde su lugar al lado del jefe Berehanu Bekela.
– También hay que llevar mucho cuidado para no caer -añadió la Roca, que había comprendido, por fin, lo que decía Farag-. «Y yo temía el fuego o la caída», dice Dante. No lo olviden. Si el dolor o cualquier otra cosa les hiciera flaquear y perdieran pie, se quemarían enteros.
– ¡Yo lo haré primero! -indicó Farag, inclinándose hacia mí y dándome un beso en los labios que también sirvió para acallar mis protestas-. No digas nada, Basileia -me susurró al oído, para que la Roca no lo oyera. Y añadió-: Te amo, te amo, te amo, te amo, te amo…
Lo estuvo repitiendo sin cesar hasta que me hizo sonreír y, entonces, de pronto, me soltó y se lanzó al fuego, gritando:
– ¡Mira, Basileia, y no repitas mis errores!
– ¡Dios mío! -chillé histérica, lanzando los brazos hacia él abrumada por una angustia que me mataba-. ¡No, Farag, no!
– ¡Tranquilícese, doctora! -se apresuró a decirme la Roca, mientras me sujetaba por los hombros.
La figura de Farag era un puro destello rojizo que avanzaba, pisando rítmicamente y con decisión, sobre el fuego. No pude seguir mirando. Escondí la cara en el pecho de la Roca, que me abrazó, y lloré como no había llorado nunca, con tales sollozos y espasmos, con tal dolor y congoja, que no pude oir al capitán Glauser-Róist cuando gritó:
– ¡Está fuera, doctora! ¡Lo ha conseguido! ¡Doctora Salina! -Noté que me zarandeaba como si yo fuera una muñeca de trapo-. ¡Mire, doctora Salina, mire! ¡Está fuera!
Levanté la cabeza, sin entender muy bien lo que decía el capitán, y vi a Farag que, con el brazo levantado en el aire, me hacia señas desde el otro lado.
– ¡Está vivo, Dios mio! -chillé-. ¡Gracias, Señor, gracias! ¡Estás vivo, Farag!
– ¡Ottavia! -gritaba él y, en ese momento, le vi desplomarse en el suelo, sin sentido.
– ¡Se ha quemado! -voceé-. ¡Se ha quemado!
– ¡Vamos, doctora! ¡Ahora nos toca a nosotros!
– ¿Qué dice? -balbucí, pero, antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, la Roca me había cogido de la mano y tiraba de mí para llevarme hacia el fuego. Mi instinto de supervivencia se rebeló y frené clavando los pies firmemente en la tierra.
– ¡Así mismo tiene que pisar! -me dijo Glauser-Róist, sin que se le viera vacilar por mi brusca parada. Supongo que la cercanía de las brasas me hizo reaccionar, porque levanté el pie y lo hundí en ellas con toda mi fuerza.
La vida se detuvo. El mundo cesó su eterno giro y la Naturaleza calló. Entré silenciosamente en una especie de túnel blanco en el que pude comprobar por mí misma que Einstein tenía razón al decir que el espacio y el tiempo son relativos. Miré mis pies y vi uno de ellos hundido ligeramente en unas piedras blancas y frías, y el otro ascendiendo a cámara lenta para dar el siguiente paso. El tiempo se había dilatado, se había estirado permitiéndome contemplar sin prisas aquel extraño paseo. Mi segundo pie cayó como una bomba sobre los guijarros, haciéndolos saltar por los aires, pero ya el primero había iniciado su calmoso ascenso y podía ver como mis dedos se extendían, como la planta de mi pie se ensanchaba para ofrecer más resistencia al lecho pedregoso. Ahora descendía muy despacio pero, lo hacía de tal manera, que, al chocar, provocaba otro gigantesco terremoto. Sonreí. Sonreí porque volaba, ya que, un segundo antes de que golpease la superficie, el otro pie se había alzado del suelo dejándome suspendida en el aire.