No pude borrar el regocijo de mi cara durante todo el tiempo que duró aquella increíble experiencia. Fueron sólo diez pasos, pero los diez pasos más largos de mi vida, y también los más sorprendentes. Bruscamente, sin embargo, el túnel blanco se acabó y entré en la realidad cayendo de golpe al suelo, impelida por el aire. Los tambores sonaban, los gritos eran ensordecedores, la tierra se adhería a mis manos y a mis piernas y me arañaba. No vi a Farag por ninguna parte, ni tampoco a Glauser-Róist, aunque me pareció que, como a mí, en algún lugar cercano cubrían a alguien con un gran lienzo blanco y lo llevaban en volandas hacia alguna parte. Convertida en un rollo de lino, cientos de manos me sostenían en el aire en medio de un griterío atronador. Después, me dejaron caer en una superficie mullida y me desenrollaron. Estaba muy aturdida, completamente pringosa de mi propio sudor y exhausta como no lo había estado nunca antes. Además, tenía un frío terrible y tiritaba muchísimo, sintiéndome al borde mismo de la congelación. Pero, a pesar de ello, me pareció notar que las dos mujeres que me ofrecían un gran vaso de agua no eran anuaks de Antioch. Para empezar, porque eran rubias y de piel transparente y una de ellas tenía, además, los ojos verdes.
Después de beber aquel liquido, que realmente no sabía a agua, me dormí profundamente y ya no recuerdo nada más.
7
Me fui desprendiendo lentamente de las redes del sueño, abandonando muy despacio el profundo letargo en el que me había sumido tras la terrible experiencia de la rueda de fuego. Me sentía relajada, a gusto, con una increíble sensación de bienestar. El primero de mis sentidos en despertar fue el del olfato. Un agradable aroma a lavanda me avisó de que no me encontraba en la aldea de Antioch. Medio dormida, sonreí por el placer que me producía esa fragancia familiar.
El segundo sentido en activarse fue el del oído. Escuché voces femeninas a mi alrededor, voces que hablaban en susurros, quedamente, como no queriendo turbar mi sueño. Sin embargo, y aún sin abrir los ojos, presté atención y me llevé una sorpresa extraordinaria al darme cuenta de que, ¡oh, deseo imposible!, por primera vez en mi larga vida de estudiosa del griego bizantino tenía el inmenso honor de escucharlo como lengua viva.
– Deberíamos despertarla -musitaba una de las voces.
– Aún no, Zauditu -le respondió otra-. Y haz el favor de salir de aquí sin hacer más ruido.
– Pero Tafari me ha dicho que los otros dos ya están comiendo.
– Muy bien, que coman. Esta muchacha seguirá durmiendo todo el tiempo que quiera.
Por supuesto, abrí los ojos de golpe, y así recupere la vista, el tercero de mis cinco sentidos. Como estaba tumbada de lado, mirando hacia la pared, lo primero que vi fue una agradable cenefa de flautistas y bailarines pintada al fresco sobre el muro liso. Los colores eran brillantes e intensos, con magníficos detalles en oro, y abundaban el tostado y el malva. O me había muerto y estaba en una especie de cielo, o seguía soñando pese a tener los ojos abiertos. De repente, lo supe: estaba en el Paraíso Terrenal.
– ¿Ves…? -dijo la voz de aquella que quería dejarme dormir-. ¡Tú y tu palabrería! ¡Ya la has despertado!
Yo no había movido ni un músculo de mi cuerpo y estaba dándoles la espalda. ¿Cómo sabían que las estaba oyendo? Una de ellas se inclinó sobre mí.
– Hygieia [64], Ottavia.
Giré la cabeza muy despacio hasta que me encontré frente a frente con un rostro femenino de mediana edad, piel blanca y pelo canoso recogido en un moño. Sus ojos eran verdes y por eso la reconocí: era una de aquellas mujeres que me habían dado de beber en la aldea de Antioch. Su boca lucía una bonita sonrisa que le formaba arrugas junto a los ojos y los labios.
– ¿Cómo te encuentras? -me preguntó.
Fui a abrir la boca pero entonces me di cuenta de que jamás había usado el griego bizantino, de modo que tuve que hacer una rápida translación de una lengua que sólo conocía en dos dimensiones -escrita en papel- a una lengua que se podía vocalizar y pronunciar con sonidos. Cuando intenté decir algo, me di cuenta de lo mal que la hablaba.
– Muy bien, gracias -dije titubeando e interrumpiéndome en cada sílaba- ¿Dónde estoy?
La mujer se echó hacia atrás, incorporándose, para permitir que me sentara en la cama. Mi cuarto sentido, el tacto, descubrió entonces que las sábanas en las que estaba envuelta eran de una seda finísima, más suaves y tenues que el raso o el tafetán. Prácticamente resbalaba dentro de ellas al moverme.
– En Stauros, la capital de Parádeisos [65]. Y esta estancia -dijo mirando a su alrededor- es uno de los cuartos de invitados del basileion [66] de Catón.
– Así pues -concluí-, me encuentro en el Paraíso Terrenal de los staurofílakes.
La mujer sonrió y la otra, más joven, que se escondía detrás de ella, también lo hizo. Ambas vestían unas amplias túnicas blancas sujetas por fíbulas en los hombros y ceñidas por cintas en el talle. La blancura de estas prendas no tenía parangón con la de las ropas de los anuak, que hubieran pasado por grises y mugrientas a su lado. Todo era bello en aquel lugar, de una belleza exquisita que no podía dejar indiferente. Los vasos de alabastro que descansaban sobre una de las magníficas mesas de madera eran tan perfectos que refulgían con la luz de las incontables velas que iluminaban el cuarto, cuyos suelos, además, estaban cubiertos por alfombras de vivos colores. Había flores por todas partes, extrañamente grandes y hermosas, pero lo más desconcertante era que las paredes estaban completamente revestidas de pinturas murales al estilo romano, con hermosas escenas de lo que parecía la vida cotidiana del Imperio Bizantino en el siglo XIII o XIV de nuestra era.
– Mi nombre es Haidé -me dijo la mujer de ojos verdes-. Si quieres, puedes quedarte un rato más en la cama y disfrutar de la decoración, que, por lo que veo, te gusta mucho.
– ¡Me encanta! -afirmé, llena de entusiasmo. Todo el lujo, todo el buen gusto y el arte bizantinos se hallaban reunidos en aquella estancia y era la ocasión perfecta para estudiar de primera mano lo que sólo había podido conjeturar examinando reproducciones espurias en los libros-. Sin embargo -añadí-, preferiría ver a mis compañeros -mi amplio vocabulario en aquella lengua, del que siempre me había sentido tan orgullosa, me resultaba ahora amargamente escaso, así que dije «compatriotas» -simpatriótes- en lugar de «compañeros». Pero ellas parecieron entenderme.
– El didáskalos [67] Boswell y el protospatharios [68] Glauser-Róist están comiendo con Catón y los veinticuatro shastas.
– ¿Shastas? -repetí muy sorprendida. Shasta era una palabra de origen sánscrito que significaba «sabio» y «venerable».
– Los shastas son… -Haidé pareció dudar antes de encontrar los términos adecuados para explicarle a una neófita como yo un concepto tan complejo como el que el cargo tenía para los staurofílakes-… ayudantes de Catón, aunque no es exactamente ese su cometido. Sería mejor que fueras paciente en el aprendizaje, joven Ottavia. No tengas tanta prisa. En Parádeisos hay tiempo.
Mientras me decía estas cosas, Zauditu, la chica que antes hablaba tanto y que ahora permanecía silenciosa, había abierto unas puertas en la pared y había sacado de un armario disimulado por los murales una túnica idéntica a las que ellas llevaban, dejándola sobre una hermosa silla de madera tallada que era una auténtica obra de arte. Después, había abierto también un cajón escondido bajo el tablero de una de las mesas y había extraído un estuche que dejó con cuidado sobre mis rodillas, cubiertas aún por las sábanas. Para mi sorpresa, en el estuche, decorado con esmaltes, había una increíble colección de broches de oro y piedras preciosas que valían una fortuna, tanto por los materiales como por la talla y el diseño, claramente bizantinos. El orfebre que había trabajado aquellas maravillas tenía que ser un artista de primera categoría.