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– Elige uno o dos, como quieras -dijo tímidamente Zauditu.

¿Cómo elegir entre objetos tan bellos, cuando yo, además, no usaba jamás ningún tipo de joya o complemento?

– No, no. Gracias -me excusé con una sonrisa.

– ¿No te gustan? -se sorprendió.

– ¡Oh, sí, por supuesto! Pero no estoy acostumbrada a llevar objetos tan caros.

Había estado a punto de decirle que era monja y que había hecho voto de pobreza, pero recordé a tiempo que eso ya era cosa del pasado.

Zauditu se volvió hacia Haidé, desconcertada, pero Haidé no estaba prestando atención. Hablaba tranquilamente con alguien que se encontraba al otro lado de la puerta, así que Zauditu recogió la caja y la dejó sobre la mesa más cercana. En ese momento se empezó a escuchar el suave sonido de una lira que interpretaba una melodía festiva.

– Es Tafari, el mejor liroktípos [69] de Stauros -dijo Zauditu con orgullo.

Haidé regresaba con pasos lánguidos. Más tarde descubriría que esa era la forma habitual de andar de todos los habitantes de Parádeisos, tanto de los de Stauros, como de los de Crucis, Edém y Lignum.

– Espero que te guste esta música -comentó Haidé.

– Mucho -repuse. En ese momento me di cuenta de que no tenía ni idea de qué día era. Con tanto lío, había perdido la noción del tiempo.

– Hoy es dieciocho de junio -me respondió Haidé-. Día del Señor.

¡Domingo, dieciocho de junio! Habíamos tardado tres meses en llegar hasta allí y llevábamos más de quince días desaparecidos.

– No quiere fíbulas -nos interrumpió Zauditu, muy preocupada-. ¿Cómo va a sujetarse el himatión [70]?

– ¿No quieres fíbulas? -se asombró Haidé-. ¡Pero eso no es posible, Ottavia!

– Son… Son demasiado… Yo nunca llevo cosas así, no tengo costumbre.

– ¿Y cómo piensas sujetarte el himatión, si puede saberse?

– ¿No tenéis algo más sencillo? ¿Alfileres, agujas…? -no tenía ni idea de cómo se decía «imperdibles».

Haidé y Zauditu se miraron entre sí, confundidas.

– El himatión sólo se lleva con fíbulas -me anunció Haidé, por fin-. Se sujeta de manera distinta si prefieres sólo una o las dos, pero no es normal prenderlo al hombro con alfileres. No aguantarían tus movimientos ni el peso de la tela y acabarían desgarrándola.

– ¡Pero es que esas fíbulas son demasiado ostentosas!

– ¿Ese es tu problema? -preguntó Zauditu, con cara de entender cada vez menos.

– Bueno, Ottavia, no te preocupes por eso -atajó Haidé-. Después hablaremos. Ahora elige las fíbulas y las sandalias, y vayamos al comedor. Mandé aviso con Ras para que te esperaran. Creo que el didáskalos Boswell está impaciente por verte.

¡Y yo por verle a él! Así que salté de la cama, escogí un par de fíbulas de entre las más bonitas -una, con una cabeza de león cuyos ojos eran dos increíbles rubíes y otra, parecida a un camafeo, que representaba un salto de agua-, y empecé a quitarme, por la cabeza, el largo camisón con el que había estado durmiendo.

– ¡Mi pelo! -exclamé en italiano, paralizada súbitamente por la impresión.

– ¿Qué dices? -preguntó Zauditu.

– ¡Mi pelo, mi pelo! -repetí, dejando caer de nuevo la prenda sobre mi cuerpo y buscando un espejo en el que mirarme. Había uno de cuerpo entero, enmarcado en plata, colgado de una de las paredes laterales, muy cerca de la puerta. Corrí hacia él y la sangre se me heló en las venas al ver mi cabeza tan rapada como la de uno de esos enfermos oncológicos que pierden el cabello por la quimioterapia. Incrédula, me llevé las manos al cráneo y lo palpé, buscando inútilmente unos mechones inexistentes. Al hacerlo, noté algo en las yemas de los dedos al mismo tiempo que sentía un agudo dolor, de modo que doblé ligeramente el cuello hacia abajo y allí estaba: en la parte superior, en el centro mismo, tenía escarificada, como Abi-Ruj Iyasus, una letra sigma mayúscula.

Todavía en estado catatónico, incapaz de reaccionar a las palabras de consuelo de Haidé y Zauditu, volví a levantarme la camisa y me la quité, quedándome desnuda frente a mi propia imagen. Otras seis letras griegas mayúsculas estaban repartidas por mi cuerpo: en el brazo derecho, una tau; en el izquierdo una ipsilon; sobre el corazón, entre ambos pechos, una alfa; en el abdomen una rho; en el muslo derecho, una ómicron; y en el izquierdo, otra sigma como la de la cabeza. Si le añadíamos las cruces que había obtenido en las pruebas y el gran Crismón de Constantino que aparecía sobre mi ombligo, teníamos la imagen de una pobre enferma mental que se había lacerado el cuerpo.

De pronto, Haidé apareció, desnuda también, a mi lado en el espejo y, un instante después, lo hizo igualmente Zauditu. Ambas tenían las mismas marcas que yo, aunque ya cicatrizadas desde hacía mucho tiempo. Su gesto generoso merecía alguna reacción por mi parte.

– Se me pasará… -balbucí, al borde de las lágrimas.

– Tu cuerpo no ha sufrido -me explicó Haidé, muy serena-. Siempre se comprueba que el sueño es profundo antes de abrir la piel. Míranos a nosotras. ¿Tan horribles estamos?

– Yo creo que son unas señales muy bellas -observó Zauditu, sonriente- A mí me encantan las del cuerpo de Tafari y a él le gustan mucho las mías. ¿Ves ésta? -añadió señalando la letra alfa entre sus pechos-. Observa con que delicadeza la hicieron, sus bordes son perfectos, suaves y torneados.

– Y piensa que esas letras -prosiguió Haidé- forman la palabra Stauros, que irá siempre contigo vayas donde vayas. Es una palabra importante y, por tanto, son unas letras importantes. Recuerda cuánto te ha costado conseguirlas y siéntete orgullosa de ellas.

Me ayudaron a vestirme, pero yo no podía dejar de pensar en mi cuerpo, lleno de escarificaciones, ni en mi cabeza rapada. ¿Qué diría Farag?

– Quizá te tranquilice saber que el didáskalos y el protospatharios están igual que tú -comentó Zauditu-. Pero a ellos no parece que les haya disgustado.

– ¡Ellos son hombres! -protesté mientras Haidé me anudaba el lazo en la cintura.

Ambas intercambiaron una mirada de inteligencia e intentaron disimular el gesto de paciente resignación de sus caras.

– Quizá te cueste algo de tiempo, Ottavia, pero aprenderás que establecer esas diferencias es una tontería. Y, ahora, vámonos. Te están esperando.

Opté por callar y seguirlas fuera de la habitación, no sin sorprenderme de lo modernos que parecían los staurofílakes. Tras la puerta, comenzaba un amplio corredor vestido con tapices, sillones y mesas que daba a un patio central lleno de flores en el que se veía una hermosa fuente que lanzaba al aire grandes chorros de agua. Aunque intenté asomarme para ver el cielo, sólo pude divisar unas extrañas sombras negras a una distancia tan descomunal que no fui capaz de estimar la altura. Y entonces me di cuenta de que allí no llegaba la luz del verdadero sol, de que no había sol por ninguna parte y de que lo que fuera que nos iluminaba no era en modo alguno natural.

Atravesamos otros muchos corredores parecidos al primero, con más y más patios ajardinados ornamentados con surtidores de agua de efectos casi increíbles. El sonido era relajante, como el de un riachuelo que se despeña en su camino, pero yo me estaba poniendo nerviosa porque, si me fijaba en todo cuanto me rodeaba, mil señales inquietantes me indicaban que había algo muy extraño en aquel lugar.

– ¿Dónde se encuentra exactamente Parádeisos? -pregunté a mis silenciosas guías, que caminaban sin prisas delante de mí, asomándose de vez en cuando a los patios, arreglando el tapete de una mesa o atusándose el pelo. Una sonora carcajada fue la respuesta que obtuve.

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[69]El que hace sonar la lira

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[70]Túnica, en griego.