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– ¡Qué pregunta! -dejó escapar, regocijada, Zauditu.

– ¿Dónde supones que puede estar? -se sintió obligada a añadir Haidé, con el mismo tono que emplearía para responder a un niña pequeña.

– ¿En Etiopía? -aventuré.

– ¿A ti qué te parece, eh? -respondió ella, como si la solución fuera tan obvia que sobrara la pregunta.

Mis guías y maestras se detuvieron frente a unas puertas de impresionante tamaño y de más impresionante factura que abrieron de par en par sin la menor consideración. Al otro lado, una sala enorme, tan profusamente decorada como todo lo que había visto hasta entonces en aquel basileion, exhibía en su centro una colosal mesa circular que trajo a mi memoria la leyenda de la tabla redonda del rey Arturo.

Farag Boswell, el didáskalos más calvo que había visto en mi vida, se puso en pie de un salto en cuanto me vio entrar -el resto de los asistentes a la comida también lo hizo, aunque más tranquilamente- y, extendiendo los brazos, echó a correr hacia mí tropezando con los faldones de su túnica. Le vi venir con un nudo en la garganta y me olvidé de todo lo que me rodeaba. Le habían rasurado la cabeza, es cierto, pero su barba rubia seguía tan larga como antes. Me estreché contra él sintiendo que me faltaba el aire, notando su cuerpo cálido pegado al mío y aspirando su olor -no el de su himatión, que olía suavemente a sándalo, sino el de la piel de su cuello, que reconocía-. Estábamos en el lugar más raro del mundo, pero abrazada a Farag volvía a sentirme segura.

– ¿Estás bien? ¿Estás bien? -repetía, angustiado, sin aflojar el abrazo mientras me besaba como un loco.

Yo reía y lloraba a la vez, arrastrada por los sentimientos. Sujetándole por las manos, me separé un poco para mirarle. ¡Qué pinta tan rara tenía! Calvo, con barba y vestido con una túnica blanca que le llegaba hasta los pies, hasta Butros hubiera tenido problemas para reconocerle.

– Profesor, por favor -dijo una voz anciana que reverberó en el vacío-. Trae a la doctora Salina.

Cruzando la sala bajo un círculo de miradas cordiales, Farag y yo nos fuimos acercando a un viejecito encorvado que en nada se diferenciaba de los demás como no fuera por su avanzada edad, pues ni sus ropas ni su posición en la mesa delataban que se trataba, ni más ni menos, que de Catón CCLVII. Cuando adiviné quien era, un sentimiento de respeto y temor se apoderó de mí, al mismo tiempo que el asombro y la curiosidad me llevaron a examinarle con detalle mientras la distancia entre nosotros se reducía metro a metro. Catón CCLVII era un anciano de complexión y estatura medianas que descargaba sobre un delicado bastón el peso de su abrumadora vejez. Un ligero temblor, producto de la debilidad de sus rodillas y músculos, le sacudía el cuerpo de arriba abajo sin hacerle perder por ello ni un ápice de su solemne dignidad. A lo largo de mi vida había visto pergaminos y papiros menos arrugados que su piel, a punto de resquebrajarse por los mil puntos en que las estrías se solapaban y cruzaban, y, sin embargo, la singular expresión de agudeza que mostraba su semblante y esa brillante mirada gris que parecía infinitamente inteligente, me impresionaron hasta tal punto que tentada estuve de empezar con las reverencias y genuflexiones que tan a menudo tenía que realizar en el Vaticano.

– Hygieia, doctora Salina -dijo con la misma voz débil y trémula con la que había hablado antes. Se expresaba en un inglés perfecto-. Estoy encantado de conocerte al fin. No te imaginas el interés con el que he seguido estas pruebas.

¿Cuántos años podía tener aquel hombre? ¿Mil…? ¿Mil millones…? Parecía llevar en su frente el peso de la eternidad, como si hubiera nacido cuando aún las aguas cubrían el planeta. Muy despacio, me tendió una mano temblorosa con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente doblados, esperando que yo le diera la mía y, cuando lo hice, se la llevó a los labios con un ademán galante que me cautivó.

Sólo entonces vi a la Roca -tan serio y cincunspecto como siempre-, de pie detrás de Catón. A pesar de su gesto grave, presentaba una traza mucho mejor que Farag y yo porque a él, que tenía el pelo casi blanco y lo llevaba siempre muy corto, ni siquiera se le notaba que le hubieran rapado la cabeza.

– Por favor, doctora, toma asiento junto al profesor -dijo entonces Catón CCLVII-. Tengo muchas ganas de charlar con vosotros y nada mejor que una buena comida para disfrutar de la conversación.

Catón fue el primero en sentarse y, tras él, lo hicieron los veinticuatro shastas. Uno tras otro fueron saliendo sirvientes con bandejas y carritos llenos de comida a través de varias puertas disimuladas, de nuevo, por las pinturas al fresco.

– En primer lugar, permitidme que os presente a los shastas de Parádeisos, los hombres y mujeres que se esfuerzan cada día por hacer de este lugar lo que a nosotros nos gusta que sea. Empezando por la derecha desde la puerta, se encuentra el joven Gete, traductor de lengua sumeria; a continuación, Ahmose, la mejor constructora de sillas de Stauros; a su lado, Shakeb, uno de los profesores de la escuela de los Opuestos; después, Mirsgana, la encargada de las aguas; Hosni, kabidários [71]

Y siguió con las presentaciones hasta completar los veinticuatro: Neferu, Katebet, Asrat, Hagos, Tamirat… Todos ellos vestían exactamente igual y sonreían de la misma manera cuando eran mencionados, inclinando la cabeza a modo de saludo y asentimiento. Pero lo que más me llamó la atención fue que, a pesar de esos curiosos nombres, una tercera parte de ellos eran tan rubios como Glauser-Róist, o, si no, pelirrojos, castaños, morenos…, y sus rasgos podían ser tan variados como razas y pueblos hay en el mundo. Mientras tanto, los sirvientes iban dejando parsimoniosamente sobre la mesa gran cantidad de platos en los que no se advertía por ningún lado la presencia de carne. Y casi todos con cantidades ridículas, como si la comida fuera más un adorno -la presentación era magnífica- que un alimento.

Acabados los saludos y las ceremonias, Catón dio inicio al banquete y resultó que todos los presentes tenían cientos de preguntas sobre cómo habíamos conseguido pasar las pruebas y lo que habíamos sentido en ellas. Sin embargo, no estábamos tan interesados en satisfacer su curiosidad como en que ellos satisfacieran la nuestra. Es más, la Roca parecía una caldera a punto de estallar, hasta el punto de que, incluso, me pareció ver el humo saliendo por sus orejas. Finalmente, cuando el murmullo había alcanzado cotas bastante altas y las preguntas caían sobre nosotros como gotas de lluvia, el capitán estalló:

– ¡Lamento recordarles que el profesor, la doctora y yo no somos aspirantes a staurofílakes! ¡Hemos venido a detenerles!

El silencio que se hizo en la sala fue impresionante. Sólo Catón tuvo la presencia de ánimo suficiente para salvar la situación.

– Deberías calmarte, Kaspar -le dijo tranquilamente-. Si quieres detenernos, hazlo más tarde, pero ahora no puedes estropear con semejantes bravatas una comida tan agradable como ésta. ¿Alguno de los presentes, acaso, te ha hablado mal?

Me quedé petrificada. Nadie le hablaba así a la Roca. Al menos, yo no lo había visto nunca. Ahora, sin duda, se levantaría hecho una fiera y tiraría la tabla redonda por los aires. Pero, para mi sorpresa, Glauser-Róist miró alrededor y permaneció quieto. Farag y yo nos cogimos la mano por debajo de la mesa.

– Lamento mi comportamiento -dijo de improviso el capitán sin bajar la mirada-. Es imperdonable. Lo siento.

El murmullo se reanudó de inmediato como si nada hubiera pasado y Catón se enzarzó en una charla en voz baja con el capitán que, aunque sin mostrar la menor señal de indecisión, parecía escucharle atentamente. Pese a su edad, Catón CCLVII conservaba una personalidad indudablemente poderosa y carismática.

El shasta que se llamaba Ufa y que era domador de caballos, se dirigió a Farag y a mí para permitir que la Roca y Catón pudieran hablar en privado.

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[71]Tallador de piedras preciosas