– ¿De veras, Ottavia…? -inquirió, escéptica Mirsgana-. Nadie hacía caso ya de los Ligna Crucis. En Notre Dame de París, en San Pedro del Vaticano o en la iglesia de Santa Croce in Gerusalemme, por ejemplo, los habían relegado a sus respectivos museos de curiosidades, a los que llaman tesoros o colecciones, y en los que hay que pagar para entrar. Cientos de voces cristianas se alzan para proclamar la falsedad de estos objetos y tampoco los fieles están ya muy interesados en ellos. La fe en las santas reliquias ha decaído mucho en los últimos años. Nosotros sólo deseábamos completar el trozo de Santo Leño que teníamos, una tercera parte del supes, el madero vertical, pero, al darnos cuenta de lo fácil que nos resultaría conseguir también todo lo demás, no lo pensamos dos veces y la recuperamos completa.
– Es nuestra -repitió, tozudo, el joven traductor de sumerio-. Esta Cruz es nuestra. No la hemos robado.
– ¿Y cómo organizasteis una… recuperación a tan gran escala desde aquí abajo? -preguntó Farag-. Los Ligna Crucis estaban muy repartidos, e, incluso, después de los primeros ro… recuperaciones, muy bien custodiados.
– ¿Conocisteis al sacristán de Santa Lucía -empezó a decir Ufa-, al padre Bonuomo de Santa María in Cosmedín, a los monjes de San Constantino Acanzzo, al padre Stephanos de la basílica del Santo Sepulcro, a los popes de Karnikaréa y al vendedor de entradas de las catacumbas de Kom el-Shoqafa…?
Farag, la Roca y yo nos miramos. Nuestras sospechas habían resultado ciertas.
– Todos ellos son staurofílakes -siguió diciendo el domador de caballos-. Muchos de nosotros optamos por vivir fuera de Parádeisos pará cumplir determinadas misiones o por motivos particulares. Estar aquí abajo no es obligatorio, desde luego, pero se considera la máxima gloria y el mayor honor para un staurofílax que entrega su vida a la Cruz.
– Hay muchos staurofílakes por todo el mundo -comentó Gete, divertido-. Más de los que podáis suponer. Van y vienen, pasan temporadas con nosotros y luego vuelven a sus casas. Como hacía Dante Alighieri, por ejemplo.
– Siempre ha habido uno o dos de los nuestros cerca de cada fragmento o astilla de la Vera Cruz -concluyó la encargada de las aguas-, así que, en realidad, la operación resultó muy fácil.
Ufa, Khutenptah, Mirsgana y Gete se miraron, satisfechos, y, luego, recordando dónde se encontraban, se arrodillaron devotamente delante de la Vera Cruz -impresionante por sus grandes dimensiones y por la cuidada forma de exposición- y, con mucho fervor y recogimiento, realizaron durante un rato una serie de complicadas reverencias y postraciones, murmurando antiguas letanías del ritual bizantino.
Mientras tanto, la presencia de Dios se hizo fuerte en mi corazón. Me hallaba en una iglesia y, fuera como fuese, hay lugares que son sagrados y que elevan el espíritu y acercan a Dios. Me arrodillé y empecé una sencilla oración de gracias por haber llegado hasta allí y por haberlo hecho, los tres, sanos y salvos. Le pedí a Dios que bendijese mi amor por Farag y le prometí que nunca abandonaría mi fe. No sabía qué iba a ser de nosotros ni qué planes tenían los staurofílakes, pero, mientras estuviera en Parádeisos, acudiría todos los días a rezar a ese magnifico templo en cuyo ábside pendía de hilos invisibles la Verdadera Cruz de Jesucristo. Yo sabía que no era la auténtica, que no era la cruz en la que murió Jesús, porque la crucifixión era un castigo muy común y, cuando Él murió en el Gólgota, las cruces se utilizaban una y otra vez hasta que quedaban inservibles y, luego, comidas por la carcoma, acababan como leña en las hogueras de los soldados. De modo que esa cruz que tenía delante de mí no era la Verdadera Cruz de Cristo, pero sí la cruz que encontró Santa Helena en el año 326 bajo un templo de Venus en una colina de Jerusalén; sí era la cruz que, en pedazos, había recibido la adoración y el amor de millones de personas a lo largo de los siglos; sí era la cruz que había dado origen a los staurofílakes; y, desde luego, sí era la cruz que me había unido a Farag, al pagano Farag, al maravilloso Farag.
Llegando de nuevo al basileion de Catón para la cena, las luces que iluminaban Parádeisos menguaron de intensidad, provocando un falso anochecer que, no por eso, era menos hermoso. Todo el mundo regresaba plácidamente a sus casas y nuestros acompañantes se despidieron de nosotros ante la gran puerta de acceso al basileion, que siempre permanecía abierta.
Glauser-Róist y Khutenptah quedaron para encontrarse a la mañana siguiente, poco después de que iluminaran la ciudad a la hora prima, en la zona de los cultivos, de modo que Ufa le dejó el caballo al capitán para que pudiera desplazarse hasta allí. La Roca, al parecer había quedado muy impresionado por el asunto de las resinas azucaradas -y yo diría que también por la bella Khutenptah- y quería estudiar a fondo el asunto. O eso dijo, al menos. Gete se ofreció a mostranos a Farag y a mí nuevos aspectos y lugares de Parádeisos que no habíamos visto aquel primer día. Así que, en realidad, sólo nos despedimos de Ufa y de Mirsgana, aunque con la promesa de pasar a visitarlos.
La cena fue mucho más tranquila que la comida. En una pieza distinta, más pequeña y acogedora que la inmensa sala del mediodía, el anciano Catón CCLVII ejerció de nuevo como anfitrión con la única compañía de la shasta Ahmose -que resultó ser, además de constructora de sillas, una de sus hijas-, y de Darius, el shasta de la Administración y canonarca [76] del Templo de la Cruz. Candace fue nuevamente el sirviente que atendió nuestra mesa, y la música, una melodía que me recordó las cancioncillas populares del medievo, volvía a sonar como acompañamiento de fondo.
Mientras se desarrollaba la conversación, que fue intensa y complicada, procuré poner en práctica las cosas que había aprendido al mediodía sobre los sabores y los olores. Me di cuenta de que para distinguir tantos detalles y disfrutar de ellos había que comer y beber muy despacio, tan despacio como lo hacían los staurofílakes. Pero lo que para ellos resultaba fácil por la práctica, a mí me costaba un esfuerzo sobrehumano, porque estaba acostumbrada a masticar deprisa y a tragar de golpe. Me encantó una bebida nueva que nos ofrecieron y que sólo se tomaba por la noche, a la hora de la cena: el eukrás, una decocción de pimienta, comino y anís realmente deliciosa.
Catón CCLVII quería conocer nuestros planes para el futuro y nos interrogó a fondo a este respecto. Farag y yo teníamos muy claro que queríamos volver a la superficie, pero la Roca, incomprensiblemente, vacilaba.
– Me gustaría quedarme un poco más -dijo con gesto inseguro-. Hay muchas cosas que aprender aquí abajo.
– Pero, capitán -me alarmé-, ¡no podemos volver sin usted! ¿No recuerda que la mitad de las Iglesias del mundo está esperando noticias nuestras?
– Kaspar, tiene que regresar con nosotros -insistió Farag, muy serio-. Usted trabaja para el Vaticano. Tiene que dar la cara.
– ¿Y vais a descubrirnos? -preguntó con dulzura Catón.
Aquello era muy serio. Estábamos en un aprieto y lo sabíamos. ¿Cómo íbamos a respetar el secreto de los staurofílakes si, en cuanto regresáramos, seríamos acribillados a preguntas por Monseñor Tournier y el cardenal Sodano? No podíamos brotar de la tierra como si nada y decir que habíamos estado jugando a las cartas desde que desaparecimos en Alejandría diecisiete días atrás.
– Por supuesto que no, Catón -se apresuró a decir Farag-. Pero tendréis que ayudarnos a montar una historia que resulte convincente.
Catón, Ahmose y Darius rieron, como si eso fuera lo más fácil del mundo.
– Yo me encargaré, profesor -dijo, súbitamente, la Roca-. Recuerde que esa es mi especialidad. El mismo Vaticano se encargó de enseñarme.
– Vuelva con nosotros, capitán -le rogué, fijando la mirada en sus ojos grises.
Pero la evocación de su trabajo en el Vaticano parecía haberle servido de acicate para desear aún más quedarse en Parádeisos. Su expresión de firmeza se volvió más acusada.