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El joven Shakeb, el de las manos regordetas llenas de anillos, se puso en pie dos asientos más allá de Mirsgana mientras Teodros volvía a ocupar su lugar recogiéndose los faldones del himation con un gesto elegante.

– Ottavia, Farag… -dijo, dirigiéndose directamente a nosotros. Pese a su cara redonda, era realmente guapo, con esos grandes ojos negros tan vivos y expresivos-. Cuando volváis a Alejandría habrá pasado un mes y medio desde vuestra desaparición. Hay que explicar, pues, dónde habéis estado y qué habéis hecho durante ese tiempo y, naturalmente, qué le ha ocurrido al capitán Glauser-Róist.

La expectación se palpaba en la sala. Todo el mundo quería saber qué mentira sería la que tendríamos que defender Farag y yo contra viento y marea para salvaguardar su pequeño mundo. Nosotros también estábamos preocupados.

– Los hermanos de Alejandría han comenzado a excavar en las catacumbas de Kom el-Shoqafa un falso túnel que termina en un rincón apartado del lago Mareotis, cerca del antiguo Caesarium. Vosotros diréis que fuisteis raptados en el tercer nivel de Kom el-Shoqafa, que os golpearon y que perdisteis el conocimiento, pero que antes pudisteis ver el acceso al pasadizo. Os facilitaremos un mapa muy sencillo que os ayudará a situarlo. Diréis que despertasteis en un lugar llamado Farafrah, que es el nombre de un oasis del desierto egipcio de muy difícil acceso. Diréis que el capitán no despertó, que los hombres que os habían raptado os dijeron que había muerto mientras le escarificaban las cruces y letras que vosotros lleváis en el cuerpo, pero que no os dejaron ver el cadáver, con lo que dejamos la puerta abierta a su posible retorno dentro de unos meses. Describiréis el lugar como un poblado muy parecido al del pueblo de Antioch y así no incurriréis en contradicciones. Como el oasis de Farafrah no se parece ni remotamente a esta aldea, los llevaréis a una gran confusión. No deis nombres, sólo el del beduino que os llevaba la comida tres veces al día a la celda donde os mantuvieron encerrados: Bahan. Este nombre es lo suficientemente común en Egipto para que no sirva en absoluto de pista y, como descripción del tal Bahan, podéis dar la del jefe Berehanu Bekela, aunque recordad que su piel tiene que ser más clara -tomó aire y siguió-. Después de que los malvados staurofílakes os mantuvieran retenidos en la celda durante todo ese tiempo -aquí las risas estallaron y se formó un gran alboroto-, y después de que os amenazaran repetidamente con mataros en cualquier momento, por fin, tal día como hoy, 1 de julio, os volvieron a dejar inconscientes y os abandonaron cerca de la boca del túnel del lago Mareotis con la advertencia de que no dijérais ni una sola palabra de lo ocurrido. Vosotros, por supuesto, no deseáis seguir con la investigación, de modo que, en cuanto cesen los interrogatorios, buscaros un lugar discreto para vivir, lo más alejado posible de Roma o, mejor aún, de Italia, y desapareced. Nosotros vigilaremos de cerca para que no os pase nada.

– Tendremos que buscar trabajo -comenté-, así que…

– En lo que respecta a este asunto, nosotros, los staurofílakes, queremos haceros un regalo de despedida -me interrumpió Catón en ese momento, levantando la mano. Farag y yo vimos que la Roca nos lanzaba una misteriosa sonrisa-. Antes dije que hay que saber respetar las tradiciones, y es cierto, pero también hay que saber renunciar a ellas o cambiarlas. Durante las pruebas de los siete pecados capitales, tal y como suele pasarles a todos cuantos las llevan a cabo, vosotros, Ottavia y Farag, alterasteis vuestras vidas de manera definitiva e irreversible. Trabajos, paises, compromisos religiosos, creencias, formas de pensar… Todo saltó por los aíres para permitiros llegar hasta aquí. Ahora no os queda casi nada ahí afuera, pero estáis dispuestos a volver para construiros la vida que deseáis tener. Farag aún podría recuperar su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría, pero Ottavia no tiene ninguna posibilidad de volver a pisar el Hipogeo vaticano. Cuenta, sin embargo, con un historial académico que le abrirá fácilmente muchas puertas, pero… ¿Y si os regalásemos algo que os permitiera poder elegir con absoluta libertad vuestro futuro?

Noté la presión de la mano de Farag en la mía y recuerdo que los músculos de mi cuello se tensaron de pura ansiedad. La Roca nos sonreía tanto que se le veían las dos hileras de dientes.

– La expiación del pecado de la avaricia que tiene lugar en Constantinopla va a cambiar de ubicación. Pediremos a los hermanos de esa ciudad que, durante los próximos años y sin modificar su contenido, organicen la prueba de los vientos en otro lugar de la ciudad para que vosotros podáis descubrir el mausoleo y los restos del emperador Constantino el Grande. Este es nuestro regalo de despedida. Esperamos que os guste.

Farag y yo nos quedamos en suspenso unos segundos y, luego, muy despacio, giramos las cabezas desconcertados y nos miramos. Yo fui la primera en saltar: di un brinco de alegría tan grande que arrastré al didáskalos conmigo y no le arranqué la mano de milagro. Había renunciado a Constantino desde el mismo momento en que conocí a los staurofílakes y, además, sorprendentemente, me había olvidado por completo de éclass="underline" todo sucedía tan rápido que mi mente tenía que borrar el minuto anterior para hacer sitio al minuto siguiente y me estaban pasando demasiadas cosas interesantes como para perder el tiempo recordando a Constantino. De modo que, cuando Catón dijo que nos regalaba el descubrimiento del mausoleo con las reliquias del emperador, el cielo se abrió súbitamente ante mí y supe que Farag y yo acababamos de recibir el futuro en una bandeja de oro.

Nos abrazamos, nos besamos, abrazamos y besamos a la Roca y de aquella sala de importantes asambleas pasamos al gran comedor del basileion, donde Candace y sus acólitos habían preparado un auténtico festín para los sentidos.

La música sonó hasta altas horas de la madrugada, los bailes se prolongaron más allá de lo prudente, pero cuando, alegres por el alcohol y la fiesta, los shastas, los sirvientes del basileion y nosotros nos lanzamos a las calles de Stauros dispuestos a darnos un baño en las aguas del cálido Kolos -Catón se había retirado horas antes a sus habitaciones-, descubrimos que la gente salía de sus casas y se sumaba a la fiesta con un entusiasmo aún mayor que el nuestro. Las luces se encendieron de nuevo y aparecieron niños y malabaristas por todas partes. La hora prima llegó cuando el jolgorio alcanzaba su máximo apogeo, pero la Roca y Khutenptah nos avisaron de que teníamos que partir, que los anuak ya habían llegado y que no podíamos esperar mas.

Nos despedimos de cientos de personas a las que no conocíamos, dimos besos a diestro y siniestro y acabamos sin saber a quién besábamos. Al final, de nuevo Khutenptah y la Roca, con ayuda de Ufa, Mirsgana, Gete, Ahmose y Haidé, nos arrancaron de los brazos de los staurofílakes y nos sacaron de la fiesta.

Todo estaba preparado. Una calesa con nuestras escasas pertenencias nos esperaba en la entrada del basileion. Ufa subió al pescante porque iba a ser nuestro cochero y Farag y yo subimos en la parte de atrás sin soltar las manos del capitán Glauser-Róist.

– Cuídate mucho, Kaspar -le dije tuteándole por primera vez, a punto de soltar las lágrimas-. Ha sido un placer conocerte y trabajar contigo.

– No mientas, doctora -masculló él, ocultando una sonrisa-. Tuvimos muchos problemas al principio, ¿te acuerdas?

De repente, hablando de recuerdos, me vino a la cabeza algo que debía preguntarle. No podía marcharme sin saberlo.

– Kaspar, por cierto -dije nerviosa-, ¿los trajes de la Guardia Suiza los diseñó Miguel Ángel? ¿Qué sabes tú de eso?

Era importante. Se trataba de una vieja e insatisfecha curiosidad que ya no tendría oportunidad de zanjar por mí misma. La Roca soltó una carcajada.

– No los diseñó Miguel Ángel, doctora, ni tampoco Rafael, como alguien ha dicho. Pero éste es uno de los secretos mejor guardados del Vaticano así que no debes ir contando por ahí lo que voy a decirte.