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Bien. Me lo iba a jugar a todo o nada. Era arriesgado, desde luego, pero cuando una se enfrenta a una estructura jerárquica tan poderosa e inalterable como la Iglesia Católica, o se salva o termina en el circo con los leones.

– ¿Se da usted cuenta, capitán -vocalicé claramente para que no perdiera detalle de lo que le estaba diciendo-, que Abi-Ruj Iyasus, nuestro etíope, no puede ser más que una pieza pequeña dentro de un gran engranaje que, por alguna razón, se ha puesto en marcha y ha comenzado a robar sagradas reliquias de la Vera Cruz? ¿Se da usted cuenta, capitán -¡Dios mío, cómo me empujaba la desesperación para enfatizar mis palabras de aquella manera! Parecía un viejo actor de teatro griego dirigiéndome a los dioses-, que detrás de todo esto sólo puede existir una secta religiosa que se considera a sí misma descendiente de tradiciones que se remontan a los orígenes del Imperio Romano de Oriente, Bizancio, y al emperador Constantino, cuya madre, Santa Helena, además de ordenar erigir la basílica de Santa Catalina del Sinaí, descubrió la Verda dera Cruz de Cristo en el año 326?

Los ojos grises de Glauser-Róist y su cara descolorida, enmarcada por los reflejos rubios y metálicos de la cabeza y las mandíbulas, parecían más que nunca los de una de esas feroces cabezas de Hércules, de mármol blanco, que se exhiben en los Museos Capitolinos del Palazzo Nuovo de Roma. Pero no le di respiro.

– ¿Se da usted cuenta, capitán, de que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus hemos encontrado siete letras griegas, STAYPOS, que significan «Cruz», siete cruces de siete diferentes diseños que reproducen las del muro sudoeste de Santa Catalina del Sinaí y que cada una de estas cruces está rematada por una coronita radiada de siete puntas…? ¿Se da cuenta de que Abi-Ruj Iyasus estaba en posesión de importantes reliquias de la Vera Cruz en el momento de morir?

– ¡Basta ya!

Si su mirada hubiera podido matarme, me habría fulminado en aquel mismo instante. Las chispas que saltaban del acero y el plomo de sus ojos salían despedidas hacia mí como dardos incandescentes.

– ¿Cómo sabe usted todo eso? -bramó, poniéndose en pie y acercándose amenazadoramente hacia donde yo me encontraba. Consiguió intimidarme, en serio, aunque no me arredré; yo era una Salina.

No había sido especialmente complicado relacionar los extraños pedazos de madera encontrados por los bomberos a los pies del cadáver de Iyasus con esas «reliquias muy santas y valiosas» mencionadas por los periódicos etíopes. ¿Qué reliquias de madera podrían movilizar al Vaticano y al resto de Iglesias cristianas? Era evidente. Y las escarificaciones de Iyasus lo confirmaban. Según una leyenda generalmente admitida por los estudiosos eclesiásticos, Santa Helena, madre de Constantino, descubrió la Verdadera Cruz de Cristo en el año 326, durante un viaje a Jerusalén realizado con objeto de encontrar el Santo Sepulcro. Según la conocida Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine [3], en cuanto Helena, que entonces tenía ochenta años, llegó a Jerusalen, sometió a tortura a los judíos más sabios del país para que confesaran cuanto supieran del lugar en el que Cristo había sido crucificado -¿qué importaba que hubieran transcurrido más de tres siglos y que la muerte de Jesús hubiera pasado totalmente desapercibida en su momento?-. Obviamente, consiguió arrancarles la información y, así, la llevaron hasta el supuesto Gólgota, el monte de la Calavera -en realidad, todavía no localizado de manera fehaciente por los arqueólogos-, donde el emperador Adriano, unos doscientos años antes, había mandado erigir un templo dedicado a Venus. Santa Helena ordenó derribar el templo y excavar en aquel lugar, encontrando tres cruces: la de Jesús, por supuesto, y las de los dos ladrones. Para averiguar cuál de las tres era la del Salvador, santa Helena ordenó que un hombre muerto fuera llevado al lugar y, en cuanto lo pusieron sobre la Vera Cruz, el hombre resucitó. Después de este feliz acontecimiento, la emperatriz y su hijo hicieron construir en el lugar del hallazgo una fastuosa basílica, la llamada basílica del Santo Sepulcro, en la que guardaron la reliquia. De ella, con el devenir de los siglos, salieron numerosos fragmentos que se repartieron por todo el mundo.

– ¿Cómo sabe usted todo eso? -tronó, de nuevo, el capitán, muy encolerizado, situándose a pocos centímetros de mí.

– ¿Acaso Monseñor Tournier y usted han pensado que soy tonta? -protesté con energía-. ¿Creían que negándome la información o manteniéndome al margen iban a poder utilizar sólo la parte de mí que les interesaba? ¡Venga ya, capitán! ¡He ganado dos veces el Premio Getty de investigación paleográfica!

El suizo permaneció inmóvil durante unos segundos interminables, observándome fijamente. Pude adivinar que pasaron muchas cosas por su cabeza durante aquel momento: rabia, impotencia, cólera, instintos asesinos…, y, por fin, un rayo de prudencia.

Luego, de repente, en el más absoluto silencio empezó a recoger las fotografías de Abi-Ruj, a arrancar de la puerta las hojas que formaban la silueta del etíope, a guardar en su cartera de piel los papeles de notas, los bosquejos, los cuadernos y las imágenes. Por fin, apagó el ordenador y, sin despedirse, sin decir ni una sola palabra, sin ni siquiera volverse a mirarme, salió de mi laboratorio y cerró con un portazo que hizo temblar las paredes.

En aquel mismo momento supe que había cavado mi propia tumba.

¿Cómo explicar lo que sentí cuando, al pasar a la mañana siguiente, mi tarjeta identificativa por el lector electrónico, una luz roja comenzó a parpadear en la pequeña pantalla del panel y una sirena, como de coche de bomberos, hizo que todos los que se encontraban en el recibidor del Archivo Secreto se volvieran a mirarme como si fuera una delincuente…? No, no se puede explicar. Es la sensación más humillante que he vivido nunca. Dos integrantes del cuerpo de seguridad, vestidos de paisano, con gafas negras y auriculares de esos que llevan un cordoncillo como de cable de teléfono, se plantaron delante de mi antes de que me diera tiempo a suplicar a Dios que la tierra me tragara y, con muy buenas maneras, me rogaron que les acompañara. Apreté los párpados con tanta fuerza que me hice daño; no, aquello no podía estar pasando, seguro que era una terrible pesadilla y que me despertaría en cualquier momento. Pero la voz amable de uno de aquellos hombres me devolvió a la realidad: debía ir con ellos hasta el despacho del Prefecto, el Reverendo Padre Ramondino.

Estuve a punto de decirles que no hacía falta, que me dejaran marchar que ya sabía lo que iba a decirme el Reverendo Padre. Pero me callé y les acompañé dócilmente, más muerta que viva, sabiendo que mis años de trabajo en el Vaticano habían llegado a su fin.

No tiene mucho sentido recordar morbosamente lo que ocurrió en el despacho del Prefecto. Mantuvimos una conversación muy correcta y amable en la que fui oficialmente informada de que mi contrato quedaba rescindido (se me pagaría, por supuesto, hasta la última lira de lo que marca la ley para estos casos) y de que mi compromiso de silencio sobre todo lo relativo al Archivo y la Biblioteca permanecería en pie hasta el último día de mi vida. También me dijo que había quedado muy satisfecho con mis servicios y que esperaba, de todo corazón, que encontrara otra ocupación acorde con mis muchas capacidades y conocimientos, y, por último, aplastando una mano fuertemente contra la mesa, me comunicó que sería duramente sancionada e, incluso, excomulgada, si alguna vez se me ocurría hacer el menor comentario sobre el asunto del etíope.

Con un fuerte apretón de manos, me despidió en la puerta de su despacho, donde el doctor William Baker, el Secretario del Archivo, me esperaba pacientemente con una caja de mediano tamaño en los brazos.

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[3]La leyenda dorada (Le gendí di sancti vulgarí storiado), escrita en latín en 1264, por el dominico y arzobispo de Génova, Santiago -o Jacobo- de la Vorágine. Famosa colección de vidas de santos, muy popular en su época y en los siglos posteriores.