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– Sus cosas, doctora -declaró con gesto despectivo.

Creo que fue entonces cuando comprendí que me había convertido en una paria, en alguien a quien ya no querían volver a ver en el Vaticano. Me habían condenado al ostracismo y debía abandonar la Ciudad.

– ¿Me entrega su acreditación y su llave, por favor? -concluyó Baker, pasándome la caja que contenía mis escasas posesiones personales. El cartón estaba perfectamente sellado con cinta adhesiva ancha. Me pregunté si habrían metido la mano roja del cumpleaños de Isabella.

Pero esto no fue todo; ni todo ni lo peor. Dos días después, la directora general de mi Orden reclamó mi presencia en la casa central. Por supuesto, no me recibió ella -cargada siempre con mil responsabilidades-, sino la subdirectora, la hermana Giulia Sarolli, quien puso en mi conocimiento que debía abandonar el apartamento -y la comunidad- de la Piazza delle Vaschette, puesto que iba a ser destinada, con carácter urgente, a nuestra casa de la provincia de Connaught, en Irlanda, donde debería hacerme cargo de los archivos y bibliotecas de varios antiguos monasterios de la zona. Allí encontraría, añadió la hermana Sarolli, la paz espiritual que tanto estaba necesitando. Debía presentarme en Connaught la próxima semana, entre el lunes, día 27 de marzo, y el viernes, día 31. ¿Para cuándo quería los billetes? A lo mejor deseaba pasar antes por Sicilia, para despedirme de mi familia… Denegué el ofrecimiento con un movimiento de cabeza; estaba tan desmoralizada que no me sentía capaz de hablar. No tenía ni idea de cómo se lo diría a mi madre. Sentía una pena inmensa por ella, que tan orgullosa estaba de su hija Ottavia. Le iba a doler mucho y me sentía culpable por ese dolor. ¿Y qué diría Pierantonio? ¿Y Giacoma? Lo único bueno que podía encontrar de aquel destierro era que tendría a mi hermana Lucia más cerca de mí -en Londres-, y que ella me ayudaría a superar el bache, a sobrellevar el fracaso. Porque eso es lo que era, lo mirara desde donde lo mirara: un fracaso, y yo, una fracasada. Había fallado a mi familia. No es que fueran a quererme menos por pasar de trabajar en el Vaticano a trabajar en un lugar remoto y perdido de Irlanda, pero sabía que todos mis hermanos, y especialmente mi madre, ya no me verían de la misma manera. ¡Pobre mamá, ella que tanto presumía de Pierantonio y de mi! Ahora tendría que olvidarse de Ottavia y hablar sólo de Pierantonio.

Esa noche, como era viernes de Cuaresma, Ferma, Margherita, Valeria y yo, fuimos a la basílica de San Juan de Letrán para rezar el Via Crucis y participar en la celebración penitencial. Entre aquellos muros cargados de historia me sentí menguar, empequeñecer, le dije a Dios que aceptaba aquel castigo por mi grandísimo pecado de soberbia. Lo tenía bien merecido: me había sentido investida con un poder superior por haber obtenido hábilmente algo que me había sido denegado e, investida con dicho poder había logrado mi objetivo. Ahora, doblegada y vencida, pedía perdón humildemente, me arrepentía de lo que había hecho a sabiendas de que era un arrepentimiento tardío y de que ya no podía cambiar mi castigo. Sentí temor de Dios, y acepté aquel Via Crucis como una prueba más de la misericordia divina, que me permitía compartir con Jesucristo el dolor y el sufrimiento del Calvario.

Por si algo me faltaba, aquella madrugada, como haciéndose eco del dolor que me roía por dentro, el Etna, el volcán al que los sicilianos, por ser nuestro y por conocerlo bien, miramos siempre con ansiedad y temor, protagonizó una espectacular erupción: un mar de lava descendió por sus laderas hasta el amanecer, mientras su boca escupía fuego y cenizas a 3.200 metros de altura. Palermo, por fortuna, está bastante lejos del volcán, pero eso no libra a la ciudad de sufrir las consecuencias: seísmos, cortes de luz, de agua, de carreteras… Llamé a casa, preocupadisima, y encontré a todos despiertos y pendientes de los boletines informativos de las emisoras de radio y televisión local. Felizmente, me tranquilizaron, nadie había corrido peligro y la situación estaba controlada. Debí decirles en ese momento que abandonaba Roma y el Vaticano para marcharme a Irlanda, pero no me atreví; hasta ese punto temía su decepción y sus comentarios. Cuando estuviera en Connaught, instalada, ya se me ocurriría alguna idea para convencerles de que el cambio era francamente positivo y que estaba encantada con mi nuevo destino.

El jueves siguiente, a la una del mediodía, subí al avión que debía llevarme al destierro. Sólo Margherita pudo venir a despedirme. Me dio dos besos muy tristes y me rogó encarecidamente que no me resistiese a la voluntad de Dios, que intentara adaptarme con alegría a esta nueva situación y que luchara contra mi fuerte temperamento. Fue el vuelo más triste y angustioso que había hecho en toda mi vida. No quise ver la película ni probar bocado de la comida de plástico que me pusieron delante, y mi única obsesión era componer laboriosamente las frases que debería decirle a mi hermana Lucia cuando la llamara y las que debería decir a mi familia cuando fuera capaz de hablar con ellos.

Casi dos horas y media después -las cinco de la tarde en Irlanda-, tomamos tierra, por fin, en el aeropuerto de Dublin y los pasajeros, cansados y nerviosos, entramos en tropel en la terminal internacional para recoger nuestros equipajes de las cintas transportadoras. Sujeté con fuerza mi enorme maleta, di un hondo suspiro y me encaminé hacia la salida, buscando con la mirada a las hermanas que debían haber acudido a recogerme.

En aquel país pasaría, seguramente, los próximos veinte o treinta años de mi vida y, quizá, me decía sin convicción, con un poco de suerte conseguiría adaptarme y ser feliz. Estos eran mis estúpidos pensamientos y, al oírme, sabía que mentía, que me engañaba a mi misma: aquel país era mi tumba, el final de mis ambiciones profesionales, la puerta de salida de mis proyectos e investigaciones. ¿Para qué había estudiado tanto? ¿Para qué me había esforzado durante años y años consiguiendo un título tras otro, un premio tras otro, un doctorado tras otro, si ahora todo eso no iba a servirme para nada en aquel miserable pueblo de la provincia de Connaught en el que me iban a enterrar? Miré con aprensión todo cuanto me rodeaba, preguntándome cuánto tiempo podría soportar aquella deshonrosa situación, y recordé, con negro pesar, que no debía hacer esperar más a las hermanas irlandesas.

Pero, para mi sorpresa, allí no había ninguna religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María. En su lugar, un par de jóvenes sacerdotes vestidos a la antigua, con alzacuellos, sotana y gabardina negra, se apresuraron a hacerse cargo de mi equipaje mientras me preguntaban, por supuesto en inglés, si yo era la hermana Ottavia Salina. Cuando respondí afirmativamente, se miraron con alivio, pusieron mi maleta en un carrito y, mientras uno lo embestía con los brazos extendidos, como si le fuera la vida en ello, el otro me explicaba que debía embarcar en un vuelo de regreso a Roma que salía dentro de una hora.

Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, pero ellos aún sabían menos. Durante los minutos que pasé a su lado, antes de entregar la tarjeta de embarque que me habían dado, me explicaron que eran secretarios del Obispado y que les habían enviado al aeropuerto para recogerme de un avión y meterme en otro. La orden la había dado directamente el señor obispo, que se encontraba de viaje por la diócesis y que había llamado desde su teléfono móvil.

Y eso fue todo lo que vi de la República de Irlanda: su terminal de vuelos internacionales. A las ocho de la tarde aterrizaba de nuevo en Fiumicino (¡me había pasado el día volando de un sitio a otro, como los pájaros!) y, para mi sorpresa, un par de azafatas me escoltaron hasta la zona VIPs, donde, en una sala privada, sentado en un cómodo silloncito, me esperaba el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, quien, levantándose, me tendió la mano con cierta turbación.

– Eminencia… -dije a modo de saludo mientras hacía la genuflexión y le besaba el anillo.