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Jamás he sentido la menor devoción por las reliquias. Nadie en mi familia era partidario de adorar exóticos pedazos de huesos, telas o maderas, ni siquiera mi madre, de gustos tridentinos en cuestiones de religión, y mucho menos Pierantonio, que vivía en Tierra Santa y era responsable del hallazgo, durante las excavaciones arqueológicas, de más de un cuerpo con olor de santidad. Pero aquella historia que me estaba narrando el capitán resultaba estremecedora. Muchos fieles depositan realmente su fe en esos objetos sagrados y bajo ningún concepto se les debe faltar al respeto por sus creencias. Además, aunque la propia Iglesia, con los años, hubiera ido abandonando estas prácticas tan dudosas, todavía existía dentro de ella una corriente muy proclive a la veneración de reliquias. Sin embargo, lo más sorprendente era que no se trataba del brazo momificado de santa como-se-llame, ni del cuerpo incorrupto de san lo-que-sea. Estábamos hablando de la Cruz de Cristo, de la supuesta madera sobre la cual el cuerpo del Salvador había sufrido tortura y muerte, y resultaba muy extraño que, aunque todos los Ligna Crucis del mundo pudieran calificarse a priori como falsificaciones o fraudes, aquellos pedazos de madera se hubieran convertido en el objetivo único de una pandilla de fanáticos.

– La segunda parte de esta historia, doctora -continuó Glauser-Róist, imperturbable- es el descubrimiento de las escarificaciones en el cuerpo de Iyasus. Mientras las autoridades griegas y etíopes comenzaban a investigar sin ningún éxito, la vida y milagros del sujeto, Su Santidad, a través del Secretario de Estado, y a petición de las Iglesias de Oriente (con menos medios para poner en marcha una investigación) decidió que nosotros deberíamos descubrir quién o quiénes estaban robando los Ligna Crucis y por qué. La orden del Papa fue, si no recuerdo mal, parar las sustracciones inmediatamente, recuperar las reliquias robadas, descubrir a los ladrones y, por supuesto, ponerlos en manos de la justicia. En cuanto la policía griega descubrió las extrañas cicatrices del etíope, se lo comunicó a Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, y éste, pese a que las relaciones con Roma no son muy buenas, solicitó el envío de un agente especial para que estuviera presente en la autopsia. Ese agente fui yo y lo que viene después ya lo sabe usted misma de primera mano.

No había comido nada en todo el día y empezaba a sufrir una desagradable hipoglucemia. Debía ser tardísimo, pero no quise mirar el reloj para no sentirme todavía peor: me había levantado a las siete de la mañana, había cogido un avión que me había llevado hasta Irlanda, había vuelto a Roma por la noche y… Me sentía tan agotada que me dolía hasta el aliento.

Todavía quedaba mucha historia por contar, recordé viendo el envoltorio blanco delante de mi, pero, a pesar de mi curiosidad, sí no comía algo pronto, iba a caer desfallecida sobre la mesa. Así que aproveché el repentino silencio del capitán para preguntar si podíamos hacer un pequeño descanso y tomar algo, porque me estaba mareando. Se produjo un murmullo unánime de aprobación -estaba claro que allí nadie había cenado-, de modo que Su Eminencia el cardenal Colli hizo un gesto al capitán y éste, tras quitarme el paquete de las manos y guardarlo de nuevo en su cartera de piel, abandonó unos segundos el reservado, volviendo de inmediato con el encargado del restaurante.

Poco después, un ejército de camareros con chaqueta blanca entraba en la habitación empujando grandes carritos cargados con montones de comida. Su Eminencia bendijo los alimentos con una sencilla oración de agradecimiento, y todos, hasta el tímido profesor Boswell, nos lanzamos sobre los platos con verdadera ansia. Estaba tan hambrienta que, cuanto más ingería, menos saciada me encontraba. No perdí la compostura, pero comí como si no lo hubiera hecho en un mes. Supongo que también se debía a la falta de sueño y al cansancio. Al final, viendo la sonrisita mezquina de Monseñor Tournier, decidí parar, aunque, para entonces, ya me encontraba bastante recuperada.

Durante la cena, y hasta que terminamos el exquisito y humeante café exprés, Su Eminencia el cardenal Colli nos estuvo contando las grandes esperanzas que Su Santidad, Juan Pablo II, tenía puestas en la resolución de este complicado problema de los robos de las reliquias. Las relaciones con las Iglesias de Oriente eran peores de lo que cabría esperar después de tantos años de lucha por el ecumenismo y, si conseguíamos devolverles sus Ligna Crucis y acabar con los expolios, quizá el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Alejo II, y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomeos I -los dos líderes ortodoxos más representativos dentro de la pléyade de líderes e Iglesias Ortodoxas-, estuvieran dispuestos al diálogo y a la reconciliación. Al parecer, estos dos patriarcas cristianos estaban actualmente enfrentados entre si por la repartición de las Iglesias ortodoxas de los países que pertenecían a la antigua Unión Soviética, pero ambos formaban una coalición inquebrantable frente a la Iglesia de Roma por el tema de las reclamaciones de nuestros católicos de rito oriental, los uniatos, que reivindicaban bienes y propiedades incautados en su momento por el régimen comunista y que ahora se encontraban en manos ortodoxas. En fin, que en el fondo se trataba de un vulgar asunto de propiedades y poder. La estructura jerárquica de las Iglesias cristianas Ortodoxas -que, en teoría, al menos, no existía como tal-, era una tupida red formada por urdimbres históricas y tramas económicas: el Patriarcado de Moscú y de todas las Rusias, en manos de Su Santidad Alejo, cobijaba bajo sus alas a las Iglesias Ortodoxas independientes de los paises del Este de Europa (Serbia, Bulgaria, Rumania…) y el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en manos de Su Divinísima Santidad Bartolomeos, a todas las demás (las de Grecia, Siria, Turquía, Palestina, Egipto… incluida la importantísima Iglesia Greco-Ortodoxa de América). Sin embargo, las fronteras no estaban tan claras como a primera vista podría parecer y existían monasterios y templos de ambas facciones tanto en uno como en otro ámbito de influencia. En cualquier caso, el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, a pesar de no tener ningún poder sobre ellos, «precedía en honor» a todos los demás patriarcas ortodoxos del mundo, incluido Alejo, pero éste parecía ignorar totalmente esta antigua y milenaria tradición, preocupado tan sólo por impedir que las autoridades rusas permitieran la entrada de la Iglesia Católica en su feudo, cosa que, hasta el momento, estaba consiguiendo con bastante exíto.

En fin, un caos; pero nosotros debíamos colaborar al allanamiento de los pedregosos caminos que conducían a la unión de todos los cristianos resolviendo el asunto de los robos, ya que esto serviría de aceite y gasolina para el deteriorado motor del ecumenismo.

Durante las horas que llevábamos en aquel reservado, el profesor Boswell no había despegado los labios como no fuera para comer. Sin embargo, se notaba que estaba perfectamente atento a todo cuanto se iba diciendo pues, de vez en cuando, sin darse cuenta, hacía algún imperceptible gesto afirmativo o denegativo con la cabeza. Era el hombre más silencioso que había conocido en mi vida. Daba la sensación de que aquel entorno le venía grande, de que no estaba cómodo en absoluto.