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– Eso es cierto -confirmó Glauser-Róist-. El profesor le está diciendo la verdad.

No me sorprendió. Por norma, todas las religiones del mundo discriminaban a las mujeres, bien situándolas en un incomprensible segundo plano o bien legitimando que pudieran ser maltratadas y vejadas. Era algo realmente lamentable a lo que nadie parecía querer encontrar una solución.

El monasterio ortodoxo de Santa Catalina estaba emplazado en el corazón de un valle llamado Wadi ed-Deir, al pie de una estribación del monte Sinaí y era uno de los lugares más hermosos creados por la naturaleza con la colaboración de la mano del hombre. Un perímetro rectangular, amurallado por Justiniano en el siglo VI, cobijaba tesoros inimaginables y una belleza sin fin que dejaba mudos de asombro a quienes traspasaban la puerta y eran admitidos en su interior. La aridez del desierto circundante y las yermas montañas de granito rojizo que lo protegían, preparaban muy mal a los peregrinos para lo que iban a encontrar en el monasterio: una impresionante basílica bizantina, numerosas capillas, un inmenso refectorio, la segunda biblioteca más importante del mundo, la primera colección de bellísimos iconos… y todo ello ornamentado con lámparas de oro, mosaicos, maderas labradas, mármoles, marquetería, plata sobredorada, piedras preciosas… Un festín irrepetible para los sentidos y una exaltación inigualable de la fe.

– Durante un par de días -contaba Glauser-Róist-, el profesor y yo nos recorrimos de arriba abajo el monasterio en busca de algo que tuviese relación con el etíope. La presencia de las siete cruces en el muro sudoeste estaba empezando a perder sentido para mí. Me preguntaba si no sería una ridícula casualidad y si no estaríamos avanzando en la dirección equivocada. Pero el tercer día… -su boca se ensanchó en una deslumbrante sonrisa y se giró para mirar al profesor, buscando su asentimiento-. El tercer día nos presentaron, por fin, al padre Sergio, el responsable de la biblioteca y del museo de iconos.

– Los monjes son muy precavidos -explicó el profesor, casi en un susurro-. Lo digo para que entiendan por qué nos hicieron esperar dos días para enseñarnos sus objetos más preciados. No se fían de nadie.

En aquel momento consulté mi reloj: eran las tres de la madrugada. Ya no podía con mi alma, ni siquiera después de dos tazas de café. Pero la Roca hizo como que no había visto ni mi gesto ni mi cara de agotamiento, y continuó, impertérrito:

– El padre Sergio vino a buscarnos alrededor de las siete de la tarde, después de la cena, y nos guió a través de las estrechas callejuelas del monasterio, iluminándonos con una vieja lámpara de aceite. Era un monje grueso y taciturno, que, en lugar de llevar el bonete negro como los demás, usaba un gorro de lana puntiagudo.

– Y se tironeaba de la barba continuamente -añadió el profesor, como si aquello le hubiera hecho mucha gracia.

– Cuando llegamos frente a la biblioteca, el padre sacó de entre los pliegues de su hábito una argolla de hierro cargada de llaves y empezó a abrir una cerradura detrás de otra hasta completar siete en total.

– Otra vez siete -dejé escapar yo, medio dormida, recordando las letras y las cruces de Abi-Ruj.

– Las puertas se abrieron con un fuerte chirrido y el interior estaba oscuro como la boca de un lobo, pero lo peor era el olor. No pueden imaginárselo… Nauseabundo.

– Olía a cuero podrido y a trapos viejos -aclaró Boswell.

– Avanzamos en penumbra entre las filas de estanterías llenas de manuscritos bizantinos, cuyas letras iluminadas con pan de oro chispeaban con la luz de la lámpara que llevaba el padre Sergio. Por fin, nos detuvimos frente a una vitrina. «Esta es la zona donde conservamos algunos de los códices más antiguos. Pueden mirar lo que quieran», nos dijo el monje. Yo pensé que estaba de broma: ¡pero si no se veía nada!

– Recuerdo que fue entonces cuando tropecé con algo y me golpeé con la esquina de una de aquellas viejas vitrinas -señaló el profesor.

– Sí, fue en ese momento.

– Y entonces le dije al padre Sergio que si querían que el invitado extranjero les entregara su dinero para la restauración de la biblioteca… -carraspeó esforzadamente y se colocó las gafas de nuevo en su sitio-, lo mínimo que podían hacer era enseñársela en buenas condiciones, con luz de día y sin tanta reserva, y entonces el padre Sergio me dijo que debían proteger los manuscritos porque ya les habían robado antes, y que apreciásemos que nos estaba enseñando lo más valioso del monasterio. Pero como yo seguí protestando, al final el monje se acercó hasta un rincón de la pared y pulsó un interruptor.

– Resulta que la biblioteca tiene una deslumbrante luz eléctrica -terminó de explicar el capitán-. Los monjes de Santa Catalina del Sinaí protegen sus manuscritos, sencillamente, enseñándolos sólo a quienes acuden con autorización previa del arzobispo, como era nuestro caso, y, además, mostrándolos en penumbra, para que nadie pueda hacerse una idea de lo que realmente guardan allí. Cuando acude algún estudioso que ha obtenido el permiso, le llevan a la biblioteca por la noche y le mantienen envuelto en sombras mientras consulta el manuscrito en el que estaba interesado. De ese modo, nunca llega a sospechar lo que ha tenido a su alrededor. Imagino que el robo del Codex Sinaiticus por parte de Tischendorff en 1844 dejó una huella dolorosa e imborrable en los monjes de Santa Catalina.

– La misma huella que dejará nuestro robo, capitán -murmuró Boswell con un rictus pesaroso.

– ¿Han robado ustedes un manuscrito del monasterio? -pregunté alarmada, despertando bruscamente del dulce sopor en el que me acunaba.

El silencio más profundo respondió a mi pregunta. Les fui mirando uno a uno, confundida, pero las cuatro caras que me rodeaban se habían convertido en inexpresivas máscaras de cera.

– Capitán… -insistí-, contésteme, por favor. ¿Ha sido capaz de robar un manuscrito de Santa Catalina del Sinaí?

– Júzguelo usted misma -respondió friamente, alargándome la tarta de cumpleaños cubierta por el lienzo blanco-, y digame luego si no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

Perpleja y sin la menor capacidad de reacción, miré el envoltorio como si fuera una rata o una cucaracha. No pensaba volver a poner las manos encima de aquello.

– Ábralo -me ordenó súbitamente Monseñor Tourníer.

Me volví hacia el cardenal Colli, buscando su protección, pero tenía la mirada perdida en algún punto bajo la mesa. El profesor Boswell se había quitado las gafas y las estaba limpiando con el faldón de su chaqueta.

– Hermana Salina -exigió de nuevo la voz impaciente de Monseñor Tournier-, le acabo de decir que abra ese paquete. ¿Es que no me ha oído?

No tenía más remedio que hacer lo que me decía. No era el momento para andarse con remilgos ni con problemas de conciencia. El lienzo blanco resultó ser una bolsa y, no bien hube aflojado las cintas que la cerraban, comencé a distinguir la esquina de un códice antiguo. No podía creer lo que estaba viendo… Conforme iba extrayendo el pesado volumen, mi turbación era mayor. Finalmente, sostuve entre las manos un grueso y sólido manuscrito bizantino, de primitiva factura cuadrada, con cubiertas de madera forradas de cuero repujado en el que podían verse, en relieve, las siete cruces de Santa Catalina (dos columnas de tres a cada lado de la cubierta y una más abajo, formando una fila con las cruces de los extremos inferiores), el Monograma de Constantino, en la parte superior central y, debajo, la palabra griega de siete letras que parecía ser la clave de todo aquel asunto: STAYPOS (STAUROS), Cruz. Mirando aquello, con la mente vacía como una cáscara de huevo, me acometió un temblor de manos tan agudo que casi doy con el códice en el suelo del reservado. Intenté dominarme pero no pude. Supongo que, en buena medida, se debió al agotamiento terminal que padecía, pero Monseñor Tournier tuvo que arrebatarme el volumen para salvaguardar su integridad.