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– Imagino que las relaciones entre la hermandad y el monasterio debieron sey muy estrechas -comentó Farag-. No creo que sepamos nunca hasta qué punto.

– ¿Qué más hemos averiguado?

– Bueno… -consulté mis apresuradas notas, tomadas a vuelapluma de los densos informes que me pasaban mis adjuntos-. Todavía queda mucho por traducir, pero les puedo contar que la mayoría de los Catones apenas llenan unas líneas con sus crónicas, otros una página o un bifolio, otros más, un duerno y, los menos, un terno. Pero todos, sin excepción, viajan a Santa Catalina en los últimos cinco o diez años de vida, y si olvidan, o no pueden, mencionar algo importante, lo relata, al principio de su crónica, el siguiente Catón.

– ¿Sabemos cuántos Catones hubo en total?

– No podría asegurárselo, capitán. El departamento de informática no ha terminado de reconstruir el texto completo del manuscrito, pero hasta la captura de Jerusalén en el año 614 por el rey persa Cosroes II, hubo un total de 36 Catones.

– ¡36 Catones! -se admiró el capitán-. ¿Y qué pasó en la hermandad durante todo ese tiempo?

– ¡Oh, bueno, no gran cosa, aparentemente! Su principal problema eran los peregrinos latinos, que llegaban por millares en las fechas señaladas. Tuvieron que organizar una especie de guardia pretoriana de staurofílakes junto a la Vera Cruz, porque, entre otras barbaridades, muchos peregrinos, en el momento de arrodillarse para besarla, arrancaban astillas con los dientes para llevárselas como reliquias. Hubo una crisis importante en torno al año 570, durante el mandato de Catón XXX. Un grupo de staurofílakes corruptos organizó el robo de la reliquia. Eran antiguos peregrinos que habían entrado en la hermandad años atrás y de los que no se hubiera sospechado nunca de no ser porque los pillaron con las manos en la masa. Se reabrió entonces el viejo debate sobre la admisión de nuevos miembros. Por lo visto, aquello era un coladero para la chusma latina dispuesta a sacar tajada y a medrar. Pero tampoco en esta ocasión, ni en los años sucesivos, se hizo nada al respecto. Había muchas presiones por parte de los Patriarcas de Jerusalén, Alejandría y Constantinopla para que las cosas siguieran como estaban, ya que la función policial que cumplían los staurofílakes era muy apreciada y no les interesaba que se convirtieran en una especie de club privado y restringido.

– ¿Y usted, capitán? -preguntó de repente Farag, con mucho interés-. ¿Ha encontrado aquella información adicional sobre los staurofílakes que dijo que iba a buscar?

Durante los últimos días lo habíamos visto trabajando febrilmente con el ordenador imprimiendo página tras página y repasándolas una y otra vez. Yo había estado esperando que nos informara de algún hallazgo interesante en cualquier momento, pero las jornadas pasaban y la Roca había vuelto a ser la vieja Roca de siempre: silenciosa e inalterable.

– La he buscado, en efecto, pero no he encontrado nada en absoluto -pareció abismarse en alguna reflexión muy profunda-. Bien…, esto no es del todo cierto. Sí encontré una referencia, pero tan insignificante que no creí que valiera la pena mencionarla.

– ¡Capitán, por favor! -protesté, llena de justa indignación.

– Bueno, está bien, veamos… -comenzó, y se tironeó de los lados de la chaqueta para ajustársela-. La alusión la encontré en un curioso manuscrito de una monja gallega.

– ¿El Itinerarium de Egeria? -le interrumpí, mordaz-. Ya le hablé de esa obra cuando investigábamos el monasterio de Santa Catalina del Sinaí.

El capitán asintió.

– Cierto, el Itinerarium de Egeria, escrito entre la Pascua del año 381 y la del 384. Bien, pues en el capítulo en que describe los Oficios del Viernes Santo en Jerusalén, afirma que los staurofílakes eran los encargados de custodiar la reliquia y de vigilar a los fieles que se acercaban hasta ella. La monja española los vio con sus propios ojos.

– ¡Confirmado! -declaró, lleno de alegría, Farag-. ¡Los staurofílakes existieron! El Códice Iyasus nos está diciendo la verdad.

– Pues manos a la obra -gruñó, con malos modos, Glauser-Róist-. El Secretario de Estado está muy insatisfecho con nuestro bajo rendimiento.

Por primera vez en mi vida, la Semana Santa llegó sin que yo me enterara. No celebré el Domingo de Ramos, ni el Jueves Santo, ni la Pascua de Resurrección; tampoco acudí a las conmemoraciones penitenciales ni a la Vigilia Pascual. Por no hacer, no hice ni mi habitual confesión semanal con el buen padre Pintonello. Todos los que estábamos sumergidos en el Hipogeo, recibimos una dispensa del Papa que nos exoneró de nuestras obligaciones religiosas. Su Santidad, al tiempo que aparecía en todos los medios de comunicación celebrando los Oficios de la Semana Santa (y demostrando que, en contra de lo que opinaba todo el mundo, seguía tan entero como siempre), quería que nosotros continuáramos trabajando bajo tierra hasta que resolviéramos el problema. Y lo cierto es que, a pesar del cansancio, lo intentábamos con verdadero ahínco: dejamos de acudir a la cafetería de personal porque nos bajaban las comidas al laboratorio; dejamos de ir a nuestras casas a dormir porque nos habilitaron unas habitaciones en la Domus; dejamos los ratos de descanso y asueto porque, sencillamente, ya no teníamos tiempo. Eramos prisioneros voluntarios atacados por una fiebre constante: la fiebre del apasionado descubrimiento de un secreto guardado durante siglos.

El único que salía de allí con cierta frecuencia era el capitán. Además de sus acostumbradas entrevistas con el Secretario de Estado, Angelo Sodano, para informarle del estado de las investigaciones, Glauser-Róist dormía por las noches en el cuartel de la Guardia Suiza (los oficiales y los suboficiales del cuerpo disponían de habitaciones individuales) y, a veces, permanecía allí durante varias horas, haciendo prácticas de tiro y resolviendo asuntos de los que nosotros no teníamos ni idea. Era un tipo misterioso el capitán Glauser-Róist: reservado, silencioso, casi siempre taciturno y, de vez en cuando, incluso un poco siniestro. O eso me parecía a mí, porque Farag no opinaba lo mismo. Él estaba convencido de que Glauser-Róist era una persona sencilla y afable, atormentada por el tipo de trabajo que le había tocado hacer. Hablaron mucho en Egipto, durante aquellas largas horas en el todoterreno, mientras cruzaban el país de un lado a otro, y, aunque el capitán no desveló el contenido de sus responsabilidades, Farag intuyó que no le gustaban demasiado.

– Pero ¿te comentó algo más? -le pregunté yo, muerta de curiosidad, una tarde que estábamos los dos en mi laboratorio trabajando, ¡por fin!, en uno de los últimos bifolios del códice-. ¿No te contó algún detalle o te habló de su vida o se le escapó alguna indiscreción interesante?

Farag se rió de buena gana. Sus dientes blancos destacaron sobre su tez oscura.

– Lo único que recuerdo -comentó divertido, intentando erradicar el acento árabe de su pronunciación- es que dijo que había entrado en la Guardia Suiza porque todos los miembros de su familia lo habían hecho desde que su antepasado, el comandante Kaspar Róist, salvó al papa Clemente VI de las tropas de Carlos V durante el Saqueo de Roma.

– ¡Caramba! ¡Así que el capitán es de familia de alcurnia!

– También me dijo que había nacido en Berna y que había estudiado en la Universidad de Zurich.

– ¿Y qué estudió?

– Ingeniería agrícola.

Me quedé con la boca abierta.

– ¿Ingeniería agrícola…?

– ¿Qué tiene de raro? -se extrañó-. Bueno, a lo mejor esto te gusta más: me parece que dijo que también era licenciado en Literatura Italiana por la Universidad de Roma.