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Desde que había empezado toda aquella historia no había conseguido dormir bien ni una sola noche. Cuando no era por insomnio, era porque me despertaba cualquier ruido minúsculo que se oyera en la habitación de la Domus (la pequeña nevera, la madera de los muebles, el reloj de la pared, el viento en la persiana…), y, si no, por unos sueños largos y agotadores en los que me pasaban las cosas más extrañas del mundo. No llegaban a ser pesadillas, pero en muchos de ellos si sentía miedo de verdad, como en el que tuve aquella noche, cuando me vi avanzando por una enorme avenida levantada en obras, llena de peligrosos socavones que debía salvar cruzando débiles tablazones o colgándome de cuerdas.

Después del frustrante final de nuestra aventura, y sin saber qué había sido del capitán, Farag y yo nos fuimos a la Domus, cenamos y nos retiramos a nuestras habitaciones con un plomizo desánimo pintado en los rostros. Era decepcionante y, aunque Farag intentó confortarme diciéndome que, en cuanto descansáramos, seríamos capaces de sacar de la historia de los Catones lo que estábamos necesitando, me metí en la cama con un profundo abatimiento que me llevó hasta la avenida en obras llena de agujeros.

Estaba yo colgada de una cuerda, con el vacío a mis pies y pensando en retroceder cuando el sonido del teléfono me hizo dar un salto en la cama y abrir los ojos en mitad de la oscuridad. No sabía dónde estaba ni qué estruendo era el que oía ni si podría impedir que el corazón se me saliera por la boca, pero que estaba despierta, desde luego, y con los sentidos completamente alerta, también. Cuando fui capaz de reaccionar y me ubiqué en el espacio-tiempo, le propiné un golpe al interruptor de la luz y contesté al teléfono de muy malos modos:

– ¿Sí? -gruñí, enseñando los colmillos al micrófono.

– ¿Doctora?

– ¿Capitán? ¡Pero… por Dios! ¿Sabe qué hora es? -y enfoqué desesperadamente la vista en el reloj que colgaba de la pared de enfrente.

– Las tres y media -respondió Glauser-Róist sin inmutarse.

– ¡Las tres y media de la madrugada, capitán!

– El profesor Boswell bajará dentro de cinco minutos. Estoy en la recepción de la Domus. Le ruego que se dé prisa, doctora. ¿Cuánto tardará en estar lista?

– ¿En estar lista para qué?

– Para ir al Hipogeo.

– ¿Al Hipogeo? ¿Ahora…?

– ¿Va a venir o no? -El capitán estaba perdiendo la paciencia.

– ¡Voy, voy! Déme cinco minutos.

Me encaminé hacia el cuarto de baño y encendí las luces. Un chorro de fría claridad de neón me golpeó en los ojos. Me lavé la cara y los dientes, me pasé el cepillo por el pelo enmarañado y, de nuevo en la habitación, me vestí rápidamente con una falda negra y un grueso jersey de lana, de color beige. Cogí la chaqueta y el bolso y salí al pasillo, aturdida aún por una vaga sensación de irrealidad, como si hubiera pasado directamente de los andamios de la avenida de mi sueño al ascensor de la Domus. Oré mientras descendía, pidiéndole a Dios que no me abandonara aunque yo, por puro cansancio, le abandonara a Él.

Farag y Glauser-Róist me esperaban en el enorme y reluciente vestíbulo, hablando agitadamente en susurros. Farag, medio dormido, se echaba las greñas despeinadas hacia atrás con gestos nerviosos, mientras que el capitán, impecable, exhibía un sorprendente aspecto fresco y despejado.

– Vamos -soltó nada más verme llegar, y echó a andar en dirección a la calle sin comprobar si le seguíamos.

El Vaticano es el estado más pequeño del mundo, pero si recorres un buen trecho a pie, cerca de las cuatro de la madrugada, con frío y en total silencio, te parece que vas de costa a costa de Estados Unidos, en un viaje sin paradas. Nos cruzamos con algunas limusinas negras con matrículas Si Cristo lo Viese, que nos iluminaron fugazmente con sus faros y se perdieron por las callejuelas de la Ciudad huyendo de nuestra presencia.

– ¿Dónde irán esos cardenales a estas horas? -pregunté, sorprendida.

– No van a ningún lado -respondió Glauser-Róist, secamente-. Vuelven. Y mejor será que no pregunte de dónde vuelven porque la respuesta no le gustaría.

Cerré la boca como si me la hubieran cosido y me dije que, a fin de cuentas, el capitán tenía razón. Las vidas privadas de muchos cardenales de la Curia eran ciertamente desordenadas e indecorosas, pero allá ellos con sus conciencias.

– ¿Y no temen el escándalo? -quiso saber Farag, a pesar del tono cortante empleado por el capitán-. ¿Qué pasaría si algún periódico lo contase todo?

Glauser-Róist siguió andando en silencio durante unos instantes.

– Ese es mi trabajo -le espetó, por fin-: impedir que salgan a la luz los trapos sucios del Vaticano. La Iglesia es santa, pero, sin duda, sus miembros son muy pecadores.

El profesor y yo nos miramos significativamente y no volvimos a despegar los labios hasta que no nos hallamos en el Hipogeo. El capitán tenía las llaves y las claves de todas las puertas del Archivo Secreto y, viéndole avanzar con esa seguridad de un lugar a otro, se comprendía que no era la primera noche que se colaba solo en aquellas dependencias.

Por fin entramos en mi laboratorio -que ya no era, ni de lejos, aquel pulcro despacho que fue meses atrás- y me llamó la atención un grueso libro que descansaba sobre mi mesa. Caminé hacia él, atraída como un imán, pero Glauser-Róist, más rápido, me adelantó por la derecha y lo cogió entre sus manazas, sin dejarme verlo.

– Doctora, profesor… -empezó la Roca, obligándonos a tomar asiento apresuradamente para prestarle atención-. Tengo entre las manos un libro, una especie de guía de viaje, que nos va a llevar hasta el Paraíso Terrenal.

– ¡No me diga que los staurofílakes han publicado una Baedeker [15]! -comenté con sorna. El capitán me fulminó con la mirada.

– Algo parecido -repuso, girando el volumen para mostrarnos la portada.

Por un instante, Farag y yo nos quedamos en suspenso, sin decir nada, tan sorprendidos por lo que veíamos como un par de colegiales ante una ceremonia vudú.

– ¿La Divina Comedia de Dante? -me extrañé. O el capitán se estaba riendo de nosotros, o, lo que era peor, se había vuelto completamente loco.

– La Divina Comedia de Dante, en efecto.

– Pero… ¿la de Dante Alighieri? -preguntó Farag, más asombrado que yo, si cabe.

– ¿Acaso hay alguna otra Divina Comedia, profesor? -arguyó Glauser-Róist.

– Es que… -balbució Farag, mirándole con incredulidad-. Es que, capitán, reconozca que no tiene mucho sentido -se rió bajito, como si acabara de escuchar un chiste-. ¡Venga, Kaspar, no nos tome el pelo!

Por toda respuesta, Glauser-Róist se sentó sobre mi mesa y abrió el libro por la página que tenía una marca adhesiva de color rojo.

– Purgatorio -recitó como un escolar aplicado-. Canto 1, versos 31 y siguientes. Dante llega con su maestro Virgilio a las puertas del Purgatorio y dice:

Vi junto a nosotros a un anciano solitario,

digno al verle de tanta reverencia,

que más no debe a un padre su criatura.

Larga la barba y blancas las greñas

llevaba, semejante a sus cabellos,

que al pecho en dos mechones le caían.

Los rayos de las cuatro luces santas

llenaban tanto su rostro de luz,

que le veía como al Sol de frente.

El capitán nos miró, expectante.

– Muy bonito, sí -comentó Farag.

– Poético, sin duda -confirmé yo, cargada de cinismo.

– ¿Pero es que no lo ven? -se desesperó Glauser-Róist.

– Pero ¿qué es lo que quiere que veamos? -exclamé.

– ¡Al anciano! ¿Es que no lo reconocen? -ante nuestras miradas atónitas y nuestros gestos de total incomprensión, el capitán suspiró resignadamente y adoptó un aire de paciente profesor de escuela priMaría-. Virgilio obliga a Dante a que se postre frente al anciano respetuosamente y el anciano les pregunta quienes son. Entonces Virgilio se lo explica y le dice que, a petición de Jesucristo y de Beatriz (la amada muerta de Dante), le está mostrando a éste cómo son los reinos de ultratumba -pasó una página y volvió a recitar:

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[15]Famosas guías de viaje de bolsillo que se editan en Alemania desde 1829