Per correr miglior acque alza le vele
omai la navicella del mio ingegno,
che lascia dietro a sé mar si crudele;
e canteró di quel secondo regno
dove l’umano spirito sipurga
e di salire al ciel diventa degno[17].
Así apuntaban los primeros versos de Dante. El viaje por el segundo reino daba comienzo, según nota aclaratoria a pie de página, el 10 de abril del año 1300, domingo de Pascua, en torno a las siete de la mañana. En el Canto I, Virgilio y Dante acaban de llegar, procedentes del infierno, a la antesala del purgatorio, una suerte de llanura solitaria donde inmediatamente encuentran al guardián de aquel lugar, Catón de Útica, que les reprocha agriamente su presencia. Sin embargo, tal y como nos había contado Glauser-Róist, una vez que Virgilio le ofrece todo tipo de explicaciones y le dice que Dante debe ser instruido en los reinos de ultratumba, Catón les facilita toda la ayuda posible para iniciar el duro camino:
Puedes marchar, mas haz que éste se ciña
con un delgado junco y se lave el rostro,
y que se limpie toda la suciedad;
porque no es conveniente que cubierto
de niebla alguna, vaya hasta el primero
de los ministros del Paraíso.
Alrededor de aquella islita de allá abajo,
allí donde las olas la combaten
crecen los juncos sobre el blanco limo.
Virgilio y Dante se dirigen, pues, llanura abajo, hacia el mar, y el gran poeta de Mantua pasa las palmas de las manos por la hierba cubierta de rocío para limpiar la suciedad que el viaje por el infiemo ha dejado en el rostro del florentino. Después, llegados a una playa desierta, frente a la cual se halla la islita, le ciñe un junco como había ordenado Catón.
En los siete Cantos siguientes, desde el amanecer de aquel día hasta el anochecer, Virgilio y Dante recorren el Antepurgatorio, cruzándose con viejos amigos y conocidos con los que entablan conversación. En el Canto III llegan por fin al pie de la montaña del Purgatorio, en la que se encuentran los siete círculos o terrazas donde las almas se limpian de sus pecados para poder entrar en el cielo. Dante observa entonces que las paredes son tan escarpadas que difícilmente podría nadie escalarlas. Mientras piensa en esto, se les aproxima una turba de almas que camina hacia ellos lentamente: son los excomulgados que se arrepintieron de sus culpas antes de morir, condenados a dar vueltas muy despacio en torno a la montaña. En el Canto IV, Dante y Virgilio encuentran una angosta senda por la que inician el ascenso, y tienen que servirse de pies y manos para poder seguirla. Al final, alcanzan una amplia explanada y, nada más llegar, tras tomar aire, Dante se queja del terrible cansancio que siente. Entonces, una voz misteriosa les reclama desde detrás de una roca y, acercándose hasta allí, descubren un segundo grupo de almas, las de los negligentes que tardaron en arrepentirse. Un poco más de camino y, en el Canto V, se topan con los que murieron de muerte violenta y se retractaron de sus pecados en el último segundo. En el Canto VI tiene lugar un encuentro sumamente emotivo: Dante y Virgilio hallan el alma del famoso trovador Sordello de Gioto, que les acompañará, en el Canto VII, hasta el valle de los príncipes irresponsables y que les explicará que, en la montaña del Purgatorio, en cuanto la luz del atardecer desaparece, deben detener su camino y buscar refugio, «pues subir por la noche no se puede».
Después de algunas conversaciones con los príncipes del valle, comienza el Canto IX, en el cual, para seguir fiel a su número favorito -el nueve-, Dante sitúa, por fin, la verdadera entrada al Purgatorio. Naturalmente, no lo pone nada fáciclass="underline" según otra nota a pie de página, en la Comedia, en ese momento, son alrededor de las tres de la madrugada y Dante, que es el único mortal presente, no puede evitar dormirse como un niño sobre la hierba. Entonces sueña, y ve un águila que, descendiendo como un rayo, le atrapa con sus garras y le eleva hacia el cielo. Despavorido, se despierta y descubre que ya es la mañana del día siguiente y que está contemplando el mar. Virgilio, tranquilo, le conmina a no asustarse, pues han llegado, por fin, a la ansiada puerta del Purgatorio. Entonces le cuenta que, mientras él dormía, vino una dama que dijo ser Lucía [18] y que, tomándolo en sus brazos, lo ascendió cuidadosamente hasta donde ahora se encontraban y que, después de dejarlo sobre el suelo, con los ojos le señaló a Virgilio el camino que debían seguir. Me gustó la mención a la santa protectora de la vista, pues es una de las patronas de Sicilia, junto con santa Agueda, y de ahí el nombre de mis dos hermanas.
El caso es que, despejado ya Dante de las tinieblas del sueño, Virgilio y él avanzan hacia donde indicó Lucía y se encuentran con tres escalones, encima de los cuales, delante de una puerta, se halla el ángel guardián del Purgatorio, el primero de los ministros del Paraíso que ya les había anunciado Catón.
Decidme desde ahí: ¿Qué deseáis?
– él empezó a decir-¿y vuestra escolta?
No os vaya a ser funesta la venida.
Una dama del Cielo, que esto sabe,
– le respondió mi maestro- nos ha dicho
hace poco, id por allí, que está la puerta.
El ángel guardián, que empuñaba en la mano una espada desnuda y fulgurante, les invita a subir hasta donde él se encuentra. El primer escalón era de reluciente mármol blanco, el segundo de piedra negra, áspera y reseca, y el tercero de un pórfido tan rojo como la sangre. Al parecer, también según nota a pie de página, todo este pasaje alegorizaba el Sacramento de la Confesión: el ángel representaba al sacerdote y la espada simbolizaba las palabras del sacerdote que mueven a la penitencia. Seguramente por eso recordé, en aquel momento, a la hermana Berardi, una de mis profesoras de literatura, que, al explicarnos este pasaje, decía: «El escalón de mármol blanco significa el examen de conciencia; el de piedra negra, el dolor de contrición; el de pórfido rojo, la satisfacción de la penitencia.» ¡Qué cosas retiene la memoria! Quién me iba a mí a decir que, al cabo de tantos años, recordaría a la hermana Berardi (muerta de vejez tiempo atrás) y sus aburridas clases de literatura.
En ese momento, llamaron a mi puerta y apareció Farag, exhibiendo una gran sonrisa.
– ¿Cómo lo llevas? -preguntó irónicamente-. ¿Has conseguido superar tus traumas infantiles?
– Pues no, no lo he conseguido -repuse, echándome hacia atrás en la silla y apoyando las gafas en las arrugas de la frente-. ¡Esta obra me sigue pareciendo un tostón insoportable!
Me miró largamente de una forma muy rara, que no conseguí identificar, y, luego, como quien despierta de un largo sueño, parpadeó y se atragantó.
– ¿Por… por dónde vas? -quiso saber, metiendo las manos en los amplios bolsillos de su vieja chaqueta.
– Por la conversación con el guardián del Purgatorio, el ángel de la espada que está sobre los escalones de colores.
– ¡Ah, magnífico! -repuso entusiasmado-. ¡Esa es una de las partes más interesantes! ¡Los tres escalones alquímicos!
– ¿Los tres escalones alquímicos? -rechacé, arrugando la nariz.