– «Que Santa Lucía nos conserve la vista» -recitó Glauser-Róist.
– Si, en efecto, esa es la advocación popular.
– Sin embargo… -enfatizó Farag-. La santa patrona de Siracusa aparece siempre con sus propios ojos bien puestos y bien abiertos y, lo que lleva en el platillo, es otro par de repuesto.
– Bueno, eso es porque no van a pintarla con las cuencas vacías y sangrantes.
– ¿Ah, no? Pues no será porque la iconografía cristiana no haya puesto siempre el acento en la sangre y el dolor físico.
– Bueno, pero ese es otro tema -protesté-. Sigo sin saber adónde quieres llegar.
– Es muy sencillo. Verás, según todos los martirologios cristianos que dan cuenta del suplicio de la santa, Lucía jamás se arrancó los ojos, ni los perdió en modo alguno. En realidad, lo que dicen es que las autoridades romanas al servicio del emperador Diocleciano intentaron violarla y quemarla viva, pero que, por intercesión divina, no lo consiguieron, así que tuvieron que clavarle una espada en la garganta que acabó con su vida. Era el 13 de diciembre del año 300. Pero de los ojos, nada de nada. ¿Por qué, pues, es la patrona de la vista? ¿No será que estamos hablando de otro tipo de visión, una visión que no es la del cuerpo, sino la de la iluminación que permite acceder a un conocimiento superior? De hecho, en el lenguaje simbólico, la ceguera significa ignorancia, mientras que la visión es equivalente al saber.
– Eso es mucho suponer -objeté. No me encontraba bien. Toda aquella verborrea de Farag caía como arena en mi cerebro. Todavía estaba muy afectada por las muertes de mi padre y de mi hermano, y no tenía ganas de escuchar sutilezas enigmáticas.
– ¿Mucho suponer…? Vale, pues oye esto: la fiesta de Santa Lucía se celebra el supuesto día de su muerte, el 13 de diciembre, como ya te he dicho.
– Ya lo sé, es el santo de mi hermana.
– Bien, pero lo que quizá no sabes es que, antes del ajuste de diez días que introdujo el calendario gregoriano en 1582, su fiesta se celebraba el 21 de diciembre, día del solsticio de invierno, y, desde la antigüedad más remota, el solsticio de invierno era la fecha en la que se conmemoraba la victoria de la luz sobre las tinieblas, porque, a partir de ese momento, los días se iban haciendo cada vez más largos.
No dije ni media palabra. No conseguía entender nada de aquel galimatías.
– Ottavia, por favor, eres una mujer culta -me exhortó Farag-. Utiliza todos tus conocimientos y verás que lo que digo no es ninguna tontería. Estamos hablando de que Dante hace de Santa Lucía su misteriosa portadora hasta la entrada del Purgatorio, pero nos dice, además, que después de dejarle a él en el suelo, todavía dormido, con los ojos le indica a Virgilio la senda que deben tomar para llegar hasta la puerta en la que se hallan los tres escalones alquímicos y el ángel guardián con la espada. ¿No es una referencia clarísima?
– No lo sé -declaré, sin darle más importancia-. ¿Lo es?
Farag se quedó en silencio.
– El profesor no está seguro -murmuró Glauser-Róist, apretando el acelerador-. Por eso vamos a comprobarlo.
– Hay muchos santuarios de Santa Lucía en el mundo -rezongué-. ¿Por qué tiene que ser precisamente el de Siracusa?
– Además de ser el lugar de nacimiento de la santa y la ciudad donde vivió y fue martirizada, hay algunos otros datos que nos hacen sospechar de Siracusa -puntualizó la Roca -. Cuando Dante y Virgilio se encuentran con Catón de Útica, éste recomienda a Dante que, antes de presentarse ante el ángel guardián, se lave el rostro para limpiarse de toda suciedad y se ciña con un junco de los que crecen alrededor de una islita que hay cerca de la orilla.
– Sí, lo recuerdo.
– La ciudad de Siracusa fue fundada por los griegos en el siglo VIII antes de nuestra era -continuó Farag-. En aquel entonces le dieron el nombre de Ortigia.
– ¿Ortigia…? -repuse, intentando evitar el gesto involuntario de volverme hacia él-. ¿Pero Ortigia no es la isla que hay frente a Siracusa?
– ¡Ajá! ¡Tú lo has dicho! Frente a Siracusa hay una isla llamada Ortigia en la cual, además de los famosos papiros, que todavía se cultivan, crecen abundantemente los juncos.
– Pero Ortigia es hoy un barrio de la ciudad. Está totalmente urbanizada y unida a tierra por un gran puente.
– Cierto. Y eso no quita ni un ápice de importancia a la pista que Dante puso en su obra. Y todavía falta lo mejor.
– ¿Ah, sí? -lo cierto es que me estaban convenciendo. Con toda aquella sarta de barbaridades conseguían que, poco a poco, sin darme cuenta, dejara atrás mi pena y volviera a la realidad.
– Tras la desaparición del Imperio Romano, Sicilia fue tomada por los godos y, en el siglo VI, el emperador Justiniano, el mismo que encargó edificar la fortaleza de Santa Catalina del Sinaí, ordenó al general Belisario que recuperase la isla para el Imperio Bizantino. Pues bien, nada más arribar a Siracusa las tropas constantinopolitanas, ¿sabes qué fue lo que hicieron? Construyeron un templo en el lugar del martirio de la santa y ese templo…
– Lo conozco.
– …sigue en pie hoy día aunque, por supuesto, con múltiples restauraciones llevadas a cabo a lo largo de los siglos. No obstante -Farag estaba imparable-, el atractivo mayor de la vieja iglesia de Santa Lucía radica en sus catacumbas.
– ¿Catacumbas? -me extrañé-. No tenía ni idea de que hubiera catacumbas bajo la iglesia.
Nuestro vehículo acababa de entrar a buena velocidad en la autopista 19. La luz del sol empezaba a declinar.
– Unas notables catacumbas del siglo III, apenas examinadas en algunos de sus tramos principales. Se sabe, eso sí, que fueron ampliadas y modificadas, curiosamente, durante el período bizantino, cuando ya no había persecuciones y la religión cristiana era la fe del Imperio. Por desgracia, sólo están abiertas al público durante las fiestas de Santa Lucía, del 13 al 20 de diciembre, y no totalmente. Quedan varios pisos por explorar y muchísimas galerías.
– ¿Y cómo vamos a entrar?
– Quizá no haga falta. En realidad, no sabemos lo que vamos a encontrar. O mejor dicho, no sabemos lo que debemos buscar, como cuando estuvimos en Santa Catalina del Sinaí. Curiosearemos, pasearemos y ya se verá. A lo mejor nos acompaña la suerte.
– Me niego a ceñirme con un junco y a lavarme la cara con el rocío de la hierba de Ortigia.
– Pues no se niegue tanto -vibró, colérica, la voz de Glauser-Róist-, porque eso va a ser, precisamente, lo primero que hagamos al llegar. Por si no se ha dado cuenta, si tenemos razón con lo de Santa Lucía, antes de la noche estaremos metidos de lleno en las pruebas iniciáticas de los staurofílakes.
Opté por no despegar los labios durante el resto del camino.
Era ya tarde cuando entramos en Siracusa. Miedo me daba pensar que la Roca quisiera internarse a esas horas en las catacumbas, pero, gracias a Dios, cruzando la ciudad, se encaminó directamente hacia la isla de Ortigia, en cuyo centro, a poca distancia de la famosa fuente Aretusa, se encontraba el Arzobispado.
La iglesia del Duomo era de una gran belleza, a pesar de su original mezcla de estilos arquitectónicos acumulados unos sobre otros a lo largo de los siglos. La fachada barroca, con seis enormes columnas blancas, y una hornacina superior con una imagen de Santa Lucía, resultaba grandiosa. Pero no entramos en ella. Siguiendo a pie a Glauser-Róist, que había dejado el coche aparcado frente a la iglesia, nos encaminamos hacia la cercana sede del Arzobispado, donde fuimos recibidos en persona por Su Excelencia Monseñor Giuseppe Arena.
Aquella noche fuimos agasajados por el Arzobispo con una cena exquisita y, poco después, tras una conversación insustancial acerca de asuntos de la archidiócesis y un recuerdo muy especial a nuestro Pontífice, que ese próximo miércoles cumplía 80 años, nos retiramos a las habitaciones que habían sido dispuestas para nosotros.
A las cuatro en punto de la madrugada, sin un miserable rayo de sol que entrara por la ventana, unos golpes en la puerta me arrancaron de mi mejor sueño. Era el capitán, que ya estaba listo para empezar la jornada. Le oí llamar también a Farag y, al cabo de media hora, ya estábamos los tres de nuevo en el comedor, listos para tomar un abundante desayuno servido por una monja dominica al servicio del Arzobispo. Mientras que, para variar, el capitán tenía un aspecto espléndido, también para variar Farag y yo apenas éramos capaces de articular un par de palabras seguidas. Deambulábamos como zombis por el comedor, dando tumbos y tropezando con las sillas y las mesas. El silencio más absoluto, roto sólo por los suaves pasos de la monja, reinaba en todo el edificio. Con el tercer o cuarto sorbo de café, me di cuenta de que ya podía pensar.