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– ¿Qué querrá decir todo esto? -preguntó Farag, aproximándose a la figura.

– ¡Quieto, profesor!

– ¿Qué ocurre? -se sobresaltó este.

– ¿No recuerda las palabras de Dante?

– ¿Las palabras…? -Boswell arrugó el ceño-. ¿No había traído usted un ejemplar de la Divina Comedia?

Pero la Roca ya lo había sacado de su mochila y estaba abriéndolo por la página correspondiente.

– «A los pies santos me postré devoto -leyó-; y pedí que me abrieran compasivos, mas antes di tres golpes en mi pecho.»

– ¡Por favor! ¿Vamos a repetir todos los gestos de Dante, uno por uno? -protesté.

– El ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro -continuó recordándonos Glauser-Róist-. Primero con la de plata y luego con la de oro, abre las cerraduras. Y dice muy claramente que, cuando una de las llaves falla, la puerta no se abre. «Una de ellas es más rica; pero la otra requiere más arte e inteligencia porque es la que mueve el resorte.»

– ¡Dios mío!

– Vamos, Ottavia -me anímó Farag-. Intenta disfrutar con todo esto. A fin de cuentas, no deja de ser un ritual hermoso.

Bueno, en parte tenía razón. Si no hubiéramos estado a muchísimos metros bajo tierra, enterrados en un sepulcro y con la salida sellada, quizá hubiera sido capaz de encontrar esa belleza de la que hablaba Farag. Pero la cautividad me irritaba y tenía una aguda sensación de peligro subiéndome por la columna vertebral.

– Supongo -continuó Farag- que los staurofílakes eligieron los tres colores alquímicos en un sentido puramente simbólico. Para ellos, como para cualquiera que llegara hasta aquí, las tres fases de la Gran Obra alquímica se corresponderían con el proceso que el aspirante iba a realizar en su camino hasta la Vera Cruz y el Paraíso Terrenal.

– No te comprendo.

– Es muy sencillo. A lo largo de la Edad Media, la Alquimia fue una ciencia muy valorada y el número de sabios que la practicaron, incontable: Roger Bacon, Ramon Llull, Arnau de Vilanova, Paracelso… Los alquimistas pasaban buena parte de sus vidas encerrados en sus laboratorios entre atanores, retortas, crisoles y alambiques. Buscaban la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida Eterna -Boswell sonrió-. En realidad, la Alquimia era un camino de perfeccionamiento interior, una especie de práctica mística.

– ¿Podrías concretar, Farag? Estamos encerrados en un sepulcro y hay que salir de aquí.

– Lo lamento… -tartamudeó, encajándose las gafas en la frente-. Los grandes estudiosos de la Alquimia, como el psiquiatra Carl Jung, sostienen que era un camino de autoconocímiento, un proceso de búsqueda de uno mismo que pasaba por la disolución, la coagulación y la sublimación, es decir, las tres Obras o escalones alquímicos. Quizá los aspirantes a staurofílakes tengan que sufrir un proceso similar de destrucción, integración y perfección, y de ahí que la hermandad haya utilizado este lenguaje simbólico.

– En cualquier caso, profesor -atajó el capitán, adelantándose hacia el ángel guardián-, nosotros somos ahora esos aspirantes a staurofílakes.

Glauser-Róist se postró ante la figura e inclinó la cabeza hasta tocar con la frente el primer escalón. Aquella escena era, realmente, digna de ver. De hecho, sentí una profunda vergüenza ajena, pero, enseguida, Farag le imitó, así que yo no tuve más remedio que hacer lo mismo si no quería provocar una disputa. Nos dimos tres golpes en el pecho mientras pronunciábamos una especie de solicitud misericordiosa para que se nos abriera la puerta. Pero, por supuesto, la puerta no se abrió.

– Vamos con las llaves -murmuró el profesor, incorporándose y subiendo los impresionantes peldaños. Estaba cara a cara con el ángel, pero, en realidad, su atención recaía en las cadenas que le salían de las manos. Eran unas cadenas gruesas y, de cada palma, colgaban tres eslabones.

– Pruebe tirando primero de la de plata y luego de la de oro -le indicó la Roca.

El profesor le obedeció. Al primer tirón de la cadena salió otro eslabón más. Ahora había cuatro en la mano izquierda y tres en la derecha. Farag cogió entonces la de oro y estiró también. Ocurrió exactamente lo mismo: salió un nuevo eslabón, sólo que, esta vez, no fue lo único que pasó, porque un nuevo chirrido, mucho más fuerte que el de la plataforma que se había llevado mi sillar, se escuchó bajo nuestros pies, bajo aquel frío suelo de hierro. La piel se me erizó, aunque, al menos en apariencia, no ocurrió nada.

– Tire otra vez -insistió la Roca-. Primero de la de plata y luego de la de oro.

Yo no lo veía claro. Allí había algo que fallaba. Nos estábamos olvidando de algún detalle importante e intuía que no podíamos andar jugando con las cadenas. Pero no dije nada, de modo que Boswell repitió la operación anterior y el ángel mostró cinco eslabones en cada mano.

De repente sentí mucho calor, un calor insoportable. Glauser-Róist, sin apercibirse de su propio gesto, se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo. Farag se desabrochó el cuello de la camisa y empezó a resoplar. El calor aumentaba a una velocidad vertiginosa.

– ¿No les parece que aquí pasa algo raro? -pregunte.

– El aire se está volviendo irrespirable -advirtió Farag.

– No es el aire… -murmuró la Roca, perplejo, mirando hacia abajo-. Es el suelo. ¡El suelo se está recalentando!

Era cierto. La plancha de hierro irradiaba una altísima temperatura y, de no ser por los zapatos, nos estaría quemando los pies como si pisáramos arena de playa en pleno verano.

– ¡Tenemos que darnos prisa o nos abrasaremos aquí dentro! -exclamé, horrorizada.

El capitán y yo saltamos precipitadamente a los escalones, pero yo seguí subiendo hasta el peldaño de pórfido, junto a Farag, y miré fijamente al ángel. Una luz, una chispa de claridad se iba abriendo camino en mi cerebro. La solución estaba allí. Debía estar allí. Y que Dios quisiera que estuviera, porque en cuestión de minutos aquello iba a convertirse en un horno crematorio. El ángel sonreía tan levemente como la Gioconda de Leonardo y parecía estar tomándose a broma lo que estaba pasando. Con sus manos elevadas al cielo, se divertía… ¡Las manos! Debía fijarme en las manos. Examiné las cadenas minuciosamente. No tenían nada especial, aparte de su valor crematístico. Eran unas cadenas normales y corrientes, gruesas. Pero las manos…

– ¿Qué está haciendo, doctora?

Las manos no eran normales, no señor. En la mano derecha faltaba el dedo índice. El ángel estaba mutilado. ¿A qué me recordaba todo aquello…?

– ¡Miren aquella esquina del suelo! -vociferó Farag-. ¡Se está poniendo al rojo!

Un rugido sordo, un fragor de llamas enfurecidas, subía hasta nosotros desde el piso inferior.

– Hay un incendio allá abajo -masculló la Roca y, luego, enfadado, insistió:- ¿Qué demonios está usted haciendo, doctora?

– El ángel está mutilado -le expliqué, con el cerebro funcionando a toda máquina, buscando un lejano recuerdo que no conseguía despertar-. Le falta el dedo índice de la mano derecha.

– ¡Pues muy bien! ¿Y qué?

– ¿Es que no lo entiende? -grité, girándome hacia él-. ¡A este ángel le falta un dedo! ¡No puede ser una casualidad! ¡Tiene que significar algo!

– Ottavia tiene razón, Kaspar -resolvió Farag, quitándose la chaqueta y desabrochándose totalmente la camisa-. Utilicemos la cabeza. Es lo único que puede salvarnos.

– Le falta un dedo. Estupendo.

– Quizá sea una especie de combinación -pensé en voz alta-. Como en una caja fuerte. Quizá debamos poner un eslabón en la cadena de plata y nueve en la cadena de oro. O sea, los diez dedos.

– ¡Adelante, Ottavia! No nos queda mucho tiempo.

Por cada eslabón que volvía a introducir en la mano del ángel, se oía un «¡clac!» metálico detrás. Dejé, pues, un eslabón de plata y estiré de la cadena de oro hasta que se vieron nueve eslabones. Nada.