– ¡Las cuatro esquinas del suelo están al rojo vivo, Ottavia! -me gritó Farag.
– No puedo ir más rápida. ¡No puedo ir más rápida!
Empezaba a marearme. El fuerte olor a lavadora quemada me estaba dando angustia.
– No son uno y nueve -aventuró el capitán-. Así que quizá debamos mirarlo de otra manera. Hay seis dedos a un lado y tres al otro del que falta, ¿no es cierto? Pruebe seis y tres.
Tiré de la cadena de plata como una posesa y dejé al aire seis eslabones. Íbamos a morir, me dije. Por primera vez en toda mi vida, empezaba a creer de verdad que había llegado el final. Recé. Recé desesperadamente mientras introducía seis eslabones de oro en la mano derecha y dejaba fuera sólo tres. Pero tampoco ocurrió nada.
El capitán, Farag y yo nos miramos desolados. Una llamarada surgió entonces del suelo: la chaqueta que el capitán había dejado caer de cualquier modo, acababa de prenderse fuego. El sudor me chorreaba a mares por el cuerpo, pero lo peor era el zumbido en los oídos. Empecé a quitarme el jersey.
– Nos estamos quedando sin oxígeno -anuncio la Roca en ese momento con voz neutra. En sus ojos grisáceos pude percibir que sabía, como yo, que se acercaba el final.
– Más vale que recemos, capitán -dije.
– Vosotros, al menos… -susurró el profesor, mirando la chaqueta incendiada y retirándose los mechones de pelo mojado de la frente-, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida.
Un súbito acceso de temor me inundó por dentro.
– ¿No eres creyente, Farag?
– No, Ottavia, no lo soy -se disculpó con una tímida sonrisa-. Pero no te preocupes por mí. Llevo muchos años preparándome para este momento.
– ¿Preparándote? -me escandalicé-. Lo único que debes hacer es volverte hacia Dios y confiar en su misericordia.
– Dormiré, sencillamente -dijo con toda la ternura de la que era capaz-. Durante bastante tiempo tuve miedo a la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? -sonrió-. Los hermanos gemelos, Hipnos [20] y Thánatos [21], hijos de Nyx, la Noche… ¿te acuerdas?
– ¡Por Dios Santo, Farag! -gemí-. ¿Cómo puedes blasfemar de esta manera cuando estamos a punto de morir?
Jamás pensé que Farag no fuera creyente. Sabía que no era lo que se dice un cristiano practicante, pero de ahí a no creer en Dios mediaba un abismo. Afortunadamente, yo no había conocido a muchos ateos en mi vida; estaba convencida de que todo el mundo, a su manera, creía en Dios. Por eso me horroricé al darme cuenta de que aquel estúpido se estaba jugando la vida eterna por decir esas cosas espantosas en el último minuto.
– Dame la mano, Ottavia -me pidió, tendiéndome la suya, que temblaba- Si voy a morir, me gustaría tener tu mano entre las mías.
Se la di, por supuesto, ¿cómo iba a negársela? Además, yo también necesitaba un contacto humano, por breve que fuera.
– Capitán -llamé-. ¿Quiere que recemos?
El calor era infernal, apenas quedaba aire y ya casi no veía, y no sólo por las gotas de sudor que me caían en los ojos, sino porque estaba desfallecida. Notaba un dulce sopor, un sueño ardiente que se apoderaba de mí, dejándome sin fuerza. El suelo, aquella fría plancha de hierro que nos había recibido al llegar, era un lago de fuego que deslumbraba. Todo tenía un resplandor anaranjado y rojizo, incluso nosotros.
– Por supuesto, doctora. Empiece usted el rezo y yo la seguiré.
Pero, entonces, lo comprendí. ¡Era tan fácil…! Me bastó echar una última mirada a las manos que Farag y yo teníamos entralazadas: en aquel amasijo, húmedo por el sudor y brillante por la luz, los dedos se habían multiplicado… A mi cabeza volvió, como en un sueño, un juego infantil, un truco que mi hermano Cesare me había enseñado cuando era pequeña para no tener que aprender de memoria las tablas de multiplicar. Para la tabla del nueve, me había explicado Cesare, sólo había que extender las dos manos, contar desde el dedo meñique de la mano izquierda hasta llegar al número multiplicador y doblar ese dedo. La cantidad de dedos que quedaba a la izquierda, era la primera cifra del resultado, y la que quedaba a la derecha, la segunda.
Me desasí del apretón de Farag, que no abrió los ojos, y regresé frente al ángel. Por un momento creí que perdería el equilibrio, pero me sostuvo la esperanza. ¡No eran seis y tres los eslabones que había que dejar colgando! Eran sesenta y tres. Pero sesenta y tres no era una combinación que pudiera marcarse en aquella caja fuerte. Sesenta y tres era el producto, el resultado de multiplicar otros dos números, como en el truco de Cesare, ¡y eran tan fáciles de adivinar!: ¡los números de Dante, el nueve y el siete! Nueve por siete, sesenta y tres; siete por nueve, sesenta y tres, seis y tres. No había más posibilidades. Solté un grito de alegría y empecé a tirar de las cadenas. Es cierto que desvariaba, que mi mente sufría de una euforia que no era otra cosa que el resultado de la falta de oxígeno. Pero aquella euforia me había proporcionado la solución: ¡Siete y nueve! O nueve y siete, que fue la clave que funcionó. Mis manos no podían empujar y tirar de los mojados eslabones, pero una especie de locura, de arrebato alucinado me obligó a intentarlo una y otra vez con todas mis fuerzas hasta que lo conseguí. Supe que Dios me estaba ayudando, sentí Su aliento en mí, pero, cuando lo hube conseguido, cuando la losa con la figura del ángel se hundió lentamente en la tierra, dejando a la vista un nuevo y fresco corredor y deteniendo el incendio del subterráneo, una voz pagana en mi interior me dijo que, en realidad, la vida que había en mi siempre se resistiría a morir.
Arrastrándonos por el suelo, abandonamos aquel cubículo, tragando bocanadas de un aire que debía ser viejo y rancio, pero que a nosotros nos parecía el más limpio y dulce de cuantos hubieramos respirando nunca. No lo hicimos a propósito, pero, sin saberlo, cumplimos también con el precepto final que el ángel le había dado a Dante: «Entrad en el Purgatorio, mas debo advertiros que quien mira hacia atrás vuelve a salir.» No miramos hacia atrás y, a nuestra espalda, la losa de piedra se volvió a cerrar.
Ahora el camino era amplio y ventilado. Un largo pasillo, con algún que otro escalón para salvar el desnivel, nos iba acercando a la superficie. Nos hallábamos rendidos, maltrechos; la tensión que habíamos sufrido nos había dejado al borde de la extenuación. Farag tosía de tal manera que parecía a punto de romperse por la mitad; el capitán se apoyaba en las paredes y daba pasos inseguros, mientras que yo, confusa, sólo quería salir de allí, volver a ver grandes extensiones de cielo, notar los rayos del sol en mi cara. Ninguno de los tres era capaz de decir ni media palabra. Avanzábamos en completo silencio -excepto por las toses intermitentes de Farag-, como avanzan sin rumbo los supervivientes de una catástrofe.
Por fin, al cabo de una hora, u hora y media, Glauser-Róist pudo apagar la linterna porque la luz que se colaba a través de los estrechos lucernarios era más que suficiente para caminar sin peligro. La salida no debía estar muy lejos. Sin embargo, pocos pasos después, en lugar de llegar a la libertad, arribamos a una pequeña explanada redonda, una especie de rellano de un tamaño aproximado al de mi pequeña habitación del piso de la Piazza delle Vaschette, cuyos muros estaban literalmente invadidos por los signos griegos de una larguísima inscripción tallada en la piedra. A simple vista, leyendo palabras sueltas, parecía una oración.
– ¿Has visto esto, Ottavia? -La tos de Farag se iba calmando poco a poco.
– Habría que copiarlo y traducirlo -suspiré-. Puede ser una inscripción cualquiera o, quizá, un texto de los staurofílakes para aquellos que superan la entrada al Purgatorio.