– Empieza aquí -indicó con la mano.
La Roca, que ya no parecía tan roca, se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra el epígrafe, y extrajo de la mochila una cantimplora con agua.
– ¿Quieren? -nos ofreció, lacónico.
¡Que si queríamos…! Estábamos tan deshidratados que, entre los tres, dimos cuenta completa del contenido del cacharro.
Apenas recuperados, el profesor y yo nos plantamos frente al principio de la inscripción, enfocándola con la linterna:
Pasan caran hghsasqe, adelfoi mou, otan peirasmois peripeshte poikilois,
ginwskvntes ote to dokimon umwn ths pistewskatergaxetai upomonhn
– Pasan caran hghsasqe, adelfoi mou… -leyó Farag en un correctísimo griego-. «Considerad, hermanos míos…» Pero ¿qué es esto? -se extrañó.
El capitán sacó de su mochila una libreta y un bolígrafo y se los dio al profesor para que tomara nota.
– «Considerad, hermanos míos -traduje yo, utilizando el dedo índice como guía, pasándolo por encima de las letras-, como motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia.»
– Está bien -murmuró sarcástico el capitán, sin moverse del suelo-, consideraré un gran motivo de alegría haber estado a punto de morir.
– «Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta -continúe-, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna.» Un momento… ¡Yo conozco este texto!
– ¿Si…? Entonces ¿no es una carta de los staurofílakes? -preguntó Farag, decepcionado, llevándose el bolígrafo a la frente.
– ¡Es del Nuevo Testamento! ¡El principio de la Carta de Santiago! El saludo que Santiago de Jerusalén dirige a las doce tribus de la dispersión.
– ¿El Apóstol Santiago?
– No, no. En absoluto. El escritor de esta carta, aunque dice llamarse Iacobos [22], no se identifica a sí mismo, en ningún momento, como Apóstol y, además, como puedes comprobar, utiliza un griego tan culto y correcto que no hubiera podido salir de la mano de Santiago el Mayor.
– Entonces ¿no es una carta de los staurofílakes? -repitió una vez más.
– Claro que sí, profesor -le consoló Glauser-Róist-. Por las frases que han leído, creo que no es errado suponer que los staurofílakes utilizan las palabras sagradas de la Biblia para componer sus mensajes.
– «Si a alguno de vosotros le falta sabiduría -continué leyendo-, pídala a Dios, que la da a todos en abundancia y sin echárselo en cara, y se la dará.»
– Yo traduciría esta frase, más bien -me interrumpió Boswell, poniendo igualmente el dedo sobre el texto-, como: «Que si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no reprocha, y le será otorgada.»
Suspiré, armándome de paciencia.
– No aprecio la diferencia -concluyó el capitán.
– No existe tal diferencia -declaré.
– ¡Está bien, está bien! -se lamentó Farag, haciendo un gesto de falso desinterés-. Reconozco que soy un poco barroco en mis traducciones.
– ¿Un poco…? -me sorprendí.
– Según como se mire… También podría decir bastante exacto.
Estuve a punto de comentarle que, con el color opaco que tenían los cristales de sus gafas, era imposible exactitud alguna, pero me abstuve porque, además, era él quien cargaba con la tarea de copiar el texto y a mí no me apetecía en absoluto hacerlo.
– Estamos desviándonos de la cuestión -aventuró Glauser-Róist-. ¿Quérrían los expertos ir al fondo y no a la forma, por favor?
– Por supuesto, capitán -declaré, mirando a Farag por encima del hombro-. «Pero pida con fe, sin dudar nada; pues el que duda es semejante al oleaje del mar agitado por el viento y llevado de una parte a otra. No piense tal hombre en recibir cosa alguna del Señor; es un indeciso, inconstante en todos sus caminos.»
– Más que indeciso, yo leería ahí hombre de ánimo doblado.
– ¡Profesor…!
– ¡Está bien! No diré nada mas.
– «Gloríese el hermano humilde en su exaltación y el rico en su humillación -estaba llegando al final de aquel largo párrafo-. Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona.»
– La corona que nos grabarán en la piel, encima de la primera de las cruces -murmuró la Roca.
– Pues, francamente, la prueba de entrada al Purgatorio no ha sido sencilla y no tenemos ninguna marca en el cuerpo que no hubiéramos traído de casa -comentó Farag, queriendo apartar el mal sueño de las futuras escarificaciones.
– Esto no ha sido nada en comparación con lo que nos espera. Lo que hemos hecho, simplemente, es pedir permiso para entrar.
– En efecto -dije, bajando el dedo y la mirada hasta las últimas palabras del epígrafe-. Ya no queda mucho por leer. Sólo un par de frases:
kai outws eis thn Rwmhn hlqamen
– «Y con esto, nos dirigimos a Roma» -tradujo el profesor.
– Era de esperar… -afirmó la Roca -. La primera cornisa del Purgatorio de Dante es la de los soberbios, y, según decía Catón LXXVI, la expiación de este pecado capital tenía que producirse en la ciudad que era conocida, precisamente, por su falta de humildad. O sea, Roma.
– Así que volvemos a casa -murmuré, agradecida.
– Si salimos de aquí, sí. Aunque no por mucho tiempo, doctora.
– No hemos terminado aún -señalé, volviendo sobre el muro-. Nos falta la última línea: «El templo de María está bellamente adornado.»
– Eso no puede ser de la Biblia -apuntó el profesor, frotándose las sienes; el pelo, sucio de tierra y sudor, le caía sobre la cara-. No recuerdo que en ninguna parte se hable de un templo de María.
– Estoy casi segura de que es un fragmento del Evangelio de Lucas, aunque modificado con la mención a la Virgen. Supongo que nos están dando una pista o algo así.
– Ya lo estudiaremos cuando volvamos al Vaticano -sentenció la Roca.
– Es de Lucas, seguro -insistí, presumiendo de buena memoria-. No sabría decir qué capítulo ni qué versículo, pero es del momento en que Jesús profetiza la destrucción del Templo de Jerusalén y las futuras persecuciones contra los cristianos.
– En realidad, cuando Lucas escribió esas profecías poniéndolas en boca de Jesús -señaló Boswell-, entre los años ochenta y noventa de nuestra era, esas cosas ya habían ocurrido. Jesús no profetizó nada.
Le miré friamente.
– No me parece un comentario muy apropiado, Farag.
– Lo lamento, Ottavia -se disculpó-. Creí que lo sabías.
– Lo sabía -repuse, bastante enfadada-. Pero ¿para qué recordarlo?
– Bueno… -tartamudeó-, siempre he pensado que es bueno conocer la verdad.
La Roca se puso en pie, sin meter baza en nuestra discusión, y, recogiendo su mochila del suelo, se la colgó del hombro y se internó por el corredor que conducía a la salida.
– Si la verdad hace daño, Farag -le espeté, llena de rabia, pensando en Ferma, Margherita y Valeria, y en tanta otra gente-, no es necesario conocerla.
– Tenemos opiniones diferentes, Ottavia. La verdad siempre es preferible a la mentira.
– ¿Aunque haga daño?
– Depende de cada persona. Hay enfermos de cáncer a los que no se les puede decir cuál es su mal; otros, sin embargo, exigen saberlo -me miró fijamente, sin parpadear por primera vez desde que le conocía-. Creía que tú eras de esta última clase de gente.
– ¡Doctora! ¡Profesor! ¡La salida! -voceó Glauser-Róist, a no mucha distancia.
– ¡Vamos, o nos quedaremos aquí dentro para siempre! -exclamé, y eché a andar por el corredor, dejando solo a Farag. Salimos a la superficie a través de un pozo seco situado en mitad de unos montes salvajes y quebrados. Estaba anocheciendo, hacía frío y no teníamos ni la menor idea de dónde nos encontrabamos. Caminamos durante un par de horas siguiendo el curso de un río que, en sus tramos más largos, circulaba por un estrecho cañón, y luego dimos con un camino rural que nos condujo hasta una finca privada, cuyo amable propietario, acostumbrado a recibir senderistas perdidos, nos informó de que nos encontrábamos en el valle del Anapo, a unos 10 kilómetros de Siracusa, y que habíamos estado recorriendo, de noche, los montes Iblei. Poco después, un vehículo del Arzobispado nos recogía en la finca y nos devolvía a la civilización. No podíamos contarle nada a Su Excelencia Monseñor Giuseppe Arena de nuestra aventura, así que cenamos rápidamente en la Archidiócesis, recuperamos nuestras bolsas de viaje y salimos a toda prisa hacia el aeropuerto de Fontanarossa, a 50 kilómetros de distancia, para tomar el primer vuelo que saliera esa noche hacia Roma.